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NÜM 4

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7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

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7.11 · MAYORGA, Juan. Hamelin; La tortuga de Darwin, ed. de Emilio Peral Vega. Madrid, Cátedra, 2015.


Álvaro López Fernández
 

 

Portada del libro


MAYORGA, Juan. Hamelin; La tortuga de Darwin, ed. de Emilio Peral Vega. Madrid, Cátedra, 2015.

Álvaro López Fernández
Universidad Complutense de Madrid


Creer que la verdad está en el lenguaje –como formulaba Wittgenstein– implica asumir que la verdad no existe hasta que la decimos. Y esa es una lógica difícil de soportar, también en los márgenes literarios. Mucho se ha dicho en la última década sobre el teatro de Juan Mayorga –leña para el éxito vivo de sus representaciones–, tanto que quizás fuera más útil desmontar toda la tramoya crítica, mimetizarse con el artificio al que nos abocan sus obras y reducir al fin los textos a su verdad. Una verdad, no obstante, que hay que atreverse a nombrar, que ha de hacerse en el escenario de la edición. A este respecto, el profesor Emilio Peral Vega entiende que la tragedia mayorguiana tiene raíces verbales, fruto de la pérdida de significación de un lenguaje que se ha ido desgastando o pervirtiendo como medio de comunicación. La propuesta no podría ser más sencilla, casi supone un ejercicio de proyección metateatral: el dramaturgo expone, dialécticamente, la (im)posibilidad de reencontrarnos con el diálogo que hemos perdido. Tampoco podría ser más lúcida. Lo que queda, efectivamente, es el silencio.

Correlativamente, será ‘silencio’ el término más repetido en Hamelin, esa pieza en la que Mayorga crea a un personaje Acotador que dice al público las indicaciones escénicas, confiando, por ejemplo, toda la creación del decorado a su capacidad imaginativa. Con perspicacia Emilio Peral inscribe esa lacerante desnudez en su sección dedicada al estudio del barroquismo en Mayorga. Pues conforma el suyo un teatro de la palabra, de alta trabazón simbólica (destaca el editor el uso reiterado de la imagen de las “cicatrices” o de las “cenizas”), que prolonga hasta lo espinoso un concepto que, si bien no protagoniza ninguna sección, queda perfilado, por su constancia, en el prólogo: la culpa. No en vano, la propuesta de Hamelin se basa en convertir al auditorio en un silencioso jurado que asiste a un caso de pedofilia, y contempla –adentrándose y distanciándose de él progresivamente– el desmoronamiento moral de los estamentos de su sociedad: perseguidores y perseguidos, consentidores y culpables. Nos incluye a todos. Se agradece, en consecuencia, que si algo ha engranado la maquinaria textual de esta edición haya sido su absoluta falta de inocencia. Revisemos los sumarios:

En lo que atañe a Cátedra, esta publicación (la número 751 de la célebre colección “Letras Hispánicas”) apuntala definitivamente sus esfuerzos por incluir la renovación del teatro contemporáneo entre sus filas de ejemplares negros, lo que equivale a poco menos que una –puntual– canonización. Las últimas incursiones por parte de Milagros Sánchez Arnosi, editora de cuatro obras de Albert Boadella (números 690 y 691 de la colección), de Francisco Gutiérrez Carbajo, antologador de Dramaturgas del siglo XXI (número 738), o de Fernando Doménech Rico, que habría hecho la propio con tres piezas de Ernesto Caballero y dos de Ignacio Amestoy (números 741 y 757 respectivamente), rodearían en este sentido la empresa de Emilio Peral Vega con Hamelin y la Tortuga de Darwin; con la diferencia de que los diálogos de Juan Mayorga gozan hoy de una incomparable vida escénica que atribula necesariamente todos los intentos de análisis distanciado o de fijación textual. Máxime en un dramaturgo que, como él mismo ha declarado, reescribe (actualiza) permanentemente sus líneas...

En uno de los ejemplos recientes más descarnados de transposición a escena de la figura del Crítico (con permiso de El Crítico: Si pudiera cantar, me salvaría, de Mayorga), el parlante Anton Ego de Ratatouille (2007) expiaría en su veredicto final que hay pocas ocasiones en las que esta profesión se expone, “but there are times when a critic truly risks something, and that is in the discovery and defense of the new”. Lejos de pretender ofrecer un comentario frívolo con la referencia a esta película de ratas tan diferentes de las simbólicas que ilustran la portada de Cátedra y anegan los espacios de Hamelin (no el del cuento y la memoria recobrada, sino el acotado), la sentencia vale como glosa de la audacia que percute todo el análisis de Emilio Peral Vega.

El prólogo, por deducción, no se corresponde con un prólogo al uso. Sin capitular en su idea central de que el teatro de Mayorga constituye una reivindicación humanista de la palabra consciente (y no convencional o meramente humana), el editor elabora una plantilla con la que desbrozar toda la poética del dramaturgo a partir de los preceptos teóricos de Walter Benjamin. Mayorga realizó su tesis doctoral sobre el pensador alemán, que ya en su día había atisbado la función del “diálogo como desvelamiento de la verdad” y avisado sobre “la perversión (o desacralización) del lenguaje” (títulos ambos de dos secciones del estudio). Siguiendo la misma lógica de re-encarnación de la palabra crítica que atraviesa la producción mayorguiana, esta se encaminaría no pocas veces hacia la encarnación de la filosofía de Benjamin. A partir de este finísimo pretexto, Peral Vega teje una compleja y bien decorada tela de araña donde va incrustando referencias a todas las piezas esenciales de Mayorga, e infiltrándose, a través de ella, en sus rendijas: la influencia de Kafka (a quien el filósofo consideraba una de las bases de la Modernidad) y por extensión de Brecht, y por extensión de Buero Vallejo, el barroquismo (recuérdese el título de la obra magna de Benjamin, El origen del drama barroco alemán)... Todo orbita y se adhiere a esta estructura en la que se trazan las dimensiones de una ética del teatro –de la interlocución– como necesidad, que el editor visiblemente respeta y hasta en la que, acaso sin quererlo, se involucra: “No se trata” –dice– “de evaluar la obra a partir de un patrón, sino de buscar dónde se halla su germen crítico para complementarla y rejuvenecerla. El afán del crítico, así entendido, no es censurar sino alumbrar la verdad y la belleza depositada por el autor dentro de la obra” (p. 25). Habla aquí Peral Vega de la personificación en tantos dramas de Mayorga de la manera benjaminiana de entender la crítica y la traducción como dos formas de diálogo que pueden (deben) trascender el texto. Sin embargo, el mismo juego de encarnaciones antes descrito produce que las palabras del profesor se apliquen irremediablemente a su propia labor de interpretación, que pasa a integrarse en su tela.

Tal prodigio no sería posible si la edición no estuviera guiada por una coherencia férrea, que lleva sus líneas de análisis hasta los extremos menos claros de la pista. En este sentido, Peral Vega no tenía ninguna necesidad de aventurar en el prólogo, por ejemplo, que en El traductor de Blumemberg Mayorga reproduce el nombre del pensador alemán con dos emes en lugar de en su forma original, Blumenberg, por su parecido con el término ‘remembrar’, tan asociado al peso que la recuperación de la memoria del hombre (y de su culpa) ejerce sobre la obra de ambos. En un texto tan alejado de los editados, el profesor se arriesga a una polémica fácil sólo para poner un listón más a una propuesta que había de ser completa. Audacia mediante, su lectura funciona. También en un estricto sentido filológico: a la luz de lo expuesto, resulta más que razonable que Mayorga, como le sucedía a Valle-Inclán (bien saben ambos que “las cosas son como se recuerdan”), tienda a reescribir sus textos, a adaptarlos a un nuevo espacio, a otras exigencias del discurso... De ahí que exista una sección, agudamente bautizada como “En el taller del dramaturgo: la escritura incompleta”, que desgrane y ejemplifique las direcciones de estos cambios. Y lo hace a través de la comparación entre las tres versiones, desde aquella publicada por Ñaque en el reciente/remoto 2008, de La Tortuga de Darwin.

No obstante, puestos a elegir una obra para publicar en Cátedra ¿por qué La Tortuga de Darwin? No me sorprendería que algunos de los más avezados lectores mayorguianos rumiaran esta pregunta apenas vieran los dos títulos. No porque este texto que revisa con dolorosa ironía la visión de la Historia como progreso a través del testimonio de una tortuga superevolucionada, no albergue en sí mismo méritos suficientes; sino por su carácter dirigido a mostrar una tesis. No se le pueden pedir por ende las complejidades de, por emplear una obra ya citada, El traductor de Blumemberg (sus recursos están menos redondeados, su paso es más precipitado)... Y sin embargo, La tortuga aporta a la arquitectura de esta edición un sentido mejor acabado que el que podría ofrecer El traductor, pues sus líneas sirven de complemento casi matemático a Hamelin, al menos en lo que concierne al objetivo de rellenar los huecos de una poética representativa de todo Mayorga. Así las cosas, el argumento de La tortuga de Darwin realiza en escena el que quizás fuera el gran postulado de Benjamin: que la Historia, lejos de conformar una sucesión lineal de datos, debería entenderse como el relato colectivo (emocional) de sus marginados. Amén de esa complementariedad, su realización en papel requiere, no obstante, de unos cuidados interpretativos muy diferentes de los de Hamelin, especialmente en lo que toca al tipo de recepción que entraña.

Dentro del árbol mayorguiano, Hamelin es con seguridad la obra que precisa de una mayor implicación por parte del auditorio; también del lector, que ha de incorporarse a su ritmo apresurado. Como respuesta, Peral Vega urde un cuerpo de notas reducido, que no se propone evidenciar los hallazgos literarios del texto tanto como aclarar los mecanismos escénicos más confusos y entroncar la acción –cuando corresponda– con la estética general del dramaturgo. Las ramas de La tortuga de Darwin, en contraposición, se abren a un radio amplio de lectores, al que quizás no le urgen explicaciones pero sí –continuos– asideros históricos. Al respecto, habría que hacerse cargo de la buena disposición del editor que, debajo de la narración de la tortuga, emprende un concentradísimo recorrido biográfico por todas las referencias citadas, sin discriminar el nivel cultural del curioso que se acerca a leerlas, ya sea Robert Fritz-Roy o Robespierre el aludido.

Y aun así al debate sobre la idoneidad de la elección de La Tortuga de Darwin le faltaría una vuelta para cerrarse. No en vano, la mejor rematada El jardín quemado acude también a ese filón benjaminiano de la historia, y no parece suficiente para aventajarla el hecho de que Harriet, la tortuga, ilustre esa tendencia mayorguiana de representar animales humanizados. No, la solución ha de latir en la materia viva. Lo decíamos al principio: la verdad está en el lenguaje, pero el lenguaje de la obra se hace verdad en el escenario. Es el credo de Mayorga, la última reencarnación. Y en estos estadios, la versión de La Tortuga de Darwin estrenada por Ernesto Caballero en el Teatro de la Abadía en 2008 (dos meses después de que se firmara la Ley de Memoria Histórica) dejó mella en el recuerdo, aparte de unas orientaciones sobre cómo resucitar (o no) al monstruo. Por coherencia, la propuesta de edición de Emilio Peral no podía consumarse sin el pormenorizado análisis tanto de este montaje como de la brillante adaptación de Hamelin por Andrés Lima en el Teatro de la Abadía en 2005, pues ambos han configurado la forma de entender el texto, lo han desdoblado, cuando no se han superpuesto a sus sentidos...

En relación con ello, podemos augurar que nuevas críticas alumbrarán nuevas verdades y bellezas en los dos textos de Mayorga, que se sucederán pronto otras lecturas de esta vida escénica que no querrán acordarse de sus postulados, que las ratas y los hombres vendrán a mordisquear y a trascender esta edición (la lucha literaria también es darwiniana), pero hoy resulta irreversible. Baje el telón con aplausos.

 

 

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