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1. MONOGRÁFICO

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1.7 · ELISA SANZ, LA SEÑORA DE LAS MANZANAS. UNA TRABAJADORA INCANSABLE


Por Alicia E. Blas Brunel
 

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Es curioso cómo las imágenes arquetípicas resuenan en nuestras cabezas. Incluso en el día a día… Aquí vamos a hablar de una. A pesar de la carrera suicida de la sociedad contemporánea hacia el individualismo más desmemoriado, y aunque algunos pequeños avances nos hagan creer que las dejan desactualizadas y obsoletas. Al igual que la necesidad de seguir luchando, muchas de estas representaciones gráficas perviven en la actualidad con mucha fuerza; conectando a seres humanos de distintas épocas y lugares, y trazando genealogías que permiten entender mejor la situación actual. La iconografía presente en el inconsciente colectivo ayuda a comunicar conceptos de forma más vivida y atrayente; ya que de alguna manera los receptores más o menos casuales del mensaje, en un acto de anagnórisis, acaban reconociendo las inquietudes comunes que en un momento mítico los generaron y que constituyen lo que se ha dado en llamar el imaginario social: nacieron de la comunidad y a ella vuelven.

Una mujer con una manzana en la mano es un icono de una potencia comprometedora. Así vemos, año tras año, a la protagonista de nuestro artículo: la escenógrafa y figurinista Elisa Sanz. ¿Cómo pasar por alto esa potente imagen? ¿Qué ocurre cuando no tiene una manzana, sino cinco, y con un antifaz en los ojos? Más concretamente, cinco premios Max, entre otros muchos galardones recibidos en los últimos doce años. ¿Qué hacer con tanto premio? Poca opción queda. Salvo, quizás, seguir trabajando...

Pero no sólo ella… Como para tantas mujeres, antes y ahora, su visibilidad y reconocimiento público no sólo depende de su esfuerzo, sino de cómo este se refleja en los medios. Ya que, aunque Sanz, además de cosechar prestigiosos premios, no deja de generar proyectos y cada vez que sube al escenario para recogerlos no pierde la oportunidad para hacerse notar tocando temas candentes y polémicos como la reivindicación de la extensión de los derechos de autoría al diseño escénico, la bajada del IVA cultural o la creación de una academia de las artes escénicas, por algún “extraño misterio” su nombre demasiado a menudo se olvidaentre los consagrados, y curiosamente sigue apareciendo en los listados de diseñadores emergentes.

Como profesora de escenografía, esto me resulta, cuanto menos, curioso. Y me hace pensar en el célebre techo de cristal que dificulta el acceso de las mujeres a determinadas posiciones laborales, a pesar de sus brillantes calificaciones académicas. En escuelas superiores y facultades universitarias, no sólo artísticas, podemos ver como el número de alumnas y profesoras aumenta; sin embargo, el porcentaje de féminas destacando profesionalmente permanece invariante. E incluso en los últimos tiempos, con la coartada de la crisis económica, parece sufrir un preocupante retroceso.

¿Por qué a algunas personas les cuesta tanto adquirir, nominalmente, la mayoría de edad profesional, aunque su prestigio y solvencia esté sobradamente demostrado en la práctica? ¿Por qué las mujeres permanecen tan frecuentemente en el limbo del País de Nunca Jamás, aunque el tiempo y la experiencia trascurran inexorables también para ellas? Virginia Woolf decía que si el mundo se hubiera concebido de manera menos irracional, las posibilidades de realización personal para una hipotética hermana de Shakespeare (Woolf, 2003, p. 73), en el caso de haber existido, habrían sido las mismas que tuvo su hermano... Desgraciadamente, esta reflexión sigue siendo pertinente, ya que el mundo dista mucho de ser menos irracional; también en estas cuestiones. No tanto porque las mujeres no puedan realizarse profesionalmente, sino porque sus realizaciones continúan teniendo una atención diferente por parte de periodistas, críticos e historiadores. Aunque desearía que esto no fuera necesario, no pude evitar hacerme esta pregunta cuando se me encargó un artículo dedicado a “jóvenes escenógrafos españoles”, y se barajó incluir a Sanz en él: ¡Perfecto!, pensé en un primer momento… Pero había algo que no me convencía. No sabía muy bien qué, hasta que me di cuenta de que un currículo como ese no era lógico que permaneciera entre el de los diseñadores que “están empezando”… Pero como tampoco entraba en el de grandes maestros, se quedó fuera; y yo no hice el artículo.

Definitivamente no lo estaba; pero ¿por qué? Aunque su trayectoria profesional está sólidamente consolidada, no es fácil calificarla de “grande”. No es una excepción: es bastante habitual con las mujeres. La historia y la crítica de arte del siglo XX proclaman que el arte no tiene sexo, “pero al mismo tiempo sólo admitirán como canónicas las obras de mujeres que pudiesen recibir el calificativo de viriles” (Méndez [en línea]); aquellas consideradas grandes obras… Para negar la situación general de infravaloración de las artistas y de sus obras, desde la ideología carismática se predica la creencia de que arte, artistas y obras son entelequias que no pueden aprehenderse mediante análisis sociales. Remitiéndonos en última instancia al genio, y negando la incidencia del género, de la clase social y de la etnicidad en el reconocimiento del artista. Así, la escasez de artistas mujeres célebres se interpreta como el resultado de un menor potencial creativo, de una falta de genio, propia a la naturaleza femenina, sean estas artistas o no; y la presencia de las pocas que han alcanzado un alto grado de visibilidad social es el argumento empleado para negar la evidencia de la desigualdad social entre mujeres y hombres en el terreno artístico como en tantos otros (Méndez [en línea]).

Desde finales de los años cuarenta, los escritos sobre el arte expresan “la concepción del artista moderno como un heroico varón individualista (…) y la ideología vanguardista (que) margina a la mujer artista (…) se ha construido manteniendo las desigualdades sexuales y sociales” (Chadwick, 1999, pp. 266-267). Esto es especialmente sangrante en el caso de las artes escénicas, donde el tradicional desprecio y subvalorización social de dicha profesión ha contribuido, en este caso de manera positiva, a la presencia de mujeres en ella. Como, tradicionalmente, su prestigio y relevancia social dentro de la “GRAN CULTURA” ha sido menor que el de compositores, pintores, escultores o arquitectos, ha habido más representantes femeninas en las artes escénicas, que en otras expresiones artísticas. Sin embargo, al realizar una rápida ojeada a nuestros programas y libros de texto, nos encontramos que la historiografía teatral ha dado muy poca cuenta de ellas, y que cuando aparecen, las artistas y sus obras son sistemáticamente infravaloradas y minorizadas. Haciéndolas no sólo casi desaparecer del recuento de la historia de los grandes logros; sino que, cuando aparecen, son normalmente recordadas por sus relaciones personales, como madres, esposas o hijas, su belleza, excentricidad o, en el mejor de los casos, como cantantes, actrices y bailarinas (es decir “intérpretes” que utilizan su “cuerpo como herramienta”) y no como “creadoras intelectuales” (directoras, dramaturgas, escenógrafas, empresarias o impulsoras de nuevas teorías y/o prácticas escénicas). Aunque la mayoría compatibilicen ambas actividades.

No es nada nuevo; en 1971, la historiadora norteamericana Linda Nochlin publicaba en la revista Art News un artículo que se convertiría en uno de los textos fundacionales de la crítica feminista a la Historia del arte titulado Why Have There Been No Great Women Artists?” (‘¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?’). En él, su autora, a partir de una pregunta simple, incluso tonta, como la planteada en su título, halla una respuesta no sólo interesante para poner en evidencia la problemática de las mujeres artistas, sino para analizar la noción misma de arte y la hegemonía patriarcal del sistema artístico:

Así, la cuestión de la igualdad de la mujer –en el arte y en otros terrenos– recae no sólo en la relativa benevolencia o en la mala voluntad de los hombres como individuos, ni en la autoconfianza o abyección de las mujeres como individuos, sino más bien en la naturaleza misma de nuestras estructuras institucionales y en la percepción de la realidad que imponen a los seres humanos que formamos parte de ellas. (Nochlin, 2008, p. 283).

Sanz, por tanto, merece ser tenida en cuenta. Dándole atención de otra manera. No ya por ser una mujer relativamente joven, sino porque ha demostrado, y demuestra, que ella “lo vale”, trabajando modestamente en el cotidiano quehacer de la escena diaria. No como una “gran artista”, sino como algo que puede ser incluso más importante: como una “solvente profesional escénica”. Por ello, haremos un breve repaso por una trayectoria que puede servir de ejemplo y modelo de esas otras formas de hacer las cosas que, aunque sean conocidas y respetadas en el día a día de la profesión, encuentran dificultad para abrirse un pequeño hueco en los artículos especializados y en las historias académicas. Como docente me siento en la responsabilidad de intentar poner un pequeño granito de arena para arañar esa visión falocéntrica e idealista que tan a menudo nos hace olvidar el trabajo práctico y en equipo propio de las artes escénicas. Mientras, los trofeos diseñados por el poeta y artista Joan Brossa y concedidos por la Fundación Autor, se amontonan en las estanterías del estudio de Elisa Sanz, sonriéndonos burlonamente y recordando que está ahí, aunque siga siendo poco considerada más allá de los talleres y las salas de ensayo.

 

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