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1. MONOGRÁFICO

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1.5 · LIBERTAD SIN MEMORIA: LOS OTROS REALISTAS EN EL PERÍODO DEMOCRÁTICO


Por Marta Olivas
 

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Ramón Gil Novales

Nacido en Huesca en 1928, Ramón Gil Novales fue incluido de forma definitiva en la nómina de la Generación Realista gracias al estreno en 1966, bajo la dirección de José María Rodríguez Méndez, de su primera obra, La hoya, en la Cúpula del Coliseum por la Escola d’Art Dramatic Adrià Gual. La misma compañía –concretamente el equipo Josep Robrenyó– y el mismo escenario acogieron el estreno de su mayor éxito teatral hasta la fecha, Guadaña al resucitado (1966), tres años más tarde, el 6 de noviembre de 1969, que se trasladaría posteriormente al Teatro Capsa de Barcelona [fig. 12]. Esta “farsa en dos situaciones y media” sobre la opresión del caciquismo en un pequeño pueblo, fue entusiastamente acogida por la crítica. El tema de la represión de la colectividad por un individuo o, más en concreto, las relaciones entre el poder y el individuo, sería una constante a lo largo de toda su carrera. Hilarante y comprometida a partes iguales, Gil Novales subía a las tablas a una comunidad que, tras la esperadísima muerte del amo, intenta ser dueña de su propio destino, para lo cual no dudarán en acabar con un Forastero recién llegado, hijo y heredero del cacique, que puede dar al traste con sus planes y perpetuar eternamente el régimen de tiranía de su padre. De aires valleinclanescos y lorquianos y claros ecos de la Fuente Ovejuna lopesca, la pieza se inspiraba en la deseada muerte del Caudillo –de quien también se llegó a pensar que sería capaz de “amortajarnos a todos”– y sus planes sucesorios. Tal y como ha comentado el propio autor: “En Guadaña al resucitado todo el mundo vio la figura de Franco, menos la censura. Nos la jugábamos y el público sabía apreciarlo.” [Pardo, 2008: 34].

Guadaña fue estrenada en varias ocasiones desde 1969. En septiembre de 1978, está documentado un montaje en la Plaça del Rei de Barcelona a cargo de la Asociación de Actores, dirigidos por Vicente Amadeo –con Gabriel Agustí y Clara Suñer entre otros– que contó con el patrocinio de la Delegación de Cultura del Ayuntamiento y la Dirección General de Teatro del Ministerio [fig. 13]. Asimismo, el Taller de Teatro Gaditano, dentro del marco de la VI Campaña de Teatro de la Diputación de Cádiz, estrenó la versión del director del grupo, Andrés Alcántara­, el 21 de julio de 1985 en Barbate. Así hablaban de su propuesta en el programa de mano: “Tomando como base un texto del que se conserva toda su propuesta primitiva, hemos investigado sobre nuestras raíces folklóricas más próximas, intentando encontrar caminos estéticos distintos que nos permitieran ofrecer un espectáculo más novedoso y gratificante para el público. De esta forma hemos llegado a esta propuesta teatral en la que se funden la bufonada y la farsa, lo grotesco y lo esperpéntico, la payasada y el carnaval” [Redacción El Público, 1985]. Precisamente en esta línea estaban inspirados los principales elementos del espectáculo. “El estudio del vestuario, que nace directamente del disfraz de “mamarracho” […] el maquillaje, divertidas “caras pintás” […] y la escenografía a base de escaleras de distintos tamaños con cuyo desorden aparente juegan los actores para construir la pantomima final” [Redacción Área, 1985a]. El montaje de Alcántara fue bien considerado por la crítica, que la definió como “teatro para espectadores inteligentes” y destacó más su contenido reflexivo que cómico [Redacción Área, 1985b]. Finalmente, el último estreno de Guadaña al resucitado de que tenemos noticia corrió a cargo, ni más ni menos, que de un grupo oscense, La Tartana, que participó en la I Muestra de Teatro Actual; su puesta en escena fue valorada muy positivamente por la prensa [Checa, 1986].

En 1979, Gil Novales dio un giro a su línea creativa con El doble otoño de mamá bis, casi Fedra, estrenada en la Sala Villarroel de Barcelona [fig. 14]. En ella, el mito clásico aparece reinterpretado bajo el telón de fondo de la guerra civil y sus secuelas42. Sobre el escenario, dividido en dos zonas, Enrique, Eduardo y Susana presentan un juego metateatral. En el lado izquierdo, estos tres personajes representan la visión irónica y la exégesis cómica y desenfadada –con un tratamiento casi farsesco– del drama que tiene lugar en el lado derecho del escenario y ante el devenir del cual nada pueden hacer. A través de ella, Gil Novales lleva a cabo la crítica y desnuda a los personajes y sus verdaderas intenciones. Los dos planos: el trágico y el cómico, el mítico-ritual y el “profano”, el teatro sagrado y el teatro tosco se simultanean. Este escenario vacío –tan deudor de los postulados de Brook43– y su disposición se convertirán en claves recurrentes a lo largo de su trayectoria. Una escenografía muy similar encontramos en El último viaje –en lo tocante a la sobriedad– y, sobre todo, en La urna de cristal, donde también hallamos una separación escénica a partir de la cual se establecen varios niveles de ficción. Temáticamente hablando, El doble otoño… abre una línea contextual que retomará en La urna de cristal o en Nuria, otra vez: la guerra civil como transformadora de las vidas de quienes la sufrieron –generalmente a través de la aniquilación de sus planes de futuro y el envilecimiento de su personalidad–. A partir de este circunstante, la construcción de un presente radicalmente marcado por un pasado que regresa y que acaba imponiéndosele se alza como principal ítem argumental. Como veremos al hablar de la obra que cierra su Trilogía aragonesa, el afán de poder, el deseo de pertenecer a los vencedores somete a toda ligazón afectiva. Así es como Eduardo abandona a su mujer y a su hijo, Enrique, durante la contienda para cambiarse de bando. Años más tarde, Enrique viaja desde México para encontrarse con su padre y conocer los motivos de su abandono. La recreación del mito se activa cuando Susana, la nueva mujer de Eduardo, se enamora de su hijastro y, al ser rechazada por él tras una serie de encuentros, induce a su marido a matarlo para después suicidarse. La obra, estrenada el 8 de febrero en la Sala Villarroel bajo la dirección de Ángel Alonso, recibió críticas muy positivas tanto a nivel textual como interpretativo: “El doble otoño de mamá bis tiene dos virtudes principales: una de ellas, básica, la riqueza del idioma que utiliza Gil Novales para dar vida a personajes y situaciones […]. La otra […] la interpretación que matiza perfectamente el mundo en que se sitúa –también subrayada por la dirección, al establecer dos planos de acción– que mantiene la tensión dramática y salta a la farsa irónica sin un total rompimiento de la trama” [Corbert, 1979].

Pese a ser anterior a El último otoño…, la también metateatral La bojiganga (1971) se estrenó diez años después de su composición. Gil Novales sitúa la anécdota en un teatro de provincias donde una pequeña compañía representa su espectáculo ante las autoridades del pueblo con el fin de obtener su beneplácito y conseguir un contrato. A lo largo de la pieza, asistimos a la historia del teatro español –de 1941 a 1971– así como al contexto social que la generaba o los preceptos a los que debía amoldarse; todo esto desde el mismo escenario y a través de las vicisitudes de la misma compañía. Dos discursos se simultanean a lo largo de La bojiganga: el de las piezas que representan a lo largo de esos treinta años –una obra triunfalista de postguerra, un drama postbenaventino, una pieza del absurdo y una farsa guiñolesca– y el de la intrahistoria de la compañía. Se trata, pues, de una creación compleja donde no sólo el devenir del teatro sale a la palestra, sino también el de la sociedad española y los distintos estratos sociales que la integran. Revisada en 1980, fue estrenada también en el Teatre Villarroel el 24 de abril de 1981 de nuevo a cargo de Ángel Alonso. En una entrevista a La Vanguardia, Gil Novales afirmaba al respecto de la actualidad del espectáculo: “Sí [es actual] en el sentido que la estructura social que refleja la obra sigue permanente en este país. […] Y, en la representación, la hago terminar en 1975 en vez de en 1971. La obra termina con el rumor de la muerte de un ser omnipotente, que en realidad no se sabe exactamente quién es ni si se muere de veras. La obra termina, pues, con una deliberada […] ambigüedad” [Sagarra, 1981a]. La crítica de Joan de Sagarra reprochaba algunos aspectos de la puesta en escena que, por una parte, había suprimido parte del texto final y, por otra, a causa de la disposición del espacio escénico, simplificaba la figura de la alcaldía, reduciéndola, desde el punto de vista de la interpretación del espectador, a un mero símbolo de la censura franquista cuando, en realidad, podría aludir al público en general, con el cual había de abrirse un diálogo a fin de dar pie a una reflexión colectiva sobre el teatro.

Gil Novales, autor de una prolífica carrera narrativa, transformó tres de sus cuentos, “Vuelvo enseguida”, “Preguntan por ti” y “Nuria, otra vez” en obras teatrales para televisión que se emitieron en el espacio Teatro club del canal de Cataluña de Televisión Española. Más tarde, concretamente en agosto de 1978, estas tres adaptaciones llegarían al programa Teatro estudio, retransmitido a nivel nacional. Finalmente, Nuria, otra vez se estrenaría sobre un escenario el 31 de enero de 1980 en el Centro Cultural de la Villa, dentro del marco del espectáculo de la cooperativa Sobre el amor y otras cenizas del Teatro Ensayo de Madrid dirigido por Rafael Herrero44. La obra fue bien acogida por la crítica; Juan Emilio Aragonés afirmaba en Ya: “Drama psicológico desnudo, terso, bien dialogado y repleto de sugerencias. Es casi un milagro decir tantas cosas en tan poco tiempo” [Ara Torralba, 2009: xviii]45.

Tras casi diez años de la escritura de El doble otoño…,  Gil Novales comenzó a trabajar en su Trilogía Aragonesa compuesta por La conjura, La noche del veneno y La urna de cristal. Cada una de las piezas de este tríptico está consagrada a un momento de inflexión en la historia política de Aragón a través del cual se indaga en la naturaleza humana y, como ya sucediese en Guadaña al resucitado, en las relaciones entre el poder y los individuos. Del mismo modo que en los dramas históricos de Carlos Muñiz y otros coetáneos, el momento histórico teatralizado no es más que un reflejo del presente y viceversa. Así lo confirma Jesús Rubio en su espléndida edición: “La trilogía aragonesa resulta así una crónica de los años ochenta en Aragón tanto como una crónica de los tres momentos históricos del pasado seleccionados”. En 1987 está datada La conjura, obra que abre el tríptico cuya anécdota se centra en los inicios de la Inquisición en el Reino de Aragón allá por 1484 y el complot que acabó con la vida del primer inquisidor, Pedro de Arbués, un año más tarde. La imposición del Santo Oficio en el Reino por decreto de Fernando el Católico –con vistas a reducir el poder de los fueros en pro de un fortalecimiento de la Corona–, generó un descontento mayúsculo en los señores fueristas, nobles aragoneses y, obviamente, en los judíos conversos que veían con recelo cómo las acciones inquisitoriales podían poner en peligro no solo sus bienes sino también su propia vida. Algunos de ellos confabulan para asesinar a Arbués, hombre moderado en sus decisiones y que fue designado de forma involuntaria para el cargo. La segunda pieza del tríptico, La noche del veneno (1989) se centra en las conspiraciones de Antonio Pérez y la Princesa de Éboli contra Escobedo y la consiguiente caída en desgracia del primero, que se vio obligado a huir de Castilla hacia Aragón –donde fue protegido por el Conde de Aranda y el Duque de Villahermosa– para terminar entrando en Francia, dejando a su paso un reguero de represaliados por la Corona. Por último, La urna de cristal presenta el drama de la familia Barasona-Losanglis a raíz de la Guerra Civil. El padre, Alfonso, coronel del Ejército, se niega a sublevarse contra el Gobierno, lo que le lleva no solo a enfrentarse con su ambicioso primo Adrián –de ideología ultraconservadora y más tarde nombrado gobernador civil–, sino a “sacrificar” a Adelaida, su hija pequeña cuando ataca el Monasterio en el que esta ejerce la clausura debido a su posición estratégica. Su mujer, Elena, al conocer las causas que rodearon la muerte de su hija, interpreta como cobardía y traición el comportamiento de su marido y se echa en brazos de Adrián. Ambos denunciarán a Alfonso la misma noche en que regresa al hogar familiar y acaba siendo fusilado. Solo Marta, la segunda de sus hijas, lucha por conocer la verdad de lo sucedido, confiando siempre en la inocencia de su padre. Tras la vuelta de Orencio, el único hijo varón del matrimonio –que se encontraba estudiando en Alemania–, los tres hermanos presionan a Elena a fin de conocer la verdad con respecto al paradero del padre. En un arrebato tras escuchar su confesión, Orencio matará accidentalmente a su madre y Marta vengará al Coronel Barasona, asesinando a Adrián46.

Estructuralmente, resulta interesante la sucesión de “secuencias” o cuadros, casi más cinematográficos o novelescos que teatrales y el tratamiento del tiempo47 –plagado de elipsis–, así como la búsqueda de la simultaneidad a través de la interrupción de algunas escenas por otras, que resulta exigente con la capacidad de atención del espectador. Sin duda, la trilogía está excelentemente documentada –especialmente las dos primeras obras–; tanto, que su rigorismo requiere a veces de unos conocimientos previos por parte del público. Esta circunstancia, en ocasiones, “distancia” la trama y, en cierto sentido, ayuda al lector/espectador a interpretar y sacar conclusiones por sus propios medios. En el caso del tercer texto, esa distancia se obtiene a través de la disposición metateatral, puesto que la anécdota se desarrolla en el interior de la urna de cristal que se exhibe a la manera de un museo de historia y que da título a la obra. A los acontecimientos que suceden en el receptáculo “asisten” dos personajes externos a la acción: Mario y Carla. Estos dos jóvenes son guiados por Pabla, una especie de personaje mediador que actúa al tiempo tanto en los sucesos de la urna –como criada de los Barasona– y como guardiana de este “museo”. Si bien comentábamos que esta pieza es la de mayor carga de ficcionalidad o, la menos “historiográfica”, estos tres caracteres analizan los hechos como si se tratase de un producto histórico –de hecho, dentro de la propia acción aparece un historiador, Atilino, que acude a los amigos del Coronel en busca de testimonios para reconstruir los últimos días de su biografía–.Todos estos mecanismos caminan hacia una interpretación “científica” de la anécdota y un análisis distanciado de la misma que permita al público emitir un juicio personal.

Adelantábamos anteriormente que la Trilogía constituía una reflexión sobre el Hombre y su relación con el poder. En La conjura, asistimos a la muerte de un inocente Arbués, intentando conducirse equilibradamente, en medio de dos bandos enfrentados por la jurisdicción del territorio; en La noche del veneno, todos y cada uno de los personajes actúan movidos por la idea-fuerza del poder: ya sea por su conservación ­–el Rey–, por su obtención –Pérez, Éboli, don Juan de Austria…– o por reivindicación o venganza del mismo, una vez mermado o puesto en cuestión –Conde de Aranda, fueristas aragoneses,…–. Si en la primera obra, la potestad del Rey prevalecía sobre la voluntad del reino de Aragón, en la segunda se mantiene ese dominio aunque, en la figura del maquiavélico secretario, se delatan las flaquezas de un sistema y de un gobernante confundido por la desconfianza y el temor a que su autoridad se vea eclipsada. En el caso de La urna de cristal, más que el del poder, aparece el tema de la lealtad y el deber, ya prefigurado en La noche del veneno. Así, Alfonso, cumpliendo con su obligación como  militar, decide no evitar la muerte de su hija Adelaida en la guerra; Marta, leal a su padre, jamás cuestiona su integridad e indaga lo sucedido hasta el final mientras que Elena traiciona a su marido, anteponiendo su bienestar y la entrada en el “bando vencedor” a ofrecerle siquiera el beneficio de la duda.

Comentábamos anteriormente que, en tanto que dramas históricos, en el sentido pleno del término, las obras hablaban desde un pasado aplicable a nuestro presente. En el caso de la Trilogía aragonesa, Jesús Rubio considera que:

La lección de estos dramas es meridianamente clara: por debajo de la apelación a supuestas esencias nacionales o a su negación se descubren siempre otros intereses casi siempre mezquinos. Y, cuando no lo son, sus defensores no tardan en ser arrasados o destruidos. Nacionalismo y tolerancia se contradicen. El nacionalismo no es más que una máscara que se ponen quienes actúan movidos por la voluntad de poder. Y otro tanto ocurre con sus contradictores a ultranza [Rubio, 1990: xv].

En 2009 se edita la que, hasta hoy, es la última obra de Gil Novales: El penúltimo viaje, cuyo manuscrito fue entregado por el autor al Instituto de Estudios Altoaragoneses en 2008. Esta pieza en un acto, la más intimista de toda su producción, plantea el reencuentro de una pareja, Víctor y Silvia, veinte años después de su separación –como ya ocurriese en Nuria, otra vez–. Sin embargo, en este caso el encuentro se produce tras la muerte de ambos, en una suerte de “limbo”. En El penúltimo viaje, la memoria es el buscapié de la anécdota y, a lo largo del diálogo, ambos personajes irán desnudándose, re-conociéndose. Son muchos los rencores, las amarguras, las frustraciones que saldrán a la luz: el abandono de ella para intentar despegar profesionalmente en su carrera como pianista, el imperecedero amor de Víctor, la muerte del hijo de ambos y los remordimientos de Silvia… En una especie de escenario beckettiano, hosco y desértico, donde no hay salida posible ni otro quehacer más que el de esperar la completa desaparición, el “ajuste de cuentas” entre ambos se plantea inexpugnable y necesario para espantar los miedos y fantasmas acumulados durante tanto tiempo. A medida que la comunicación se desarrolla y se hace más verdadera, resulta también más cruda y demoledora para los personajes. Como bien afirma José Carlos Ara [2009], la obra es deudora de Huis Clos. Como en aquella, la mirada del otro, y la comunicación con él son entendidas como una forma de dar sentido a la “inmensa burla de la existencia”, existencia que no tiene más destino que la nada.

Desgraciadamente, Gil Novales, lleva más de veinte años sin ver interpretado uno de sus textos. En su caso, a las consabidas dificultades para estrenar con que se encontraron los autores de su generación, hemos de sumarle aquellas que se derivan de la priorización de los espectáculos en lengua vernácula en Cataluña a partir de la llegada del período democrático. Ya en 1981, con motivo del estreno de La bojiganga, Joan de Sagarra le preguntaba si a un autor castellano le resultaba difícil estrenar en Barcelona, a lo que contestaba: “En la Sala Villarroel, no. Además, lo cierto es que yo no he intentado estrenar en otro sitio. Soy un autor teatral hecho aquí y aquí sigo, y con la suerte de haber estrenado cuanto llevo escrito” [Sagarra, 1981a]48. No obstante, el sobrado talento de Gil Novales no fue garante de su asiduidad en los escenarios y La bojiganga constituyó su último montaje. Sin embargo, a su infatigable labor como dramaturgo, hemos de unir su, ya mencionada, prolífica trayectoria como narrador –en la cual destacan novelas como La baba del caracol o Voz de muchas aguas–, así como sus muchas traducciones, entre las que se encuentran textos de Arthur Miller, Virginia Woolf, Roger Caillois o Hanna Arendt.

 

Andrés Ruiz López

Este dramaturgo sevillano (1928-2009) ha sido considerado por los críticos uno de los testigos más fieles de las miserias económicas y morales de la Posguerra andaluza, durante la cual escribió sus primeras obras, de entre las que destacan Vidas en blanco (1956) o La guerra sobre los hombros (1956). Durante su exilio de casi veinte años en Suiza, generó un importante corpus textual, enraizado en sus propias experiencias y recuerdos, que se consideró cercano al teatro documento [Ruiz Ramón, 2007: 524]. Algunas de estas piezas fueron reconocidas a nivel europeo: La espera. Documento teatral dividido en seis cuadros (1961) recibió un premio en el Festival Internacional de Moscú de 1962 y Por qué Abel matará a Caín (1969) llegó a estrenarse en el Théâtre de L’Atelierde Ginebra en 1971. José Antonio Raynaud, en su estudio preliminar a la “Trilogía de la iluminación”49Rosas iluminadas, Los árboles bajo la luna y Un ramo de sal y humo– de la que nos ocuparemos más adelante, divide la producción dramática de Andrés Ruiz en dos etapas: durante y después del exilio. Si en las obras de su producción suiza “la alienación del individuo estaba provocada por motivos externos […] ahora [a su regreso a España] las causas internas de los personajes son las que les impiden reconocerse como individuos” [Raynaud, 2002: 9].

Rosas iluminadas (1980), el primero de los textos que escribe tras su vuelta y que inaugura la “Trilogía de la iluminación”, sitúa en el escenario a Rosa y Nadia, criada y señora respectivamente, en un único espacio: la habitación de Nadia. Las identidades de ambas irán confundiéndose en una mascarada. A través del intercambio de roles y del juego metateatral en una clave sadomasoquista, los secretos más íntimos de ambas saldrán a la luz. Las mentiras sobre las que se asienta la paradigmática familia burguesa de Nadia se desvelan: la homosexualidad del marido y la insatisfacción de esta y sus amantes sucesivos, la adicción a las drogas de la única hija del matrimonio… Por otra parte, la moral castradora de Rosa –que delata al resto de las criadas y las trata de forma despótica– o la muerte del hijo no deseado de Pilar –otra de las sirvientas–, nos dan buena cuenta de un tiempo de auténtica represión sexual así como el fundamentalismo religioso en pro de la salvaguarda de la moral y las terribles consecuencias que acarrea en las personas. Rosas iluminadas aborda, de nuevo, algunas de las claves de Las viejas difíciles o Los gatos desde una perspectiva más lírica pero ahondando asimismo en los roles del dominador y el dominado –o de los vencedores y vencidos– y cómo las miserias de ambos son semejantes. Al fin y al cabo, Rosa necesita a Nadia y Nadia necesita a Rosa: la una es el reflejo de la otra y se han herido mutuamente durante años. Junto a ellas, aparece Darío, el último amante de Nadia, un personaje de belleza apolínea, siempre callado, que representa la voluptuosidad, el deseo sexual explotado por la señora y reprimido por su criada y del cual ambas están enamoradas. Al final del texto, en una suerte de acto sacrificial, las dos mujeres se suicidarán, acabando así con la profunda infelicidad en que viven y que son capaces de provocar: “¡Nunca una sola muerte salvará tantas vidas!”.

Los árboles bajo la lluvia (1981) conforma la hoja central de este tríptico. Se trata de una tragedia familiar y, en concreto, del triángulo amoroso conformado por las hermanas Lola y Cristina y el marido de esta: Rafael. El joven abandonó a Lola para casarse con Cristina y se le dio por muerto durante la Guerra. No obstante, pese a ser perseguido por su ideología, consiguió sobrevivir y su esposa lo ha mantenido oculto en la casa durante años para evitar que fuera represaliado. Lola, desequilibrada por el abandono y la muerte de Rafael, lo toma por Jesucristo cuando lo ve salir de su escondite por las noches. Es un Jesucristo que ella ha reinterpretado como amante, al que se dirige en términos eróticos, y al que “invoca” a todas horas. Como espectador de este conflicto tenemos a Bruno, el hermano de Cristina y Lola; un joven afeminado y retraído, blanco de las mofas de los muchachos del pueblo y que hubo de sufrir los abusos de su padre. Finalmente, el rencor visceral que se guardan las hermanas y las mentiras que gobiernan sus vidas estallan como una olla a presión: Bruno se suicida y Rafael muere a manos de Lola. El conflicto, situado en Fuentes de Andalucía a principios de los años sesenta, tiene como telón de fondo, la expulsión de los “mayetes” –campesinos sin tierra– de los latifundios del Duque en los que trabajaban. Al igual que estos labradores, despojados de aquello por lo que lucharon durante años, los tres hermanos fueron sometidos a la represión paterna y, más tarde, vecinal que les impidió no solo desarrollar sus vidas en plenitud sino, además, llegar a conocerse a sí mismos. Este conocimiento los conducirá a la destrucción al enfrentarse directamente con una realidad que no son capaces de asumir. Como advertíamos anteriormente, citando a Raynaud, las obras de Ruiz pertenecientes al período democrático mantienen una línea más introspectiva, aunque sin perder la carga de denuncia que caracterizó su producción anterior.

Un ramo de sal y humo (1982) cierra la “Trilogía de la Iluminación” con un tono mucho más simbólico que las piezas anteriores, cargado de folklorismo andaluz e imaginería religiosa y sin un contexto histórico inmediato en que encuadre la historia. Es, sin duda la más onírica de las tres obras. Como en las precedentes, encontramos en el centro de la anécdota a cuatro personajes –de nuevo hermanos, como ya sucediera en Los árboles bajo la luna o Vidas en blanco– confinados en un único espacio: la casa familiar. De nuevo, la represión sexual lastra a Endrina, Ánima, Onuba y Mita, que viven realizando ceremonias sacrificiales en loor de la Virgen. Durante uno de estos ritos, nace Jano, que simboliza el deseo erótico ante el que los cuatro caerán rendidos y que, finalmente, será destruido por Ánima. Junto a ellos vive Adelfa, la criada, que representa la libertad y la plenitud sexual que les lleva a consumirse aún más en la noción de pecado y en la impotencia de no poder satisfacer sus pulsiones.

En 1987, Andrés Ruiz escribe una de sus obras más celebradas, Ocaña, el fuego infinito, basada en la vida del pintor y performer cantillano José Pérez Ocaña, fallecido cuatro años antes. El drama se centra en los últimos días del artista, cuando este vuelve a su pueblo para participar en el desfile de las fiestas patronales. A través del recuerdo, asistimos a la anécdota: su historia de amor con Santiago, su amigo de la infancia, desde su niñez hasta la llegada de ambos a Barcelona. La obra, cargada de simbolismo, folklore andaluz y algunos toques lorquianos –como ocurre también en la producción pictórica de Ocaña– habla del sufrimiento y la represión de aquellos que son diferentes, motivo que ya podíamos rastrear en textos anteriores. Sin embargo, en esta ocasión encontramos mayor introspección en los personajes, un auténtico buceo en las pulsiones humanas: la persistencia del amor, el deseo y la búsqueda de una identidad propia a través de la expresión artística. La figura de José Ocaña encarna esa lucha heroica por la libertad sexual frente a la represión de los códigos morales imperantes. Tanto es así, que termina siendo abrasado por el fuego de la pasión que lleva dentro. El pintor, como el disfraz que acabó costándole la vida, es un “sol” en un mundo plagado de oscurantismo. Ocaña… fue galardonada con el Premio Calderón de la Barca de ese mismo año y fue estrenada en 1994 en el Teatro Nacional de Cuba, dirigida por Nelson Dorr50.

Como se deduce de lo expuesto anteriormente, el tema del “desnudamiento” de las entrañas del alma, de sus deseos más íntimos y, en especial, de la ruptura de la represión sexual ha atravesado la obra de Andrés Ruiz desde sus inicios. El dramaturgo sevillano intenta con su teatro desenterrar las verdades que el hombre intenta negarse por respeto a unas reglas castradoras. La batalla por ser fiel a uno mismo conduce, casi indefectiblemente, a la muerte pero, ante todo, a la liberación, a la felicidad. La máscara y el silencio son siempre sinónimos de desgracia y de miseria personal; la autenticidad es sinónimo de plenitud, aunque esta se pague cara.

Al igual que Ocaña, el fuego infinito, el marco para el estreno de Vidas en blanco (1956) en noviembre de 1995 fue La Habana bajo la dirección de Dimas Rolando y Ramón Matos. En España no se había llegado a estrenar sobre un escenario, aunque se emitió a través de Televisión Española, el 5 de febrero de 1982. El reparto, dirigido por Pedro Pérez Oliva, lo encabezaban María José Alfonso, Alicia Hermida y Germán Cobo. La obra gira en torno a dos hermanas, Soledad y Gloria y su frustración sexual tras años “viviendo en blanco”. En este temprano texto, Ruiz ya adelantaba el tema de la soltería, tan revisitado en nuestro teatro –sin ir más lejos, Los gatos, de Gómez-Arcos constituiría un buen ejemplo– y que retomaría a través del personaje de Lola en Los árboles bajo la luna. Asimismo, situaba a la mujer en el centro de la anécdota teatral –al igual que en la “Trilogía de la iluminación” u Os dejo la lluvia– y destacaba el peso de la presión social y el cotilleo a los que el individuo ha de enfrentarse indefectiblemente –tratado sobre todo en Ocaña, el fuego infinito–. A pesar de la comicidad de algunas escenas, Vidas en blanco se alza como una de sus tragedias más descarnadas, puesto que a estas dos mujeres” que aún viven en un pueblo grande y todo blanco de Andalucía” ni siquiera se les concede la muerte como salida a su existencia miserable.

Con Os dejo la lluvia (1989) –Premio Ciudad de San Sebastián 1992 y ganadora del XIII Certamen Literario Ciudad de Alcázar–, Ruiz regresa a una estética más realista que las obras de la “Trilogía”, más cercana a los textos pertenecientes al exilio o inmediatos a él como Vidas en blanco, con un lenguaje más directo y personajes próximos al costumbrismo. Os dejo la lluvia es un diálogo de Emiliana Robles con su difunto marido, Anselmo, a lo largo de más de cincuenta años –desde finales de 1939 hasta 1982– a lo largo de los cuales ha conseguido sacar adelante a su hijo y su negocio. De estraperlista de izquierdas a regentar un prostíbulo y departir con los señoritos de la región, Emiliana ha sido una superviviente que ha sabido sobreponerse a las dificultades que se le han ido presentando. No obstante, no ha tenido más remedio que servirse de la mentira, la resignación y el cinismo para conseguir salvar su vida y la de su hijo Anselmo. Este decide escapar a su homosexualidad renunciando a su relación con Juan –un vecino del pueblo– e iniciando una vida religiosa como sacerdote. Tanto en el caso de la madre como en el del hijo y, al igual que sucedía en las obras de la “Trilogía”, la mentira es el pilar que sostiene las existencias de los personajes; existencias vacías y sembradas de infidelidad a causa de la traición a ellos mismos que llevan a cabo. Así lo manifiesta la propia Emiliana al dirigirse a su hijo –“Si ocultándote te sientes más puro y santo, que Dios te bendiga. […] Todo es un adorno de mentiras. Todas las mentiras sustentan a la renuncia, y resulta que la renuncia… es la auténtica vida que nos negamos” [Ruiz, 1994: 79]– o a don Valentín, uno de los señoritos del pueblo, arrepentido por su participación en la Guerra y en las posteriores represalias. Sin duda, es este uno de los diálogos más interesantes de la obra, puesto que iguala a los supervivientes de la Guerra: “Estamos muertos, Emiliana. Cuarenta años. Nos mató la mentira, la codicia ciega, esa que también imponemos a los que llegan; lo imperdonable es contribuir a la podredumbre de todos. Somos los eternos filisteos. […] Nada valió la pena, mujer […]; pero continúe engañando: hay que sobrevivir” [Ruiz, 1994: 95]. En este caso, como escenario a la anécdota encontramos la situación de la Extremadura de postguerra: el alarde religioso, la crisis agrícola, la emigración… con la que entronca la historia de Emiliana y sus vecinos. Os dejo la lluvia se estrenó en el Teatro María Eugenia de San Sebastián en 1994.

El 18 de mayo de 1995 tuvo lugar la puesta en escena del único montaje hasta la fecha de Memoria de aquella guerra. Se llevó a cabo en la Escuela de Artes Aplicadas de Melilla a cargo del grupo Concord, dirigido por José María Antón Andrés. La obra formaba parte junto a ¡Ay, Carmela!, de José Sanchis Sinisterra y Guernica, de Jerónimo López Mozo de un espectáculo titulado Tríptico de la Guerra Civil Española. Memoria… comenzó a gestarse hacia 1956 en Sevilla y fue terminada en Ginebra en 1962. El texto reflexiona sobre el sinsentido y la crueldad devastadora del conflicto a través de la figura de Ignacio Rojas. Padre de familia, maestro en un pueblo del sur de España y campesino medianamente acomodado, Rojas decide mantener una postura neutral, rechazando de plano la violencia. Sin embargo, la sinrazón y el caos desatado por los hombres de Antón, el terrateniente, acabarán con la vida de su hijo, su yerno y, finalmente, con la suya. Estilísticamente, nos encontramos ante una tragedia mucho más directa y militante que sus sucesoras, que aboga por la toma de posiciones y la participación activa en la lucha contra el fascismo –y, por extensión, en cualquier conflicto que nos interpele–. La neutralidad, por meditada y bienintencionada que sea, no es una opción frente al monstruo, totalmente carente de raciocinio, de la intolerancia y la desigualdad. Esa será la lección que Ignacio y, por ende, el espectador aprenderá a raíz de la muerte de su hijo José, idealista y luchador. Como se deduce de la propia anécdota, aunque Memoria de aquella guerra no deja lugar a medianías interpretativas, está lejos, en palabras de Miguel Bilbatúa [Ruiz, 1987: 10], “del peor “realismo socialista” –y digo del peor; es decir, de aquel que deriva los comportamientos de los individuos directamente de su condición de clase–”. Efectivamente, a pesar de su declarado ideario, los personajes tienen aristas, huyen del estereotipo, adelantando ya algunos de los rasgos que desarrollaría por extenso en las piezas compuestas a partir de su regreso en 1977 y que hemos venido señalando.

Como tristemente podemos intuir por todo lo dicho, la carrera teatral de Andrés Ruiz a partir de 1976 estuvo lejos de ser un camino de rosas, quizá debido a que nunca sometió su voluntad creadora al desdén de los empresarios. Al período democrático pertenecen también Sed de amor (Monólogo para un hombre con castañuelas) –que se estrenó en la Sala Triángulo en 1995 bajo el título Sed de amor con sabor a borrachera–, La bella extremeña o la mujer con patas de gallina (2000), Una mujer y su declaración jurada (2001) o Retrato de sombras (2002), todas ellas aún inéditas. Al igual que para sus compañeros de generación, las expectativas suscitadas tras la muerte de Franco resultaron harto decepcionantes51. Con motivo de la polémica a raíz de la cancelación del estreno de Ocaña… por el CAT, afirmaba: “Solo soy un dramaturgo en paro que ha esperado toda su vida para estrenar a los sesenta años” [Correal, 1988] y, casi una década más tarde, con motivo de la publicación de Vidas en blanco, se quejaba amargamente por haber tenido escasos estrenos y casi todos ellos, fuera de nuestras fronteras:

Ahora, al cabo de 49 años de su nacimiento, [Vidas en blanco] fue representada ¡al fin! en la Ciudad de la Habana en el mes de noviembre de 1995. Hago estas reflexiones un tanto amargas, para demostrar la verdadera situación que en nuestro país atraviesa el trabajo de la mayoría de los autores españoles y, como consecuencia de ello, mi obra en general […]. ¿Qué puedo decir más para demostrar la desidia en la cual nos debatimos la mayoría de los autores españoles? ¿Qué puedo expresar y cómo para remediar tal situación que se pierde en el tiempo? [Ruiz, 1996: 5].

 

* * *

Merced a las líneas anteriores, podemos concluir que la llegada de la Democracia no solo no supuso la revalorización de los dramaturgos que habían sido sistemáticamente silenciados por los censores durante el Régimen, sino que terminó por condenarlos definitivamente al ostracismo. Resulta paradójico que los autores que más reivindicaron la libertad sobre las tablas continuasen siendo marginados por ellas una vez conquistada. Por otra parte, no es menos trágico que el discurso de aquéllos que tuvieron la oportunidad de regresar por la puerta grande –como Gómez-Arcos, estrenado hasta tres veces en teatros nacionales– se considerasen desfasados. Si el desencanto arraigó en los escritores más reconocidos de esta generación52, qué no sucedería con aquellos aún más ninguneados por la industria teatral. En 1989, César Oliva declaraba: “Es menor la periodicidad de salidas de los antiguos realistas, muy alejados de nuevas experiencias escénicas. Muñiz, Martín Recuerda, Lauro Olmo, López Aranda han estrenado poco en relación al número de obras que siguen escribiendo. Rodríguez Buded, Gómez Arcos y Gil Novales prácticamente han desaparecido” [Oliva, 1989: 434].

Arrinconados treinta años antes a causa de una dramaturgia contestataria –y en algunos casos, innegablemente adelantada a su tiempo– y obviados treinta años después del silencio debido a esa misma dramaturgia, al ser acusados de “llegar tarde” a las nuevas tendencias escénicas. En ocasiones, pareciera que el teatro de estos autores está limitado interpretativamente a su contexto histórico inmediato, lo que conduce a considerarlo un mero instrumento surgido en y contra el Régimen. Por consiguiente, una vez desaparecido este, su utilidad y su vigencia están extintas, pese a que la estética realista superase sobradamente el período que la alumbró. No hay pues un intento de tender puentes entre lo que se representa en escena y el momento presente, ni siquiera cuando se emplean tratamientos dramáticos capaces de ser extrapolados a cualquier otro contexto –como bien reflejan las reseñas citadas–. Este ha sido uno de los crasos errores de algunos críticos e incluso de algunos montajes: en lugar de optar por una visión universalizadora y trascendente de las piezas, se las ha anclado a unas coordenadas de las que les ha sido difícil escapar. Como ya apuntábamos, esa obstinación por subrayar sus referencias más inmediatas, incita al espectador a considerar la obra solo dentro de un determinado marco temporal y, por lo tanto, ajena a su contemporaneidad, anulando así las posibilidades de trascendencia del texto. Esta lectura ha redundado en la burda generalización que considera todo el teatro escrito durante la Dictadura anticuado y prescindible. Pareciera como si, de la noche a la mañana, los ideales que representa no significasen nada53. Alberto Miralles resumía así el problema de recepción y difusión en “La memoria asesinada” [Paco, 1998: 108-109]:

Con la llegada de las libertades, todos parecieron acordarse del teatro prohibido durante el franquismo, presumiblemente bueno […] Desgraciadamente, era un teatro sobre el que se habían colocado demasiados clichés y el peor de ellos era el de haber supuesto que, por estar prohibido, debiera de ser […] bueno. La expectación fue tan grande que resultó imposible satisfacerla y los fracasos hicieron olvidar injustamente los éxitos. Pero para que el teatro fuese rechazado como un lastre, hubo que desprestigiarlo primero con la acusación de ser inservible en los nuevos tiempos […]. Era una visión de corto alcance y mezquino aliento suponer que no hubo obras escritas durante el franquismo que, llegada la democracia, podrían ser válidas. Pero, una vez creado el estereotipo, la moda se hizo imperiosa e irrectificable.

Amordazados por la Dictadura y “traicionados” por la Democracia, el único resarcimiento reservado a nuestros realistas descansa en la labor de investigadores y expertos que han ahondado en sus trayectorias y puesto en valor sus logros54 a lo largo de más de tres décadas. No obstante, aún queda mucho trabajo por hacer y muchos textos inéditos –algunos de un tiempo no tan remoto como pudiera parecer– que rescatar, máxime en un momento como el que vivimos, donde la reflexión, la denuncia y los valores éticos que esgrimía el teatro realista del medio siglo merecen ser tenidos en cuenta a ambos lados de las candilejas.



42 Para un estudio más pormenorizado de la revisión del mito, véase López Fonseca, Antonio (2006), “Rumor de clásicos: el grito de algunos autores «invisibles» del teatro español del siglo xx”, Cuadernos de Filología Clásica: Estudios Latinos, 26 (1), pp. 181-198.

43No en vano, Gil Novales fue el traductor de El espacio vacío.

44Junto a Nuria, otra vez se representaron en Sobre el amor y otras cenizas los textos: Apaga la luz, de Rafael Herrero y El locutorio, de Jorge Díaz.

45 Referencia en Pérez Jiménez, Manuel (1998), El teatro de la transición política (1975-1982): recepción, crítica y edición, Kasel, Reichenberger –apud Ara Torralba (2009: xviii)–.

46 Se trata, como ya apuntó Jesús Rubio [1990], de una especie de reinterpretación de la Orestíada en la que Agamenón-Alfonso es asesinado por su mujer, Clitemnestra-Elena y su amante Egisto-Adrián como represalia por el sacrificio de su hija Ifigenia-Adelaida. Electra-Marta y Orestes-Orencio serán quienes venguen la muerte de su padre a través del asesinato de la pareja. A este respecto, resulta harto recomendable la lectura de Paco Serrano, Diana de (2003): “Ramón Gil Novales. La urna de cristal”, en La tragedia de Agamenón en el teatro español del siglo xx, Murcia, Universidad, pp. 279-287.

47 Destaca especialmente la ruptura de la linealidad con anticipaciones y regresiones. Por ejemplo la anticipación que sucede hacia el final del segundo acto de La conjura, cuando el diálogo entre el abad de San Juan de la Peña y Lope Ximénez de Urrea nos revela el destino posterior de algunos de los conjurados, secuencia  que es interrumpida por la siguiente escena –la de la perpetración del crimen– y es retomada como broche final de la obra.

48 “Cuando Barcelona ha recuperado su vitalidad teatral, acompañada de la defensa del idioma, Gil Novales –como Rodríguez Méndez, Pérez Casaux, sanchos Sinisterra […]– ha pasado al ostracismo de quienes manejan el castellano como lengua literaria en la comunidad catalana”. [Oliva, 1989: 323].

49 Esta denominación pertenece a Antonio José Domínguez, el gran estudioso de la obra de Andrés Ruiz. El estudio que acompaña a la edición de 1985 de Ocaña, el fuego infinito titulado “El teatro de Andrés Ruiz” [Madrid, El Público, pp. 9-20] es de obligada lectura.

50 En 1988, un proyecto del Centro Andaluz de Teatro, subvencionado por la Junta de Andalucía estaba llevándose a cabo bajo la dirección de Juan Diego, que también interpretaría el rol principal. Finalmente, el estreno previsto para noviembre de ese mismo año nunca llegó a efecto por desavenencias entre Diego y Ruiz [Domínguez, 1996: 15; Correal, 1988: 32].

51 Antonio José Domínguez [1996: 14] concretaba: “Su regreso a España coincide con el restablecimiento de la democracia. Y, a partir de ese momento, paradójicamente comienza otro exilio: su teatro no es tenido en cuenta ni por la empresa privada ni por los gestores de los teatros públicos. Título tras título se fueron acumulando los ya inéditos de su etapa en Suiza”.

52 “José María Rodríguez Méndez confesaba: “Al cabo de tantos años, me siento un desconocido, especialmente en mi país, para el que escribí toda mi obra”. Algo después José Martín Recuerda dejaba ver sus quejas: “Y ahora […] todo me parece peor, que ya es decir”, y Lauro Olmo su perplejidad: “No tiene explicación el que hoy, precisamente hoy, un autor de mis características pueda sentirse marginado” [apud Paco, 2004: 154].

53 Cuando Fernández Insuela [1991: 9] le preguntaba a Muñiz sobre la vigencia a finales de los ochenta y principios de los noventa de los criterios estéticos y éticos que habían regido su trayectoria durante la dictadura, este contestaba: “Me resulta muy difícil responder a esta pregunta porque es que no hay criterios. Si usted contempla el panorama teatral […] se encuentra con un vacío sobrecogedor en España. No sé si habrán sido los gobernantes, si habrá sido la estructura llamada democrática y que en algunos aspectos yo dudo mucho que lo sea, pero lo cierto es que no hay tales valores en la mayoría de lo que se representa”. 

54Así lo advertía ya César Oliva a finales de los ochenta:

Estos dramaturgos son los primeros en el teatro español que ganan su reputación más fuera que dentro de los escenarios. Los autores que se incluyen en historias y manuales suelen hacerlo por sus estrenos; algunos, los menos, por las impresiones de sus obras. A partir de los realistas se llega al caso límite de carecer, a veces, de ediciones. Sin embargo, todos estos tienen una bien ganada fama, y prestigio que los hace más conocidos entre estudiantes y profesores que por el propio público teatral. Los realistas representan, pues, un fenómeno incompleto en el teatro, ya que todos han conseguido el favor del estreno, pero de forma intermitente y con regular éxito. A partir de ellos se hará más notorio el problema para la programación habitual de los autores españoles contemporáneos y, por consiguiente, la consideración dentro del teatro español. [Oliva, 1989: 285].

 

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