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NúM 6
2. VARIA
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2.2 · “TEATRO DE LA EMOCIÓN”: COMPAÑÍA DE DRAMAS POLICÍACOS CARALT


Por Alba Gómez García
 

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El melodrama policíaco en España

Es inexcusable anotar la génesis de la novela policíaca, pues el subgénero teatral heredó su estructura y contenido. Con Edgar Allan Poe, Émile Gaboriau y Wilkie Collins, el género policíaco puede remontarse a la literatura folletinesca que, desde 1830, democratizó, ya en prensa, ya en publicaciones de bajo coste, las narraciones sobre policías y criminales. Así, el feuilleton francés, la sensational novel inglesa y las dime-novels norteamericanas ganaron adeptos entre el público popular. La tradición arraigaría en estos países, y otros, como Alemania, España o Italia, asimismo consumidores del género, se conformaron con la traducción de obras extranjeras (Monte, 1962, 93). En España –donde los autores no tomaron en serio la nueva narrativa hasta casi el primer tercio del siglo XX–, los folletines, recordaría Fernández Cuenca (1943, 88), se vendían a veinte céntimos.

El fortalecimiento de este género novelístico camina con la sociedad racionalista del siglo XIX sin prescindir de la sensibilidad romántica, que reconoce a un individuo extraordinario capaz de enfrentarse a la irracionalidad aparente, de discernir el bien del mal: el crimen es el recreo de sujetos perspicaces y ociosos. Pero lo policíaco conoció su apogeo y consiguiente edad dorada en la Primera Guerra Mundial y el período de entreguerras, para mostrar la violencia soterrada del ser humano. Así, la mutabilidad del género en relación a los acontecimientos históricos explicaría, en primera instancia, su éxito prolongado en el tiempo. En menor medida, debieran considerarse otros factores, como el deseo de evasión o venganza social, la identificación con los héroes o villanos, etc. (Monte, 1962, 207-209).

En el teatro, el género policíaco adquiere forma de comedia o farsa –especialmente en el teatro genuinamente español–, drama o melodrama, planteando siempre un enigma a resolver a través de una estructura deductiva. Delega el peso del texto, por tanto, en la forma, no en el contenido. Los hechos se suceden respetando la unidad de tiempo y se desarrollan en un único espacio burgués, de sospechosa e inquietante confortabilidad. En fin, es un género asistido por un público mayoritario, con ánimo de divertirse (Besó Portalés, 2009).

El final del siglo XIX importó lo policíaco desde Francia –así como el terrorífico Grand-Guignol– aunque fue, sobre todo, la cultura anglosajona la encargada de introducirlo en España, hacia 1910. Y lo hizo progresivamente, en un activo panorama escénico plagado de obras, autores y críticos de teatro brillantes; coincidiendo con el predominio del género cómico y lírico; la presencia notable de teatro extranjero (Salaün, 2003); y con la demanda creciente de un público dispuesto a la novedad y la sorpresa espectacular; para, en fin, tomar parte del sino del período: la “crisis teatral”, una certeza incómoda que se formuló desde varios frentes de las artes escénicas (Dougherty, 1984; Rubio Jiménez, 1998).

La estructura del género melodramático permitía connotar de espectacularidad al tema policíaco y proveerlo de un continente adecuado donde, en cuatro o cinco actos, se desarrollara el eje clásico de acción. La heroína es salvada por el héroe del acoso del mal y, por lo general, la fábula concluye con un final moralizante. Porque, el melodrama policíaco es, en esencia, de ideología conservadora. Pérez de Ayala observó la efectividad con que los contenidos se vehiculaban mediante la saturación de sucesos endeblemente hilvanados y la añadidura de efectos espectaculares para inspirar “al rebaño (…) un sentimiento de entusiasmo, que en su tuétano es el rudimento estético de la emoción dramática” (1919, 114). Bentley perfila ese entusiasmo con la piedad y el temor que los personajes del melodrama popular imbuyen al espectador que se deja entretener y adoctrinar (1971, 189-190). Sin embargo, la exigüidad dramática no era óbice para el hallazgo de novedades escénicas. Esto era posible gracias al dinamismo previsto por la dramaturgia del subgénero, concebida para dirigir la atención del público a los centros de interés convenientes en cada momento (Iglesias Simón, 2007, 56-57); y a los avances técnicos logrados en los teatros desde finales del siglo XIX (Peláez Martín, 2003).

La influencia –y competencia– del cinematógrafo sobre el teatro contribuyó a asentar el subgénero en la escena. Precisamente, los países que habían exportado las variantes del folletín lideraron la producción de las primeras películas, si bien su consumo era, tanto para franceses, ingleses y norteamericanos, un hecho cultural menor, que le valió la consideración de “teatro de los pobres” (Burch, 1987, 59) durante el primer decenio del siglo XX. El cine primitivo acudió a la novela y al teatro como filón argumental, ofreciendo, de este modo, referentes literarios reconocibles por el gran público. Hasta la generalización del largometraje, hacia 1916, la escasa duración de las películas permitía la división serializada, propiciando una estructura narrativa idéntica a la del folletín, morada de los héroes y villanos extranjeros que protagonizaron parte de aquel primer cine (Gubern, 2002, 38). El teatro sí podía concluir la trama en el último acto, pero la cantidad constatable de obras protagonizadas por estos personajes sugiere un consumo similar al del cine, es decir, serializado. Es decir, un “teatro de usar y tirar […] más cercano al cine por episodios” que a la experiencia de asistir al teatro (García May, 2007, 27). En fin, un espectáculo predeterminado al estrato inferior de la sociedad.

Durante los años veinte, el melodrama policíaco contó con el apoyo del público madrileño (Dougherty y Vilches, 1990), y aún en la temporada teatral que nos ocupa, la cartelera revela la vigencia del subgénero en la escena española (Dougherty y Vilches, 1997, 300-305) que, en general, la crítica desestimaba. No obstante, en algún caso este sirvió como pretexto renovador, por ejemplo, cuando Margarita Xirgu y Cipriano de Rivas Cherif, introdujeron a Elmer L. Rice, pionero del realismo social norteamericano, en el estreno de La calle, en el Teatro Español (Gil Fombellida, 2003a; 2003b).

 

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