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NúM 6
2. VARIA
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2.2 · “TEATRO DE LA EMOCIÓN”: COMPAÑÍA DE DRAMAS POLICÍACOS CARALT


Por Alba Gómez García
 

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Nick Carter es el protagonista de muchas de las piezas de su repertorio. Este personaje fue originalmente creado por John Russell Coyrell en 188412, aunque la celebridad del detective pronto necesitó de otros autores que continuaran sus aventuras para complacer a los lectores ávidos de esta dime-novel. La producción colectiva permitió afrontar tamaña demanda y Nicholas Carter se convirtió en el seudónimo de los sucesivos responsables de la suerte del personaje, que llegó a cruzar el Atlántico y habló numerosos idiomas para dirigirse a públicos nuevos (Monte, 1962, 98-99; Rodríguez Joulia Saint-Cyr, 1970, 36; 1972, 16). La libre apropiación ejercida por las editoriales europeas no podía ser más ventajosa para Caralt, que pudo convertirse en “afortunado explotador del moderno melodrama policíaco”13, y nunca debió firmar con el seudónimo Nick Carter. Afortunadamente para el empresario, la paternidad de este y otros héroes era discutible, al contrario que la respectiva de Arthur Conan Doyle o Ernest William Hornung sobre Sherlock Holmes o Raffles.

Sin embargo, su versión de Nick Carter no siempre encarnaba el mito del americano excéntrico, accidental y desapasionado detective, siempre conocedor del triunfo. Por ejemplo, en La mano gris, el circunspecto héroe se muestra consciente de su papel como producto cultural de consumo:

Es bueno para la novela, pero no para la realidad. La prueba está en que, a imitación de ese autor, se escriben a diario obras cuyo protagonista es también un policía de esos que lo descubren todo en un abrir y cerrar de ojos y que se han hecho tan populares como Sherlock Holmes. ¡Puede tanto la fantasía humana! ¡Pero de ello a lo verosímil! (…) ¡Compadezco a los verdaderos policías que han de sufrir las censuras de un pueblo sugestionado por las hazañas de un folletín! (I, 8).

Quizá esta singularidad pruebe la despreocupación de Caralt por infundir verosimilitud a sus creaciones: “Pero, ¿quién va a buscar naturalismoen Caralt?”14, se preguntó Enrique Díez-Canedo en una ocasión.

Este universo de ficción importado al por mayor permitía satisfacer un ritmo frenético de consumo –es llamativo el número de obras de Caralt editadas en 1915, coincidiendo con la temporada de su estreno en el Teatro Price15, o la cantidad de textos sin editar– que establecía, además, el contacto desigual entre dos culturas. El repertorio de Caralt ensalza la cultura norteamericana, que expresa en términos conservadores, ante cualquiera de las europeas. Por supuesto, el olvido de cualquier alusión a España revela el sometimiento cultural del que es víctima en este desventajoso encuentro. La identidad española solo será provechosa en la medida en que la finalidad de la pieza sea hilarante, como ocurre en la farsa La banda de as de copas.

Mención aparte merece el tratamiento misógino de la mujer en la ficción de Caralt, donde ellas son las instigadoras del mal, directa o indirectamente, y encuentran su redención al final de la obra, gracias a las dádivas del héroe piadoso.

Las deficiencias de la dramaturgia de Caralt, sin embargo, no empañan sus posibilidades escénicas. Habitualmente la crítica desdeñaba el subgénero pero valoró positivamente el trabajo de Caralt sobre el escenario, y llegó a identificarle, tanto en 1914 como en 1930, con la figura del director de escena, todavía inexistente en España:

Ramón Caralt, que es un excelente director de escena, sabe aderezar estas obras con cuantos elementos requieren para su mayor éxito, cuidando del menor detalle. El decorado, el vestuario, los efectos escénicos, el movimiento de las figuras, todo está perfectamente entendido y dispuesto, y avalora la impresión que en el púbico producen16.

Se desdeña injustamente este género teatral del que Caralt es uno de los más prestigiosos jerarcas… Teatro que tiene, del cinematógrafo, el dinamismo; del folletín, la tremante emoción; de la novela de aventuras, el interés, puede dar lugar también a frutos de verdadero arte, sobre todo cuando quien lo interpreta es, como Caralt, un verdadero artista y un experto director de escena…17

En un discurso pronunciado en la Asociación de Artistas Líricos y Dramáticos de Barcelona, Caralt manifestó la inquietud que le producían el hastío del público culto, que no acudía al teatro, la preponderancia del cine, la apatía del Estado al respecto y la inhabilidad de la crítica para orientar nuevos caminos: “Las empresas se retraen y el teatro vése convertido en mísero reflejo de una sociedad burguesa, que se complace únicamente con lo adocenado e insustancial” (Caralt Sanromá, 1924, 4). La declaración resulta paradójica cuando su repertorio no se propuso dignificar la escena. A juicio de Caralt, la responsabilidad de la “crisis teatral” pertenecía al eslabón más débil, el actor, a quien le urgía ensalzarse mediante el asociacionismo y la creación de una institución que lo respaldara. Pero no hay correspondencia entre la teoría y la práctica de Caralt. No en la temporada que nos ocupa. Su concepto unitario de la escena –”en el teatro, la facultad creadora debe hallarse en todos sus componentes” (Caralt Sanromá, 1924, 13)– tropieza con su sempiterno protagonismo como actor principal en piezas de discutible calidad literaria convencionalmente escenificadas, tal y como documentan las fotografías localizadas.

En la década de los treinta, la censura de este subgénero melodramático no impedía a la crítica comprender, en su contexto, el fenómeno, y valoró justamente los límites y las aspiraciones de la oferta de Caralt. Los críticos apenas exigieron esfuerzos al actor-empresario y le enjuiciaron con la misma sorna que debían advertir en la persistencia de Caralt brindando al público el mismo espectáculo que sorprendiera al Madrid de 1914. Era una oferta más, acaso tolerable y hasta necesaria para “la buena gente de los barrios bajos para tener motivos de soltar unas lagrimitas fugaces que se secan al chisporroteo de las brasitas humorísticas”18. De tal suerte que, ni la crítica, ni el público, ni el propio Caralt –”¿Para qué vamos a hacer la clásica interviú?... Los propósitos que tengo ya los sabe el público de Madrid; la compañía que tengo también”19– esperaban descubrir innovaciones artísticas en el Teatro Pavón. Por eso, Emilio Carrere se permitía ironizar a costa de Caralt en estos términos: “Vamos empezando a sospechar que la regeneración del arte escénico puede empezar por las aguerridas huestes de Caralt o de Rambal, en alguna barraca de barrio”20.

El desdén de la crítica por esta clase de espectáculos no procuró hallar una clasificación para las piezas de tema policíaco o similar. A la anárquica y tradicional calificación genérica de las obras21 se suma otra confusión, también histórica, que refiere a la multiplicidad de calificaciones que ha recibido la novela policíaca a lo largo de su historia (Rodríguez Joulia Saint-Cyr, 1970, 10). En el caso de los melodramas de Caralt, tan afectos a Nick Carter, la crítica debiera haberlos denominado “policíacos” o “detectivescos” o, incluso, “de aventuras policíacas”, ya que, como las novelas de ese género, “no se preocupan precisamente del ambiente social o discurren en la más insospechada inverosimilitud” (Monte, 1962, 182).

Más claro era el maridaje de los espectáculos de la compañía con el cine. Sorteando las diatribas de voces cinéfobas, la crítica advertía, a veces satisfecha, que estas representaciones se apoyaran en los recursos luminotécnicos y en los decorados trucados –ambos previstos por los textos de Caralt– cuyo efecto, sin embargo, consideraba muy teatral. Puro sensacionalismo escénico, y no podía ser de otro modo cuando el público conocía o intuía el desenlace. No son pocas las críticas que remiten la atmósfera de las funciones, donde reinaba un silencio tan atípico como expectante que, si no desdibujaba el perfil ruidoso del espectador español de teatro, por lo menos, la acercaba a la experiencia del espectador cinematográfico.

Sería deseable una aproximación a la poética del actor Ramón Caralt, que fue percibida de modo unánime por la crítica. Esta reconoció una versatilidad dual para encarnar el bien y el mal. Pero, alejar al actor de esa dicotomía arbitraria y de la codificación de una determinada forma de expresar misterio o circunspección, planteaba serias dificultades al actor. Su Juan Tenorio, “algo fatigado ya de sus correrías”, asistido por Fernández Almagro, prefería “declamar, sin arredrarse (…) descargar las consonantes de un trallazo”, y mucho debió lidiar el actor con el acento andaluz del personaje que encarnó en Los majos de Cádiz, Velázquez. A menudo, su interpretación convergía en el genio vigoroso o violento, como el del tiránico Darío Narbona, en K-2922, o su personaje de Dictadura visto por Díez-Canedo, “que grita y sacude con toda fe”.



12 Según Fernández Cuenca, el personaje se inspira en Nicholas Castelló, un irlandés de ascendencia española, primero policía en Nueva York y después detective por cuenta propia (1943, 91).

13 “Notas teatrales. Price. Los misteriosos”, ABC, 20-I-1917, pág. 20.

14 DÍEZ-CANEDO, Enrique, “Sobre el escenario y entre bastidores… Un espectador en Madrid”, Crónica, 19-X-1930, pág. 3.

15 Para esa fecha, los personajes del repertorio de Caralt ya eran héroes en el cine. Nick Carter protagonizó, desde 1908 y de la mano de Victorin Jasset, una serie de películas, del mismo modo que lo hizo Fantômas, gracias al cineasta Louis Feuillade, a partir de 1913.

16 “Los estrenos. Price, La mano gris”, ABC, 29-XII-1914, pág. 14.

17 Don Quintín, “Farsas y farsantes”, Mundo Gráfico, 15-X-1930.

18 MARTÍN, J., “En Pavón. La herencia sangrienta”, Gran Sport, 8-XI-1930, pág. 5.

19 SAMPELAYO, Carlos, “El caso extraordinario de Ramón Caralt. En el ensayo huele a emoción”, El Heraldo de Madrid, 19-IX-1930, pág. 6.

20 CARRERE, Emilio, “Aspectos. El señorito en el teatro”, La Libertad, 30-XII-1930, pág. 1.

21 García Lorenzo (1967) y Montijano Ruiz (2010) recogen la diversidad de etiquetas que identificaban las piezas relacionadas con el tema policíaco, como por ejemplo: “comedia americana” o “norteamericana”, “drama detectvista” o “policíaco”, “escenas de la mala vida de Nueva York”, “melodrama de gran espectáculo”, “de intriga”, “caricatura”, “novela”, “película” o “revista” “policíacas”, “pieza de policías y asesinos”, “relato policíaco”, etc.

22 C.S., “Pavón. K-29, de Rafael López de Haro y Emilio Gómez de Miguel”, El Heraldo de Madrid, 11-X-1930, pág. 6; “En Pavón. K-29”, ABC, 11-X-1930, pág. 40.

 

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