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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · DRAMATURGOS Y GUIONISTAS: RICARDO LÓPEZ ARANDA Y ALFREDO MAÑAS


Por Juan A. Ríos Carratalá
 

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La elaboración de un índice, con sus correspondientes epígrafes, es una tarea compleja cuando la diversidad de lo analizado puede derivar en una ordenación caótica. Esta circunstancia se hizo presente a lo largo de la investigación que finalizó con la publicación de Dramaturgos en el cine español (1939-1975). La monografía aborda el trabajo como guionistas de cincuenta y cinco autores teatrales durante el franquismo. La cifra evidencia la importancia de una actividad hasta entonces soslayada por la bibliografía crítica, pero también indica su inevitable dispersión.

La nómina de los dramaturgos catalogados por su condición de guionistas abarca diferentes tendencias del teatro de la época. El resultado es un heterogéneo conjunto de trayectorias, porque sus protagonistas mantuvieron una relación desigual con el cine y manifestaron ante el mismo diversas reacciones: odio, satisfacción, disimulo, cinismo, resignación... Algunas anécdotas acerca de esta actividad han sido divulgadas gracias a fuentes ajenas a la bibliografía académica. No obstante, el silencio de los autores impide conocer aspectos sustanciales de una tarea por entonces carente de prestigio y apenas reivindicada por quienes la protagonizaron en condiciones precarias, salvo alguna excepción nunca reconocida. Desde los guionistas ocasionales por la amistad con un cineasta hasta los profesionales contratados por una productora durante años, las situaciones de los dramaturgos en el cine varían y opté por agruparlas en función del origen teatral de estos creadores. El encaje de los cincuenta y cinco casos terminó con el inevitable capítulo de “otros autores” a modo de cajón de sastre, aunque también contara con epígrafes coherentes como el dedicado a los humoristas del 27.

Los neorrealistas, según la agrupación de Virtudes Serrano en la Historia del teatro español coordinada por Javier Huerta Calvo (2003), reflejan esa variedad a la hora de analizar su relación con el cine. El objetivo de abarcar desde Antonio Buero Vallejo hasta Antonio Gala justificó el epígrafe de “los autores de la disidencia”, a pesar de la vaguedad del término y de que entre los mismos hubiera notables diferencias. El realismo quedaba reducido a un referente común abordado desde estéticas contrapuestas. Las palabras de Carlos Muñiz corroboran esta evidencia: “El término generación realista aglutina bajo ese nombre a un grupo heterogéneo de autores aparecidos hacia la década de los cincuenta. Se trata de autores de variada tendencia, cuyo único elemento común es la adopción de una actitud abiertamente crítica ante la realidad sociopolítica española” (apud. Torres Nebrera, 1996:74). Alfonso Sastre sintetizó la misma idea: “No hay generación realista, sino un grupo con afinidad de inconformismo” (ABC, 6-V-1962) y de esta diversidad surgió la necesidad de los adjetivos para completar el concepto de realismo: simbolista, social, poético, ibérico, popular, expresionista…

La opción de Dramaturgos en el cine español (1939-1975) se ampara en un criterio admitido por los protagonistas. El objetivo del capítulo no es analizar la heterogénea producción teatral de estos autores, sino la posibilidad de que, desde la común disidencia con respecto al franquismo, pudieran escribir para el cine. Esa presencia como guionistas solo supone una hipótesis en el caso de Antonio Buero Vallejo, pero fue sustancial en el de Alfonso Sastre, aunque con una valoración que refleja su dificultad en tiempos de censura y mediocridad. Asimismo, cabe subrayar la falta de voluntad a la hora de acercarse a un medio cinematográfico menospreciado por los propios autores, todavía apegados a un protagonismo que empezaba a resultar anacrónico, incluso en los escenarios. El distanciamiento entre los dramaturgos y el cine tuvo una responsabilidad compartida, a pesar de algunas quejas (Alfonso Sastre, Miguel Mihura, Jardiel Poncela…) cuyo fundamento ha sido magnificado por la bibliografía crítica.

Los casos de Lauro Olmo, José Martín Recuerda, José Mª Rodríguez Méndez y Ricardo Rodríguez Buded fueron descartados porque estos autores nunca trabajaron como guionistas, aunque a veces mantuvieran relaciones con el cine y la televisión. Carlos Muñiz sólo colaboró junto con Juan Cobos y Eduardo Ducay en el guión de Los chicos con las chicas (1967), una película de Javier Aguirre al servicio de Los Bravos [fig. 1]. Quedaba el singular Antonio Gala, una caja de sorpresas que en esta faceta resulta divertida por lo comercial de algunas empresas acometidas durante los años sesenta. El silencio al respecto del dramaturgo en sus memorias (Ahora hablaré de mí)indica la carencia de humor en la presentación pública de los respetados creadores, al menos cuando se trata de hablar de un pasado rocambolesco. La necesidad de mantener el prestigio, aunque nadie lo cuestione, modela la recreación de la memoria y la convierte en una ficción propia de la novela certificada.

El capítulo de la monografía se completa con otros dos autores: Ricardo López Aranda (1934-1996) y Alfredo Mañas (1924-2001), ambos de talante contrapuesto como creadores y partícipes de un realismo que, en lo referente al segundo, se convierte en un término de rasgos imprecisos. Su obra inicial, La feria de cuernicabra (1956), es una adaptación del cuento de la pícara molinera y el corregidor popularizado por Pedro Antonio de Alarcón, Manuel de Falla y Alejandro Casona, entre otros [fig. 2]. La propuesta de Alfredo Mañas recrea la base folklórica desde un realismo “estilizado en las tintas de la deformación” (García Pascual, 2007:92) y se sitúa en la tradición de lo grotesco. Su segundo éxito, La historia de los Tarantos (1962), también se distancia de los parámetros del grupo neorrealista [fig. 3]. La posterior desorientación descrita por Jordi Grau (2002) le abocó a un alejamiento del teatro hasta ser recordado solo por sus títulos iniciales. Las expectativas generadas por estos estrenos quedaron en nada sin necesidad de recurrir a explicaciones ajenas al autor, que terminó sus días como empleado de la SGAE mientras escribía textos dramáticos al margen de la cartelera. Ricardo López Aranda no gozó de tantas oportunidades y apoyos porque su veta comercial resultaba menos atractiva para el público. Ni siquiera pudo concretar el concepto del realismo esperanzado sobre un escenario tras sus éxitos iniciales (y fugaces), aunque continuó su tarea creativa sin desanimarse por la acumulación de inéditos encuadrados en diversas tendencias y géneros (farsas, novelas, poesías, dramas históricos…).

El propósito inicial de esta colaboración en Don Galán era abordar las relaciones de los dramaturgos realistas con el cine. La bibliografía sobre los novelistas de la misma tendencia prueba lo significativo de un contacto que fructificó en algunas películas dignas de ser tenidas en cuenta, al tiempo que la influencia cinematográfica se percibe en la narrativa de quienes vivieron con pasión la experiencia de sentarse ante la pantalla. El riesgo de la propuesta relacionada con los colegas del teatro era volver a estudiar autores como Alfonso Sastre para reiterar conclusiones ya publicadas. La alternativa fue un análisis de las trayectorias iniciales de Ricardo López Aranda y Alfredo Mañas, que triunfaron pronto, vieron interrumpida su presencia en los escenarios y manifestaron de forma continuada su voluntad (o necesidad) de escribir para la pantalla, tanto la del cine como la de una televisión cuya programación permitía por entonces unas posibilidades ahora inimaginables.

El balance de estas trayectorias como guionistas incluye las inevitables decepciones y el carácter anodino de diferentes encargos. También figuran trabajos que prueban la viabilidad de una colaboración cuyo supuesto fracaso se suele atribuir al cine, aunque a veces los responsables fueran unos dramaturgos reacios a los dictados de la pantalla. Ricardo López Aranda y Alfredo Mañas supieron de la necesidad de ser humildes como creadores para escribir guiones, incluso de un anonimato que resulta recomendable en esta faceta. Al igual que ocurriera con los humoristas del 27, ambos miembros de la generación realista nunca vieron un enemigo en el cine o la televisión; ni siquiera el “infierno”, del que hablara Miguel Mihura. Esta favorable predisposición se concretó en el guión de Cerca de las estrellas (1961), de César Fernández-Ardavín [fig. 4], y en Los Tarantos (1963), de Francisco Rovira Beleta, incluyó otros títulos cinematográficos de menor interés y, gracias a RTVE, alumbró algunas producciones cuyo recuerdo deriva en melancolía.

Ricardo López Aranda se dio a conocer como dramaturgo en 1958 al ganar el Premio Nacional de Teatro Universitario con Nunca amanecerá, que se sitúa en la estela de Madrugada (1953), de Antonio Buero Vallejo, aunque con un exceso de trascendencia en torno a la culpa y “el pecado de la Humanidad”.A este drama de fatalista título y atormentados personajes en el mismo año le suceden La esfinge sin secreto y Esperando la llamada para culminar tan intensa creatividad con Sinfonía en gris, que obtuvo el Premio Calderón de la Barca de 1959. El joven autor había dejado atrás los estudios en el seminario, que le dieron una impronta religiosa en el tratamiento de algunos temas, y había abandonado la carrera de Filosofía y Letras porque carecía de vocación docente. Gracias a estos reconocimientos teatrales, Ricardo López Aranda optó por dedicarse profesionalmente a la escritura y se convirtió en un autor prometedor a la par que prolífico, pues durante aquellos meses tuvo tiempo para completar dos novelas y numerosos poemas que se sumarían a su colección de inéditos.

El santanderino Ricardo López Aranda se trasladó a Madrid y participó en una lectura pública de Sinfonía en gris ante varios responsables de compañías teatrales. Fruto de esta iniciativa fue el estreno del drama en el María Guerrero, con la compañía titular del mismo y bajo la dirección de José Luis Alonso. “Mi deseo ha sido poner ante vuestros ojos un trozo de vida: hombres y mujeres que ríen, aman y sueñan y que, cuando la realidad roza su mundo de ilusión, se angustian y temen, sin dejar de sonreír y esperar” (Sainz de Robles, 1962:317), explica el autor en una autocrítica propia del concepto de realismo que le caracterizó. El fatalismo de la espera se combina con la voluntad de permanecer vivos y hasta sonrientes. Alfredo Marqueríe dio su visto bueno: “la obra tiene calidad y emoción” (ABC, 6-V-1961) y los espectadores madrileños aceptaron la propuesta.

El joven autor aceptó las recomendaciones de quienes conocían los gustos del público. El título de la obra pasó a ser Cerca de las estrellas, más sugerente que una recreación del gris.El éxito en Madrid confirmó las expectativas en torno al dramaturgo [fig. 5]. Sin embargo, la tibia acogida de Noches de San Juan (1965), un drama que obtuvo el accésit del Premio Lope de Vega y ahonda en la línea del anterior con las vivencias de una modesta familia, fue el inicio de una larga ausencia [fig. 6]. La fórmula del realismo en torno a una comunidad vecinal parecía agotada. A pesar de contar de nuevo con la compañía del María Guerrero y la dirección en esta ocasión de Ángel Fernández Montesinos, el resultado supuso un paso atrás para Ricardo López Aranda que le llevaría a permanecer catorce años lejos de los escenarios. En 1978 y con motivo del estreno de Isabelita la miracielos, el autor recordaba una pregunta que le habían formulado: “¿Cómo es posible que un dramaturgo que con sus dos primeras obras, Cerca de las estrellas y Noches de San Juan, obtiene los premios nacionales de teatro Calderón de la Barca y Lope de Vega no vuelva a estrenar durante catorce años?”. La respuesta, según el autor, correspondía a los comités de censura que prohibieron sus textos (Triunfo, nº 826, p. 73). Los datos desmienten la magnitud de esta persecución, aunque Ricardo López Aranda tuviera problemas de supresiones en algunas obras. La única prohibición corresponde a una farsa de 1970 destinada al café-teatro: Las subversivas S.L. (Muñoz Cáliz, 2001). Al margen del oportunismo del dramaturgo en sus declaraciones, fruto de la conveniencia de achacar a la censura cualquier limitación, la circunstancia de un debut sin continuidad se repite en términos similares cuando se analiza la trayectoria de otros miembros del grupo realista. El balance es desalentador, pero el alejamiento de los escenarios también tuvo responsables y motivos ajenos a la censura o la mediocridad de las instancias teatrales de la época.

Al igual que en otros casos del grupo generacional, el teatro de Ricardo López Aranda había envejecido durante este período sin salir de los cajones, los textos resultaban anacrónicos y la transición a la democracia supuso una prolongación de la sequía de estrenos. Tan solo en la temporada 1983-84 y con motivo de la puesta en escena de Isabel, reina de corazones, una alta comedia sobre el destierro de Isabel II, el dramaturgo volvió a la actualidad, aunque fugazmente y antes de desaparecer por problemas de salud. Mientras tanto, su actividad creadora continuó con textos que dejó inéditos porque Ricardo López Aranda se desinteresó de publicarlos: “Su temperamento le obligaba a profesar en la orden del espíritu y desdeñar las atenciones materiales”, según Arturo del Villar, que le califica como “grafómano incorregible” (2003:17).

 

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