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2. VARIA

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2.7 · HILVANANDO CIELOS, DE PACO ZARZOSO: UNA TRAGICOMEDIA EBRIA


Por Ana Prieto Nadal
 

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3. A modo de conclusión

Hemos señalado que a Zarzoso le interesa la definición spregelburdiana del dramaturgo como cazador de catástrofes, así como la convicción de que la razón –la sobriedad– es reduccionista, y de que el paradigma causa-efecto –una simplificación para estabilizar lo vivo– enmascara las formas abruptas del caos (Spregelburd, 2006, p. 20). Pues bien, en Hilvanando cielos la catástrofe ya está instalada desde el principio, con lo cual el autor no debe esforzarse ni perder tiempo en desarrollarla o justificarla, sino que trabaja ya con este presupuesto de partida. Las anagnórisis que conturban y zarandean a los personajes de la obra son potentes pero no pueden competir con el infausto postulado del fin del mundo, y de ahí se deriva en buena medida el carácter tragicómico –y no puramente trágico– de la obra, también emanado de la construcción de unos personajes contradictorios y constitutivamente ebrios, capaces de pasar de un extremo emocional a otro –de la risa al llanto, pongamos por caso– en un mismo parlamento.

Asistimos en Hilvanando cielos a lo tragicómico cotidiano situado en unas coordenadas apocalípticas. La obra es un filón inagotable en sus exploraciones polifónicas del lado oscuro del ser humano y las relaciones familiares y vecinales. La paradoja característica de Zarzoso se sitúa en la zona fronteriza y confusa entre lo cotidiano y lo ficcional. Los conflictos se radicalizan y la concentración semántica se sedimenta cada vez más para no abundar en un estéril coloquialismo.

El tiempo escénico es igual al tiempo referencial pero con una alarma de reloj puesta para seis meses, la fecha del fin del mundo. La hiperconsciencia temporal que exige la situación se da la mano con la inconsciencia más absoluta, que pasa por hacer planes de futuro. La unidad de espacio es un modo de evitar el consumismo ávido de imágenes, remansar la mirada y fijar la atención. En el espacio estático y exterior de Hilvanando cielos parece no pasar el tiempo, la luz y el sonido se estancan en un aparente sosiego, enajenador y letárgico, en que los personajes esperan el fin de sus días, o acaso algo más. Se trata de un espacio abierto pero claustrofóbico, porque ese cielo obstruido por el meteorito es una puerta cerrada para los personajes, un cataclismo sobre sus cabezas. Hay, con todo, otros espacios –extraescenas aludidas desde el recuerdo o la imaginación, espacios del ensueño y del refugio, con un toque de inquietante suspense al estilo de Maeterlinck– que le roban importancia al espacio representado. Son espacios interiores o mentales, subjetivos, que representan o escenifican los conflictos de los personajes y que, concebidos desde la confusa vigilia de un mundo pesadillesco, permiten rescatar lo que de día permanece oculto.

Los personajes de Hilvanando cielos, atrapados en un único emplazamiento y en un lapso de tiempo que no abarca ni el transcurso de una noche entera, sufren una profunda transformación, jalonada por distintas anagnórisis. Se trata de unos personajes mutables y pasionales que se erigen en representantes de una humanidad ofuscada, sumida en una espiral de autodestrucción. Su cotidianidad, ebria de vino, amor y anhelo, es expresada con tintes tragicómicos que despiertan ecos chejovianos y beckettianos. La gran baza de la dramaturgia de Zarzoso es su capacidad de reírse de lo más terrible y hacer de lo más banal una tragedia. Hay diferentes niveles de conciencia, pero todos los personajes son conscientes del meteorito y de la muerte, que cada uno afronta a su manera. La Madre tiene un proyecto salvador, la clínica, aunque inoperante en ese contexto; con todo, es el único personaje capaz de alimentar la utopía, la única jardinera –por utilizar la metáfora de Bauman– en un mundo de cazadores. A la Vecina poco le importa la muerte, porque, con el descubrimiento del adulterio de su marido, es como si le hubiera caído el meteorito encima esa misma noche. Lo folletinesco de nuestros días viene encarnado por el Padre, muy a tono con su trabajo en un culebrón de la tele. Cordelia es “un personaje que vive en todo momento al filo. Vive con la misma intensidad lo luminoso y lo terrible. Lo vital y lo metafísico. El sexo y la muerte” (Zarzoso, 2012, p. 15). El Abuelo, con sus múltiples máscaras y juegos teatrales, es el “locuaz portavoz de la tragicomedia” (Ibíd.). Tocado por el ala siniestra de la locura, se expone a la naturaleza salvaje y desafía al ciego meteorito, pero lo que más lo trastorna es lo que brama dentro, en la tormenta de su mente, así como la ingratitud filial, todo ello pasado por el filtro del oficio actoral. La civilización se viene abajo, y ya sólo se oye, por encima del furioso tumulto del mundo, la poderosa voz del Abuelo que lucha por defender su ira, lo único que le queda.

Los personajes son puestos catastróficamente en una situación de adulterio, de embarazo, de enajenación, de celos. La ebriedad intensifica, extrema y conecta, permite la lucidez y los grandes cambios emocionales. Todo señala hacia la fragilidad del ser humano, tan quebradizo que está a punto de extinguirse. De la lucidez se llega a la locura, pasando por la amenaza, la clarividencia y la ternura. Poética y terrenal, apocalíptica y esperanzada, Hilvanando cielos se asoma a los abismos interiores del ser humano, de los que deviene elocuente mostración y metáfora.

 

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