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2. VARIA

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2.1 · EL ESPACIO SIGNIFICANTE
Desde mi experiencia como autor escénico


Por Jesús Campos García
 

 

1. Introducción

El primer diseño de la escenografía de una obra dramática suele estar esbozado en su acotación inicial. Ya sé que esto puede molestar a quienes quisieran que el autor sólo fuera un mero proveedor de palabras y no el creador de una estrategia. Considerar que el autor no tiene arte ni parte en el hecho escénico fue opinión muy extendida durante el pasado siglo. Una aberración que, como suele ocurrir, debió producirse como respuesta a aberraciones anteriores de sentido contrario. El creciente número de receptores que accedían a la literatura dramática a través de su lectura fue tal vez el motivo de que, para facilitar su comprensión, los textos se plagaran de acotaciones irrelevantes, las cuales encorsetaban, de algún modo, las puestas en escena posteriores. Hay que tener en cuenta que, hasta bien entrado el siglo XX, las obras aún se editaban después de su estreno, por lo que es lógico pensar que aquellos textos no hacían sino reflejar, a modo de crónica, los signos no verbales, en ocasiones instrumentales, que dieron fisicidad a la representación. Sea como fuere, conviene deslindar lo esencial de lo anecdótico: “(Entra por la derecha.)” es irrelevante; “(Está enterrada hasta la cintura.)” es fundamental.

Por fortuna, las aguas van volviendo a sus cauces y ya son muchos los autores que asumen la puesta en escena de sus obras. Son menos, sin embargo, los que, además de la dirección, se encargan también de la escenografía. Lo que no significa que me considere una excepción. Excepción fueron Gual1, o Castelao2, que aquello sí que debió ser la travesía del desierto. En España, que yo recuerde, Salvador Távora, Francisco Nieva y Albert Boadella lo hicieron con frecuencia. Y más recientemente, Angélica Liddell3 o Rodrigo García4. También se han dado casos de artistas plásticos (Brossa, Picasso, Ontañón, Dalí, Arroyo, Barceló….) que se probaron como autores dramáticos5 (aunque esa es otra historia) y de escritores que llegaron a prescindir de la palabra, como Arrabal (Dios tentado por las matemáticas, Los cuatro cubos) o antes Beckett (Acto sin palabras I y II). Claro que, si miramos fuera, la lista sería interminable (Jean Cocteau6, Veronese7, Robert Wilson8, Dario Fo9, Valère Novarina10, Tadeusz Kantor11, etc.), por lo que me detendré sólo en los compañeros que, por su proximidad geográfica y generacional, me precio de tener como referentes.

Conocedor de diversos oficios (torero, cantaor, cerrajero), Távora irrumpe en el mundo de la escena con todo su bagaje vital y sin el manejo de las convenciones verbales del teatro tradicional, lo que le lleva a desarrollar una poética en la que los signos no verbales son parte esencial de sus obras. El bidón de Quejío (1972), los maderos de Los palos (1975) [fig. 1] o la hormigonera de Herramientas (1977) son los antagonistas de estos dramas [fig. 2], y si bien en montajes más recientes sus dispositivos escenográficos pueden tener un carácter más ambiental, funcional o potenciador, en las obras citadas (también en otras) sus escenografías son esencialmente dramáticas.

En el caso de Nieva, su condición de escenógrafo es previa a la de autor; de hecho, con independencia de que pudiera tener otros textos escritos con anterioridad, cuando se produce el estreno de La carroza de plomo candente (1976), la profesión ya le conocía (y reconocía) como uno de los escenógrafos de más prestigio; de ahí que se viera como algo natural que José Luis Alonso, con quien trabajaba habitualmente, contara con el como escenógrafo. Que no lo hiciera no se habría entendido. De forma discontinua, según las circunstancias lo permitieron, Nieva asumió la dirección y/o la escenografía de sus espectáculos, siendo una constante en todas ellas el carácter potenciador de la naturaleza barroca de sus textos12.

También Boadella se mueve en esa discontinuidad. De hecho, son muchas las veces que recurre a otros escenógrafos (Iago Pericot, Fabiá Puigserver, Dino Ibáñez, etc.) para la puesta en escena de sus obras, como también son muchas en las que interviene como escenógrafo. Puede que lo hiciera colectivamente en El Joc (1970) o en La Torna (1977), pero el primer espectáculo en el que firma la escenografía fue Laetius (1980) [fig. 3]. Después lo hará más frecuentemente: Columbi Lapsus (1989), Yo tengo un tío en América (1991), El Nacional (1993), Ubú President (1995) y muchos más. No los he visto todos, pero en los que conozco, sus espacios se ciñen, como un guante, siempre al servicio de la acción dramática13.

Mis disculpas por la brevedad y por los errores en los que, al abreviar, haya podido incurrir; pero no quería dejar de citarlos especialmente, porque, aun viajando en distintos trenes, siempre los consideré compañeros de viaje. De un viaje que –al menos en mi caso– no siempre fue bien entendido. La hegemonía del autor de gabinete en los pasados siglos, junto a la irrupción de la dirección escénica –hechos íntimamente relacionados–, dejó prácticamente sin espacio al autor escénico. Las modas son así: beligerantes. Aunque, por fortuna, como ya quedó dicho, la situación tiende a reequilibrarse, al ser muchos los nuevos autores que asumen la puesta en escena de sus obras. Y es esta calma chicha la que me anima a hablarles de cómo avanzando por ese camino me impliqué, como algo natural, en la interpretación de mis propias acotaciones.

Mas antes de centrarme en mi experiencia como autor escénico en su vertiente escenográfica –objeto de este escrito–, quisiera hacer algunas consideraciones acerca de los distintos espacios y su nomenclatura. Más que nada, por establecer unos términos con los que entendernos, que espero no se interpreten como valoración de las distintas opciones; que el valor de un dispositivo escénico sólo puede enjuiciarse en función de su eficacia dentro de la estrategia global del espectáculo. Tal es así que la “mejor” escenografía de según qué obras podría ser la no escenografía, el despojamiento total: el espacio vacío. Es más frecuente el espacio ambiental, en el que la escenografía y/o la utilería, ilustran la representación con informaciones de tipo circunstancial (época, clima, clase social, etc.), o el espacio funcional que aporta los utensilios necesarios para la acción. Y nos queda, por último, el espacio dramático, término que solemos utilizar de forma genérica y que, en mi opinión, sólo deberíamos emplear cuando los elementos del dispositivo escénico desencadenan, modifican, potencian o resuelven las tensiones del drama.

Obviamente, ninguna de estas modalidades se da en estado puro, y si a esto le añadimos apellidos de estilo (simbólico, realista, convencional, innovador, barroco, minimalista, etc.), el tema da para muchas subdivisiones; mas ése es un jardín en el que no entraré. Sí me detendré en una modalidad que me parece especialmente relevante. A comienzos del pasado siglo, la irrupción de las vanguardias propició el desarrollo de nuevas dramaturgias o, lo que es lo mismo, de nuevas autorías. El teatro físico o gestual cohabitará desde entonces con el teatro de texto, con los consiguientes contagios, fusiones, mestizajes…; y las estrategias dramáticas que los autores de gabinete cifraban sólo en la palabra se verán enriquecidas con la incorporación de signos no verbales; recursos que hasta entonces eran aportaciones incorporadas durante el proceso de la puesta en escena, pero que con el nuevo autor escénico pasarán a formar parte, cada vez con más frecuencia, del discurso autoral. De forma trasversal, y con independencia de que se trate de un espacio vacío, ambiental, funcional o dramático, cuando los signos escénicos que se indican en las acotaciones aportan informaciones cuya supresión o modificación afectaría a la estrategia o al significado de la obra, estaríamos hablando de un espacio significante (consideración que igualmente se podría aplicar al espacio sonoro). Signo escénico susceptible de ser interpretado como si se tratara de un personaje, pero cuya existencia y esencialidad no puede (o no debe) ponerse en cuestión.

Y una adjetivación más que se desprende de lo dicho: dependiendo de en qué momento del proceso creativo se establece el espacio, y con independencia de quién sea quien aporte la idea, éste podría considerarse como autoral o sobrevenido. Y, para evitar malentendidos, apuntaré que, como luego se verá, en más de una ocasión la escenografía de mis espectáculos fue sobrevenida y no siempre autoral. Insisto, pues, en el propósito no valorativo de esta terminología. Y, para remachar el clavo, citaré dos dispositivos incuestionables que considero paradigmáticos. Las sillas que propone Ionesco para su obra homónima son autorales. La lona de Víctor García y Fabià Puigserver para la Yerma de Lorca es sobrevenida. Y ya no adjetivo más, o acabaré enredándome con tanta aclaración.



1 Adrià Gual (1872-1943), dramaturgo, escenógrafo y director escénico, asumió el ideal wagneriano de Arte Total y definió la síntesis de lenguajes como “conjunto escénico”. En “Ideas sobre el teatro futuro” (1929) defiende una idea de la autoría dramática como creación global del espectáculo escénico: “Es, pues, preciso, abogar por el advenimiento del autor completo, del que conciba, del que resuelva y realice la obra orquestal de la dramática moderna. Considerando que el autor como es hoy día, concibe y realiza solamente el texto de la obra teatral. En consecuencia, es esclavo de aquellos que deben aportarle el resto de elementos para expresar lo que él solo concibiere, y fatalmente se establece un turno de lucimientos que dan por resultado la inexpresión destructora de la intención de la obra”. (Apud. Rebollo Calzada, 2004, p. 127). Véase igualmente: Ciurans, 2005.

2 En 2000 los bocetos escenográficos de Alfonso Rodríguez Castelao fueron objeto de una exposición en el Museo de Pontevedra. Véase: Castelao e o teatro: escenografías (2000).

3 Además de la autoría de sus textos, Angélica Liddell firma en la mayoría de las ocasiones la dirección, la escenografía y el vestuario de sus espectáculos. A modo de ejemplo, cabe citar: Cómo no se pudrió… Blancanieves (2004), Perro muerto en tintorería: los fuertes (2007), Maldito sea el hombre que confía en el hombre: un projet d’alphabetisation (2009), Ping pang qiu (2012) y Todo el cielo sobre la tierra (2013), entre otros.

4 A modo de ejemplo, Rodrigo García, además de haber dirigido la mayoría de sus obras, ha realizado la escenografía de Notas de cocina (1994), Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba (2002), La historia de Ronald, el payaso de Mac Donalds (2003), Versus (2008) y Gólgota Picnic (2011), entre otras.

5 Sobre las facetas escénicas de estos artistas plásticos, puede consultarse: Arroyo, 2004; Dalí, 2004; Planas, 2002; Museo Nacional del Teatro, 2008; López Sobrado, 2007.

6 Parte de los bocetos escenográficos de Cocteau se pudieron ver en 2004 en la exposición celebrada en la Sala de Exposiciones de la Fundación BBK en Bilbao (Magnan y Soria, 2004).

7 Entre muchas otras, Daniel Veronese ha firmado las escenografías de sus obras: Mujeres soñaron caballos (2003), Un hombre que se ahoga (2006), El desarrollo de la civilización venidera (2009), Todos los grandes gobiernos han evitado el teatro íntimo (2009) y Teatro para pájaros (2012).

8 Wilson describe de este modo su proceso de creación: “Primero trabajo en un libro visual… es una primera pantalla. Después trabajo en el libro visual de la luz, que es otra pantalla. A continuación trabajo en el libro visual de los gestos. Luego en el libro audio de sonidos y palabras –el texto. Después ajusto estas capas de pantallas unas con otras y, cuando están superpuestas y acopladas correctamente, las dejo como están o las ordeno de acuerdo con referencias cruzadas, de manera que se desfasen ligeramente unas de otras”. (Apud. Moldoveanu, 2001, p. 16). Véase también: Contemporary Arts Center, 1984.

9 En una entrevista de 2009, Fo explica cómo fue su primera educación artística: “está ligada a la pintura y la arquitectura, que son los dos componentes principales de la escenografía teatral”. Así mismo, destaca la importancia del espacio escénico en el proceso de escritura de sus obras: “Cuando escribo una comedia, incluso antes de establecer las líneas maestras, pienso en el lugar físico, en el espacio donde se representa, donde están los actores, donde está el público. En el desarrollo de un trabajo pocas veces me ocurre que me sienta inseguro o, hablando con sinceridad, que no sepa por dónde se entra y por dónde se sale de escena, o que piense en ello después […]. Para mí es importante la idea de las secuencias, de las posiciones plásticas, cromáticas y de perspectiva del actor”. (Valeri, 2012, p. 35).

10 Aunque las escenografías de las puestas en escena de Valère Novarina suele diseñarlas Philippe Marioge, en muchas de ellas las pinturas del propio Novarina forman parte esencial del espacio escénico, por lo que se puede afirmar que el diseño de la imagen del espectáculo es obra conjunta de ambos creadores. Así sucede, por ejemplo, en Je suis (1991), La Chair de l’homme (1995), Le Jardin de reconnaissance (1997), La Scène (2003), L’Espace furieux (2006), L’Acte inconnu (2007), Le Monologue d’Adramélech (2009), Képzeletbeli Operett / L’Opérette imaginaire (2009) o Le Vrai sang (2011), entre otros. En la mayoría de estos espectáculos Novarina consta como responsable de "Texte, mise en scène et peintures". (Web de Valère Novarina: http://www.novarina.com/spip.php?rubrique12).

11 Véase: Tadeusz Kantor. La escena de la memoria (1997) y Tadeusz Kantor (2009).

12 Durante los años 60 Francisco Nieva colaboró con José Luis Alonso con las escenografías de El rey se muere y El nuevo inquilino, de Eugène Ionesco (1964); El zapato de raso, de Paul Claudel (1965); Intermezzo, de Jean Giradoux (1966), La dama duende, de Calderón de la Barca (1966), y El señor Adrián el primo, de Carlos Arniches (1966), entre otras.

Por las mismas fechas, diseña igualmente escenografías para otros directores como Adolfo Marsillach (Pigmalión, de Bernard Shaw, en 1964; Después de la caída, de Arthur Miller, en 1965; Marat-Sade, de Peter Weiss, en 1968; Tartufo, de Molière, en 1969, etc.); Miguel Narros (El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, en 1966), o José Tamayo (La vida es sueño, de Calderón, 1968).

Por lo que se refiere a sus propias obras, entre 1980 y 2002, diseñó las escenografías de: La señora Tártara (1980), Coronada y el toro (1982), Las aventuras de Tirante el Blanco (1987), Te quiero, zorra y No es verdad (1988), Corazón de arpía (1989), El baile de los ardientes (1990), Los españoles bajo tierra (1992), Los viajes forman a la juventud (1999) y El manuscrito encontrado en Zaragoza (2002). En la mayoría de estos espectáculos Nieva se hizo cargo igualmente de la dirección escénica. (Fuente: Base de datos del Centro de Documentación Teatral: http://teatro.es/es/recursos/bases-de-datos/estrenos ).

13 En la ficha artística de Laetius, Albert Boadella firmó el diseño de la escenografía y Dino Ibáñez su realización. Tanto en Columbi Lapsus como en Yo tengo un tío en América el Albert Boadella y Dino Ibáñez firmaron conjuntamente el espacio escénico; en El Nacional y en Ubú President, Albert Boadella firmaba el diseño del espacio escénico, mientras que Jordi Costa firmaba la realización de la escenografía. Las fichas artísticas de todos los espectáculos de Els Joglars aparecen detalladas en la web del grupo: http://www.elsjoglars.com/producciones.php , así como en la base de datos de estrenos del Centro de Documentación Teatral: http://teatro.es/es/recursos/bases-de-datos/estrenos

 

 

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