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7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

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7.9 · Retratos de Valle-Inclán. Museo de Pontevedra. Sexto Edificio, de 28 de outubro ó 11 de decembro de 2011. Textos de Luisa Delgado et al., Pontevedra, Museo de Pontevedra, 2011


Por Jesús Rubio Jiménez
 

 

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Retratos de Valle-Inclán. Museo de Pontevedra. Sexto Edificio, de 28 de outubro ó 11 de decembro de 2011. Textos de Luisa Delgado et al., Pontevedra, Museo de Pontevedra, 2011.

Jesús Rubio Jiménez
Universidad de Zaragoza


Ningún escritor español de su tiempo dio lugar a una galería tan amplia y variada de interpretaciones artísticas como Valle-Inclán. Su magra figura –tan escasa de carnes que hasta le faltaba un brazo– se convirtió casi en imprescindible en los paseos y en los cafés madrileños durante las primeras décadas del siglo XX. Tan célebre llegó a ser que los viandantes se paraban a contemplarlo, los padres se lo mostraban a sus hijos como quien enseña un fenómeno y fue dejando tras de sí una estela interminable de textos glosando su figura; y también de fotografías, pinturas, caricaturas y aun esculturas que lo representaban plásticamente.

Si la fama de un hombre de letras en la ciudad moderna se mide por su presencia en los espacios donde se desarrolla la sociabilidad y en los medios gráficos y escritos que la comentan, es difícil que nadie de su tiempo le pueda disputar a don Ramón la primacía. Tal fue, que ya en vida no faltaron reflexiones al respecto, considerándole la máscara más célebre y poliédrica de Madrid. Y no faltó quien sostuviera que, pasado el tiempo, se volvería una y otra vez sobre el asunto, para tratar de averiguar las razones de tal suceso, de porqué “el hombre gráfico” y “el hombre biográfico” –por utilizar expresiones de Pérez de Ayala– que respondía por Ramón del Valle-Inclán ejercieron tal poder de fascinación entre sus contemporáneos.

Esta exposición no es sino la confirmación del acierto de aquellas aseveraciones y un intento de explicarlas. Es cierto que la vivencia de las artes en las grandes ciudades y la aplicación de los avances de la industrialización a la creación y difusión de imágenes hicieron habitual desde mediados del siglo XIX que las efigies de los escritores –en tanto que figuras sobresalientes entre la grisura de las medianías urbanas– fueran compareciendo cada vez más en la prensa. Se generalizaron en el cambio de siglo las entrevistas que se publicaban acompañadas con las fotografías de los escritores en su espacio natural de trabajo –el despacho o la biblioteca– y las revistas popularizaban en sus portadas los retratos realistas o caricaturescos de los escritores. Pero ni así se explica la sobreabundancia iconográfica del escritor gallego. Algo más debía tener para llamar tanto la atención y era una manifiesta voluntad de singularizarse con su vestimenta y su aliño, una marcada tendencia a salirse de lo pautado construyéndose una máscara que lo hacía inconfundible. La tenacidad de don Ramón en cultivar la extravagancia –en el sentido más estricto del término, es decir, el extravagante es quien se atreve a andar por los márgenes del camino– acabó dando como resultado su singular e inconfundible figura, que llamaba la atención no solo a la mayoría de los ciudadanos, sino particularmente a quienes trataban de fijar con su pluma o sus lápices la fugacidad de la vida cotidiana.

Si se suma que el extravagante ciudadano era dado a la polémica y a caminar incansable en largos paseos, su visibilidad aún se reforzaba más. Y por si no fuera suficiente, lideraba también con su verbo ardiente y apasionado a un grupo de literatos y artistas plásticos emergente, que desde la admiración y la complicidad se aplicaron a interpretar el genuino personaje. Son estas algunas claves que ayudan a entender la rica iconografía a que dio lugar el escritor gallego y que justifican la exposición dedicada no solo a la máscara más conocida de su tiempo sino al mayor escritor español del siglo XX.

En el catálogo de la muestra, dos amplios ensayos explican la conformación iconográfica del escritor en la plástica coetánea –José Manuel López Vázquez– y los retratos literarios a que dio lugar –Margarita Santos Zas y Luisa Castro Delgado–. Centra especialmente el primero su atención en algunos de los retratos más conocidos de don Ramón y las segundas seleccionan un buen número de semblanzas literarias extraídas de la prensa o de libros de la época. Con todo ello, el lector curioso puede hacerse una idea de cómo fue visto y comentado aquel impenitente paseante por la corte madrileña.

López Vázquez arranca su aproximación al tema con un comentario del retrato que hizo del escritor Anselmo Miguel Nieto en 1914, custodiado ahora en el Museo de Pontevedra y que lo representa como un “asceta”, sustituyendo esta imagen por aquellos años a la ya muy manoseada efigie de don Ramón como “bohemio”. Un asceta sui generis, porque su religión eran la estética y el arte tal como lo expuso por entonces en La lámpara maravillosa. El retrato propone entonces no solo una reproducción del personaje –que llegó a ser fácil por sus quevedos y su inconfundible barba con los que se conseguía el “parecido”–, sino su interpretación, asunto este medular en aquel tiempo en que las transposiciones artísticas eran habituales y se había generalizado el acoplamiento en los retratos el retratado con un personaje modélico del pasado o cuanto menos que evocara un tiempo o un estilo. Valle-Inclán, como si de un camaleón se tratara, cambia de piel en aquellos retratos y se va desplegando su interpretación no solo en torno al arquetipo del “asceta” o el del “peregrino”, sino también el del “hidalgo”.  Tomando modelos de personajes pasados célebres será representado en clave cervantina, velazqueña o a la manera del Greco. En estos retratos acabó resonando así el pasado español con lo que su contemplación es una inmersión hasta cierto punto regeneracionista y aun nacionalista en la historia española.

Convertido en centro de imantación para los artistas contemporáneos, brujuleaban unos y otros a su alrededor descubriendo facetas y proyectando ensoñaciones en su figura. Se deslíe el “parecido” –aunque quevedos y barba anclan la nave evitando el naufragio en las interpretaciones– y en los mejores casos se ahonda en la significación del personaje descubriendo otras dimensiones. Particular atención presta López Vázquez a dos retratos que firmó Castelao “Ecce homo, vera efigies del don Ramón María del Valle-Inclán” (1908) –conservado en el Monasterio de Poyo– y “Vera efigies de don Ramón del Valle-Inclán”, este de 1914 con una variación del anterior. Castelao lleva la representación hacia la caricatura y la ironía, pero con un fondo amargo, porque evoca el “varón de dolores”, que el escritor fue, con la mención cristológica que lo acompaña. Paradójica sacralización la suya, expuesta a la laceración y a la befa hasta que alcanzó el reposo definitivo de la muerte, que nadie plasmó mejor que el propio Castelao en “Valle-Inclán muerto” (1936) –Museo de Pontevedra–, perfilado en las horas inmediatas a su fallecimiento –es su máscara mortuoria de hecho– y que lo presenta anegado en su cabellera patriarcal como si de un santón oriental se tratara.

No podían faltar algunos comentarios sobre los retratos que hizo de él su buen amigo y compañero de soledades madrileñas Juan de Echevarría, recuperando su prestancia hidalga pero investida ahora de cierta calidad demiúrgica para mirar desde la altura, con una gran fuerza interior que compensa su enteca apariencia externa.

Basta este breve recorrido punteado con la mención de unos pocos retratos para comprender que en la iconografía plástica de don Ramón –está por escribir la interpretación de sus interpretaciones escultóricas, también representadas en la exposición con piezas de Victorio Macho y Santiago Rodríguez Bonome– laten y se adensan muchos de los conflictos del artista en su tiempo y al cabo resulta –una paradoja más– que aquel ciudadano extravagante fue campo de batalla él mismo y efigie máxima de la figura del artista en la sociedad de su tiempo, desdeñada y admirada simultáneamente.

La selección de retratos literarios que analizan Margarita Santos Zas y Luisa Castro Delgado confirma que nadie como Valle-Inclán aglutinó en su tiempo la visión contradictoria del escritor que asume la creación literaria como modo de vida y pone al servicio de su arte toda su energía. Y de aquí que su figura ejerciera simultáneamente tanta fascinación y tanta zozobra. Y que al mismo don Ramón le suscitara tantas preguntas el arte del retrato que si, de un lado, permite rescatar la imagen del retratado de la zapa del tiempo –situándolo fuera de él–, por otro, según haya sido representado, se llena su figura de enigmas para quien lo contempla tiempo después y debe remontar el curso del tiempo buscando el sentido originario de aquellos signos.

Esto por no hablar de la multitud de preguntas que suscita el arte del autorretrato del escritor cuando este decide trasladarlo al papel, trazando no solo una descripción de su exterioridad, sino proyectando su mundo interior. Valle-Inclán lo ensayó alguna vez y el resultado fue, por ejemplo, su memorable “Juventud militante. Autobiografía”, publicada el 27 de diciembre de 1903 en Alma Española. Sentía don Ramón al retratarse que su figura se irisaba de ecos de otros personajes: “Este que veis aquí, de rostro español y quevedesco, de negra guedeja y luenga barba, soy yo: don Ramón del Valle-Inclán…”.

Lo era y no lo era, porque él mismo sentía que su “rostro español” resultaba “quevedesco” y, sobre todo, que se confundía con el de un ente de ficción, no obstante, su “noble tío el marqués de Bradomín […] aquel gran señor, que era feo, católico y sentimental”, como él mismo. Dirá: “Cabalmente yo también lo soy y esta semejanza todavía le hace más caro a mi corazón”.

Verdad y ficción se deslíen en el autorretrato y en el retrato que se hace de otro cuando –yendo más allá de la búsqueda del “parecido”–, se trata de ahondar en la personalidad de retratado. Y por eso no resulta extraño que la imagen resultante del medio centenar de poemas iconográficos y de retratos, siluetas y semblanzas en prosa que seleccionan Santos Zas y Castro sobre el escritor resulte una imagen aún más variada que la de sus representaciones plásticas con las que establecen un inevitable diálogo. Es decir, se suman para tratar de definir aquel polifacético personaje que era el escritor, que reverberaba con brillos sorprendentes una y otra vez en los debates culturales y políticos de su tiempo.

El pozo sin fondo de la prensa atesora muchos de aquellos textos y de él se han extraído para la exposición, para que dialoguen con las imágenes y no ya solo con las imágenes contiguas de los periódicos con las que yacían enterrados en aquellos papeles amarillentos, sino con otras muchas que permiten descubrir continuidades representativas junto con piezas muy singulares.

Retratos líricos admirables como los de Rubén Darío, Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez en nada envidian a los de los grandes pintores citados, por no mencionar los que realizaron otros sobre materiales como el papel o la hojalata, que también son obras magistrales cuando los firman Moya del Pino, Vivanco o “El divino hojalatero”. Y como los de aquellos conviven con otros muchos que dejaron constancia de la silueta fugaz del escritor en sus paseos, de la semblanza de su personalidad, de la anécdota pintoresca de su opinión o del aforismo sublime en que condensaba su pensamiento para quebradero de las cabezas de quienes ahora nos acercamos a su estudio. Y gracias a ello, cien años después, su magra figura encarna como ninguna otra la imagen del artista español en aquel brillante periodo. Nuestros libros de bachillerato nos han familiarizado con él hasta hace poco, hasta que la literatura ha sido desterrada o simplemente arrinconada en el aprendizaje de las nuevas generaciones que van a tener que construir su imaginario del artista con referentes extraídos de otros medios y, desde luego, terriblemente banales en su mayor parte.

Es cierto que ya no vivimos tiempos propicios para la construcción de galerías de celebridades nacionales, salvo que quienes abanderan movimientos involucionistas se salgan con la suya. La sustitución de modelos ha llegado a tal punto que cualquier nadería extranjera llena páginas completas de los suplementos culturales de los periódicos o en la información llamada cultural de otros medios, mientras se ignora o se silencia la creación española, salvo que el creador pertenezca a la propia empresa,  grupo, escudería o cuadra, que todos los términos baraja la facundia de los publicistas. Es decir, la publicidad taimada ha sustituido al producto mismo. Y los mismos que fomentan estos disparates se lamentan a renglón seguido de la pérdida de identidad que se está produciendo. Hasta tal punto se ha pervertido la situación.

Por ello, una exposición como esta y los textos críticos que tratan de desvelar el significado de sus piezas resulta tan gratificante. Porque, a la vez que hacen visibles todos aquellos textos e imágenes, hilvanan un discurso crítico que los sitúa en un horizonte ajustado con lo que ayudan a que sean recibidas con precisión. Esas y no otras galerías de celebridades son las que importan, aquellas en las que el ciudadano se encuentra con la historia española tan paradójica siempre, encarnada en esta ocasión en la magra figura de un escritor gallego que no rehusó nunca de sus contradicciones, sino que las atizó constantemente con su verbo encendido y extravagante.

 

 

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