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1. MONOGRÁFICO

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1.5 · LIBERTAD SIN MEMORIA: LOS OTROS REALISTAS EN EL PERÍODO DEMOCRÁTICO


Por Marta Olivas
 

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Alfredo Mañas

Con una línea dramática fuertemente influida por los clásicos, la farsa y el teatro popular, Alfredo Mañas Navascués (1924-2001) fue uno de los valedores del folklore como catalizador del sentimiento, del arte más auténtico y espontáneo. Hombre de teatro total, consiguió, mediante una formación autodidacta –y tras haber trabajado como esquilador o barbero–, estrenar en 1952 Tiempo de luz, de la mano del Teatro de la Juventud que él mismo había ayudado a formar. Más tarde, concretamente en 1956, llegaría uno de sus éxitos más reseñables, la alarconiana Coplas para el Corregidor y la Molinera, representada primero en París, donde gozó de una buena acogida, y en el Teatro Romea de Barcelona después, dirigida por él mismo. La pieza cambiaría su título por La feria de Cuernicabra en 1957 para su gira por España, en la que contó con un reparto de excepción, nada menos que José María Rodero y María Asquerino. El suceso fue tal que llegó a estrenarse en el Colón de Buenos Aires. En 1962 acontecería, quizá, su mayor éxito como dramaturgo junto con La feria de Cuernicabra: Historia de los Tarantos, que alcanzó las cien representaciones y cuya fama se vio acrecentada gracias a las adaptaciones cinematográficas de Francisco Rovira Beleta en 1962 –bajo el título Los Tarantos25 y a la de Vicente Escrivá de 1981: Montoyas y Tarantos. Después vendrían La feria del come y calla (1964) –una farsa de tono más infantil–, el libreto para Antología de la tonadilla (1964) o Don Juan (1966), una nueva recreación del mito a través de materiales procedentes de los distintos autores que lo revisaron.

Mañas llevó a cabo una intensa labor como adaptador. Versionó obras ya clásicas del siglo XX como La malquerida –que montó en el Lara Juan Guerrero Zamora con Carmen Bernardos– o el ballet a partir de Bodas de sangre –estrenado por la compañía de danza de Antonio Gades en 1974– y destacó asimismo como adaptador y guionista radiofónico, cinematográfico y televisivo. El último viaje, que le llevó a ganar el Ondas en 1954; El cristo del océano (1971) –a partir de la historia de Anatole France y en colaboración con Federico de Urrutia y Miguel Oliveros Tovar– o la adaptación para la gran pantalla de El diablo cojuelo a partir del texto de Vélez de Guevara que protagonizó Alfredo Landa –ambas dirigidas por Ramón Fernández– son algunos de sus trabajos más sobresalientes.

Llegada la Democracia y, como sucedió con la mayoría de sus compañeros de Generación, el Mañas dramaturgo no gozó de la atención que hubiese merecido. De hecho, su labor como adaptador llegó a eclipsar a la de creador, en gran medida a causa de su colaboración con José Luis Alonso cuando este estuvo a cargo de la dirección del Teatro Español. En esta época, versiona no solo clásicos o novelas sino también obras dramáticas prácticamente contemporáneas como Hablemos a calzón quitado, de Guillermo Gentile, que Walter Vidarte subió a las tablas del Teatro Arniches en 1976.

El 25 de diciembre de 1986 estrena su exitosa versión de Miau26, dirigida por Manuel Canseco y protagonizada por Luis Escobar y Carlos Mendy en el Teatro Lara de Madrid [fig. 7]. Mañas era un auténtico enamorado de Galdós y conocía bien su obra. Como mencionábamos anteriormente, ya había estrenado una muy celebrada Misericordia en 1972 bajo la batuta de José Luis Alonso, así como el guión cinematográfico de Marianela, dirigida por Angelino Fons ese mismo año. En 1994, volvería a reencontrarse con otras viejas amigas; La Raimunda y La Acacia, gracias al espectáculo de la compañía Teatro de Danza Española, de Luis Dávila “Luisillo”, que partió de la revisión del trabajo sobre La malquerida que Mañas realizase para el montaje de Juan Guerrero Zamora en 1974. Protagonizada por Esperanza Roy, esta versión bailada y “libérrima” de la obra de Jacinto Benavente realizó una gira por varios teatros y llegó a estrenarse el Centro Cultural de la Villa en septiembre de 199627.

De igual modo, siguió desempeñando una activa labor como guionista. Como muestras, véanse el western mexicano Las mujeres de Jeremías Sánchez (1980) –también de Ramón Fernández–, la versión cinematográfica del ballet Bodas de Sangre (1980) que dirigió Carlos Saura [fig. 8]; Las siete cucas (1981), Felipe Cazals; la adaptación para Televisión Española –en colaboración con Francisco Regueiro– de La viuda valenciana28 o los guiones de la serie Jarabe (1985), de Juan Antonio Bardem. Mañas realizó asimismo algunas incursiones en la dirección escénica. Destaca, por ejemplo, Seascape –la obra que le valió el Pulitzer a Edward Albee–, estrenada en la Sala Cadarso en 1983, con versión de Achero Mañas Amyach y Paloma Lorena.

Lamentablemente, como veníamos adelantando, la presencia en los escenarios de Alfredo Mañas desde el punto de vista autorial se reduce a algún estreno absoluto aislado29 y varios montajes de Historia de los Tarantos30. Lejos de ser solo un consabido remedo de aquella de los Capuletos y Montescos, La historia…, como ya sucedía en La feria de Cuernicabra, bebe de las fuentes del lirismo más folklórico intentando, quizá, recuperar la tradición del teatro andaluz a través de la veta neopopularista abierta por Lorca –no en vano, los expertos han señalado en infinidad de ocasiones las concomitancias que guarda el drama de Mañas Navascués con Bodas de sangre o con la estética del primer Lorca31. Las dos familias, enfrentadas por viejos rencores, representan dos estratos de la sociedad, dos formas de entender la vida contrapuestas, dos mundos irreconciliables a causa de un odio que acaba arrastrando a sus descendientes a la tragedia. La superación de las diferencias –sea cual sea su naturaleza– a través de la fuerza del cariño es el principal mensaje del autor aunque, en este caso, la voluntad de cambio resulte infructuosa. Así pues, la victoria del amor en Historia de los Tarantos es una victoria a medias que, extrapolada a una lectura histórica alusiva a las dos Españas o a la “lucha de clases”,  resulta descorazonadora. En la “Autocrítica”, Mañas afirmaba: “El hombre es una pasión inútil, ha dicho Sartre. Yo pienso muchas veces que España entera y de arriba abajo es una pasión inútil. Con La historia de los Tarantos, he pretendido reflejar una parcela de esa pasión española tantas veces absurda, retórica e inútil” [Sainz de Robles, 1963: 321].

El Teatro Andaluz, con Luis Berenguer en la dirección y un elenco que reunía a actores, cantaores y bailaores –entre los cuales destacaban Rosa Durán, “La Contrahecha”, Felipe Sánchez y Fernando Sánchez Polack en los principales papeles–, estrenó el primer montaje desde 1962, el 21 de junio de 1979 en el Teatro Reina Victoria de Madrid. Más que de una mera “reposición” de Historia de los Tarantos, esta puesta en escena exploraba las posibilidades expresivas que el texto dramático bosquejaba, generando un espectáculo que podría considerarse como independiente de su predecesor. Para ello, Berenguer optó por una acentuación del componente folklórico que daba preponderancia al cante y al baile sobre la palabra. Así lo explicaba a Diario 16: “Mañas y yo hemos trabajado en mesa el texto, a fin de conseguir que lo musical entrara en el momento oportuno. Para mí el cante y el baile son una expresión superior que aparece cuando la palabra se agota. Todos los que proveníamos del teatro y los que venían de experiencias flamencas […] queríamos, supongo, intentar eso que en expresión pedante se llama «teatro total»” [Bayón, 1979]. La prensa acogió la propuesta, en general, favorablemente, encomiando el esfuerzo que suponía conjugar no solo lenguajes distintos, sino también profesionales venidos de mundos diversos y, con todo, resolver el lance airosamente: “El jondo no se incorpora forzadamente a la estructura del drama sino que se revela como una parte natural de esta estructura […]” [Fernández-Santos, 1979]; “perfecta y armónica sincronización entre el texto, el cante y el baile […] Luis Balaguer supo conjuntar las tres aportaciones del espectáculo, demostrando un claro entendimiento del mismo” [García-Osuna, 1979]. Especialmente interesante resulta la observación de Álvaro Ibernia en Sábado Gráfico, donde aprecia la introducción del flamenco “en su contexto” como un mecanismo que lo revaloriza y ayuda al lego a apreciarlo. Solo Manuel Gómez Ortiz en Ya se mostró extremadamente despectivo con la pieza: “El resto es una sarta inacabable de tópicos añejos, de metáforas rancias y pobres que suenan a torpe parodia de Lorca. […] Todo el espectáculo es sosamente paródico: aburrido además. Es una guasa plúmbea” [Gómez Ortiz, 1979].

En la temporada 86-87, el propio Felipe Sánchez, bailaor en el montaje del Teatro Andaluz, dio forma coreográfica al drama de Mañas en Los Tarantos, estrenado por el Ballet Nacional de España con música de Paco de Lucía. Merche Esmeralda “La Tartana”, Aída Gómez y Antonio Márquez actuaron en los roles protagónicos y fueron alabados por los expertos, especialmente la primera –“Encuentra sus mejores momentos bailados sobre guitarra y cante «jondo» en su estilo más desgarrado y trágico, con el cante de las minas al fondo, áspero y viril y, en ocasiones, desolado, como corresponde a la trágica historia […]. Protagonista excepcional fue Merche Esmeralda «La Tartana», bailaora y actriz de enorme garra que convierte la escena en un puro acontecer gitano.”–, afirmaba Ruiz-Coca [1987] en su crítica para Ya.

El 3 de marzo de 1999, alumnos de cuarto curso de Dirección de la Escuela Superior de Arte Dramático de Murcia volvieron a subir al escenario a Ismael “El Taranto” y Juana “La Camisona”, esta vez en su versión teatral, en un montaje de María Dolores Rubio a cuya representación asistió Mañas. Carmen y Matilde Rubio, hermanas de María Dolores y directoras del Ballet Español de Murcia, actuaron como protagonistas.

La última puesta de este drama hasta el momento fue, en realidad, una versión. Se trata del musical flamenco Tarantos, una impresionante producción de Focus, Barcelona Teatre Musical y Antares [fig. 9]. Emilio Hernández, como director y autor de la adaptación; Chicuelo a cargo de la música; Javier Latorre responsable de la coreografía y Tomatito, compositor del tema central de la obra, fueron los principales responsables del espectáculo, estrenado el 20 de septiembre de 2004 en el Barcelona Teatre Musical. El ambicioso despliegue de medios técnicos y humanos, así como su importante presupuesto –nada menos que dos millones de euros– intentaron hacer de Tarantos una obra total que sentase un precedente en el ámbito escénico en español, el único “musical flamenco autóctono” [López, 2004]. Meses antes del estreno, Hernández afirmaba: “Tarantos tendrá muchas canciones, mucho texto y mucho baile […] reflejará el drama de la marginación a través de tres generaciones, de tres historias de amor que nos conducen desde la España del hambre hasta la de la riqueza que alcanza a todos” [Martorell, 2004]. Efectivamente, a ese “barrio en un gran pueblo junto al mar” en el que Mañas situó la acción en 1962, y que Rovira Beleta concretó en Barcelona, Emilio Hernández le puso nombre: Somorrostro, un antiguo poblado gitano de la capital catalana. Filmaciones históricas de aquellas chabolas –fagocitadas hoy por el Hotel Arts o el Port Olimpic– aparecían en la representación quizá como símbolo del cambio de los tiempos y de las oportunidades que el futuro puede llegar a ofrecer. Tarantos focaliza el mensaje de su predecesora en la marginación sufrida por el colectivo gitano para, en segunda instancia, universalizar ese mensaje de concordia y confianza en el porvenir al que aludíamos anteriormente. El que fuese antiguo director del Centro Andaluz de Teatro, consideró que el nuevo montaje aportaba una interpretación “más abierta y poética” que las versiones teatrales y cinematográficas anteriores [López, 2004]: “Tarantos es el musical de la pasión del amor, de la pasión del sufrimiento, de la pasión del odio, de la pasión del dolor […] Este es el musical de los olvidados pero también el de la esperanza” [Cuadrado, 2004] y le dedicó el espectáculo a Alfredo Mañas. Esta última lectura cristaliza en el amor de los dos jóvenes, tercera generación de Tarantos y Zorongos, que huyen e intentan iniciar una nueva vida lejos del enfrentamiento que ha destrozado a sus familias e impedido el amor entre sus padres y abuelos32. En la coreografía, el transcurso del tiempo se advierte a través de un viaje desde el flamenco más puro hasta la fusión que conoció su auge durante los años ochenta y noventa. Chicuelo, por su parte, elaboró un repertorio musical variado tocando –nunca mejor dicho– todos los palos: soleás, alegrías, seguiriyas, rumbas, alegrías o tangos, se daban cita sobre las tablas. La escenografía, obra de Rifail Ajdarpasic y Ariane Isabell Unfried, era escueta y encerraba la acción en una estructura metálica en tres niveles, correlativos a las tres generaciones que aparecían en escena. El vestuario, obra de María Araújo, tenía un carácter atemporal y universal, huyendo de los tópicos.

En general, la crítica acogió favorablemente a este musical flamenco, aunque hubo quien echó de menos a aquella Carmen Amaya [Burruezo, 2004] que interpretó en la película de Rovira Beleta el papel de la Taranta. No obstante, Carmelilla Montoya, que encarnó a la matriarca en esta ocasión, fue bien considerada, así como Ana Salazar en el papel de Juana Zorongo, señalada por los expertos como el gran descubrimiento del montaje. Tras haberse representado en la Acrópolis de Grecia, Tarantos llegó al desaparecido Teatro Albéniz de Madrid el 11 de septiembre de 2005, en el que permaneció hasta el 2 de octubre cosechando reseñas entusiastas en prensa [Carrón, 2005].

Alfredo Mañas falleció el 18 de enero de 2001 con muchas obras esperando ser estrenadas. De ellas habla Jorge Grau en la biografía que le dedicó, donde apunta algunos títulos: En el callejón de la muerte de Hacienda o ¡Qué malas son las mujeres buenas! A la primera se refiere como un “sorprendente monólogo del presunto suicida que ve frustradas sus intenciones cuando la situación le empuja a evitar otro suicidio al que está a punto de asistir” [Grau, 2002: 318] y ¡Qué malas son las mujeres buenas! parece ser una reflexión “mucho más lúcida de lo que su enloquecida estructura podría suponer, sobre su propia experiencia con el género femenino” [ib.: 319]. Manuel Gómez García [1998: 510], por su parte, menciona otras piezas como La monja o Detrás de toda mujer que triunfa hay el cadáver de un hombre –presumiblemente el título alternativo para ¡Qué malas son las mujeres buenas!–.

Precisamente en el volumen de Grau publicado en 2002, aparece una de sus últimas creaciones, Los suicidas altruistas (1996), perteneciente a su “Trilogía republicana” –junto con la adaptación de Doña Perfecta y Felipe II visto por la vasca, troncos, que permanecen inéditas. Según su biógrafo, los dos temas que llegaron a obsesionarle con intensidad creciente fueron la monarquía –como dramático absurdo– y el suicidio.  Precisamente esos dos ejes son los que rigen esta obra en un acto. Se trata de una sátira política construida a partir del diálogo entre dos republicanos decrépitos: Jesús y Gumersindo que, entre copas de vino y loas a la “Niña República”, repasan la historia de la monarquía española durante la noche del Viernes Santo de 1996, tres meses después de la victoria del Partido Popular en las elecciones generales. Esa misma madrugada, tienen previsto salir a cubrir Madrid de pasquines y pintadas reivindicativas. Durante la charla, trufada de jotas y cantares populares, se conjugan mordaces críticas a los políticos pasados y presentes, el “análisis cómico” de los primeros pasos del gobierno de José María Aznar –sus pactos con Pujol y Arzalluz para alcanzar la mayoría…– y sus dolientes recuerdos como represaliados por el Régimen. En un arrebato de “desesperación republicana” y, siendo conscientes de que la Tercera no llegará, deciden arrojarse por el balcón, arropados por una bandera republicana, justo al paso de la procesión del Cristo de Medinaceli. Esta tragicomedia –de clarísimas influencias valleinclanescas y destellos quevedescos– está cargada de humor pero también de amargura crítica a raíz del descontento por la pérdida del “San Joderse de la República Coronada”, esto es, del gobierno de izquierdas en España.

Al igual que sus coetáneos, Mañas no volvería a estrenar ninguna obra ni a publicar los inéditos a los que nos veníamos refiriendo. La visceralidad de sus piezas y su vehemente e inextinguible compromiso –todavía hoy incómodo para cierto público– podrían ser los responsables de su ausencia de los escenarios. Así se pronunciaba Jorge Grau al respecto: 

No es, pues, de extrañar que cuando empresarios y actores leían sus obras, se sintieran presas del pánico y le contestaran con habilidosas negativas o incluso con el silencio. Las he leído todas y puedo dar fe de la fuerza y pasión con que fueron escritas; pasión y fuerza que, todo hay que decirlo, a veces rayaban en la locura. Nunca quise juzgar la calidad de estas últimas obras, entre otras cosas porque a mí me impactaban por diversos motivos. Nunca discutí las obras pero sí la oportunidad de su adecuación en el mercado, puesto que yo deseaba que se estrenasen y que, además, gustaran. [Grau, 2002: 317]

 

Ricardo López Aranda

Ganador del Premio Nacional de Teatro Universitario en 1958 con Nunca amanecerá y del Premio Nacional de Teatro en 1960, gracias a Sinfonía en gris –retitulada como Cerca de las estrellas–, que subió a las tablas Teatro María Guerrero un año más tarde, el que fuese Jefe Nacional del TEU en 1961, Ricardo López Aranda (1934-1996), se convirtió en uno de los dramaturgos más reconocidos de su generación. Llegó a estrenar casi una decena de obras hasta 1975, de entre las que destacan, además de las ya mencionadas, Noches de San Juan –montada por primera vez en1965, también en el María Guerrero y accésit del Lope de Vega–, Los extraños amantes (1974), Isabelita la Miracielos (1974), El pájaro del arco iris (1975) o la obra infantil El cochecito leré (1966, 1967 y 1974).

Al igual que otros compañeros como Carlos Muñiz o Alfredo Mañas, López Aranda ejerció como adaptador y guionista. El Buscón (1972), Don Quijote de la Mancha (1973), La Celestina (1973) son algunas de sus versiones más memorables. Asimismo, autores europeos como Maeterlinck –El pájaro azul musicada por Carmelo Bernaola (1967)–, O’Casey –Juno y el pavo real (1974)–, Molière –Las mujeres sabias (1974)–, Schiller –María Estuardo (1975)– o Ibsen –Un enemigo para el pueblo (1975)– también fueron adaptados por él. De 1965 a 1971, López Aranda trabajó en el Departamento de Guiones y Adaptaciones de Televisión Española, donde escribe numerosos capítulos de la serie La Novela33, así como los doce de El juglar y la reina, inspirada en el Romancero. A él le debemos también el guión de Tormento –dirigida por Pedro Olea en 1974­– o el del giallo italo-español Marta basado en la obra de Juan José Alonso Millán –dirigido por José Antonio Nieves Conde y protagonizado por George Rigaud y Jesús Puente– entre otros. El programa televisivo “Estudio” 1 pondría en escena algunas de sus obras –Cerca de las estrellas, El ajedrez del amor, Isabel y María en 1966 y Noches de San Juan y Páginas sueltas en 197134–. López Aranda entendió su labor como adaptador y guionista no solamente como una manera de ganarse la vida, sino también como un método para seguir creciendo como creador a la espera de un cambio en las circunstancias políticas. A este respecto, afirmaba en 1978: “Este trabajo constante, minucioso, me ha mantenido vivo profesionalmente, con todo lo que esto supone. Terminada la dictadura, reemprendo mi carrera teatral, que las circunstancias políticas amordazaron durante años.” [El País, 1978].

Las declaraciones anteriores pertenecen precisamente a su primer estreno en democracia, Isabelita la Miracielos, el 7 de noviembre de 1978 en el Teatro Barceló bajo la dirección de Victor Andrés Catena35. Tras catorce años sin ver en los afiches ninguna obra de su autoría, López Aranda regresaba de la mano de un reparto de excepción: Amparo Baró, Vicente Parra, Terele Pávez, Asunción Sancho, María Carmen Duque y Pilar Muñoz. La pieza recibió buenas críticas, sobre todo gracias al personaje principal que la intitula y en torno al cual gira todo el conflicto: Isabelita. Era esta una creación muy teatral; una figura angelical, disfrazada de “tonta del pueblo”, mucho más bondadosa y cuerda que los que la rodean. Por primera vez en su vida, la llegada de Miguel le hace no solo conocer el amor sino también “nacer al Mundo”, un mundo que le había sido totalmente ajeno a causa de su analfabetismo y del ninguneo de los paisanos del pueblo. Capaz de darlo todo por una relación que juzga sincera, sus sueños se ven truncados cuando la esposa de Miguel aparece en el pueblo exigiendo “lo que es suyo” sin ningún tipo de compasión o escrúpulo. Isabelita nos recuerda a la Aurelia de La loca de Chaillot –que tradujo y adaptó ni más ni menos que Gómez-Arcos a principios de los sesenta– o a la Genoveva de La casa de los siete balcones, de Casona. Precisamente el ambiente rural, el lirismo del personaje y los tintes de melodrama de la tragicomedia de López Aranda, la sitúan cerca de algunos de los dramas más emblemáticos del asturiano –a pesar de que en aquella encontremos cierto esperpentismo en algunas escenas y personajes–. La soberbia interpretación de Amparo Baró –tenida por Antonio Valencia [1978] o Lorenzo López Sancho [1978] como la mejor de su carrera hasta el momento36– impulsaron el éxito de la obra, realmente reseñable. Precisamente la entidad de la figura protagónica llevó al resto del dramatis a languidecer a su lado y rozar la tipificación, especialmente el personaje masculino, señalado por la crítica como el más endeble. No obstante, Julio Trenas [1978] lamentó que la historia de esta “criatura llena de verdad y emoción” en la que el autor había puesto “mimo y ternura” eclipsase la línea argumental que parecía dibujarse durante el estupendo arranque de la obra, enfocado hacia la desfachatez de los caciques rurales y las clases adineradas –”capaz de ahondar en las desgracias, miserias y alegrías de un pueblo y en el cinismo y sordidez de quienes disponen de él a su antojo, como de un bien propio. El bien apuntado tema, se reduce, no obstante, a lo episódico”–.

López Aranda calificaba Isabelita la Miracielos como la historia de una “redención frustrada”, la de Miguel, un político urbanita que se reencuentra a sí mismo en el pueblo, gracias a Isabelita, pero al que le falta valor para renunciar a las prebendas de su cargo y al status social que le brinda la relación con la familia de Esther. Esta tragicomedia sobre la indefensión de los más débiles, de los iletrados, la libertad que supone la cultura y la falta de escrúpulos de un mundo vendido al dinero y al poder fue definida por el autor como “una obra actual, reciamente española por su tema y tratamiento, enraizado en nuestra tradicional forma de hacer teatro. Todos los profesionales que intervienen están al servicio de la obra, únicamente una obra de teatro sin inventos extraños, sin alardes ni «claves políticas oportunistas», pues lo que hay en ella de «político» lo es «de siempre», y puede ser referido a cualquier país. En la obra nadie desnuda su cuerpo. El alma, sí: todos los personajes y hasta la raíz” [El País, 1978]. No obstante, contrariamente a este parecer, algunos críticos tildaron de “anticuada” la obra de López Aranda a causa del maniqueísmo de los personajes, el mensaje político y a esa carga melodramática a la que aludíamos anteriormente. Lorenzo López Sancho fue especialmente reprobatorio: “Isabelita la Miracielos podría haber sido estrenada hace catorce años. Y quizá veinte años antes también. […] Hay tanta abstracción, tanta generalización, tanta literaturización en la peripecia que Aranda ha construido, que acaba por no importarnos nada de lo que allí acontece […]. El tiempo en que vivimos exige otros tratamientos” [López Sancho, 1978]. Isabelita la Miracielos se reestrenó cinco años más tarde en Queens, Nueva York, concretamente en la Sala Thalia a cargo de la compañía Thalia Spanish Theatre, bajo la dirección de Braulio Villar y con la participación de la actriz y empresaria teatral Susan Rubyn.

En 1980, López Aranda acometió la adaptación del guión de la exitosa serie de televisión Fortunata y Jacinta junto con Mario Camus y Pedro Ortiz Armengol, protagonizada por Ana Belén, Maribel Martín, Mario Pardo y François-Eric Gendro37. En esas mismas fechas, Manuel Manzanaque monta en el Teatro Espronceda su versión de La Celestina, Calixto y Melibea. Un año más tarde, se traslada a México D.F. por motivos de trabajo y es nombrado vicepresidente en el Congreso Mundial de Teatro de la UNESCO. Allí se estrena su versión de El sombrero de tres picos y recibe el encargo de Juanjo Seoane para escribir el que constituiría el mayor éxito de su carrera: Isabel, reina de corazones.

Esta obrase estrenó el 19 de septiembre de 1983 en el Teatro de la Comedia bajo la dirección de Antonio Mercero, que debutaba en el teatro junto a Nati Mistral –para quien López Aranda había escrito el papel y que volvía a los escenarios tras once años de ausencia, desde la Medea dirigida por Alberto González Vergel–, Concha Montes, Aurora Redondo, Víctor Valverde y Vicente Parra. Isabel… supuso un auténtico clamor y fue, sin duda, uno de los espectáculos más exitosos de principios de los ochenta [fig. 10]. Según los datos facilitados por María del Mar Rebollo [1998] en su estudio preliminar a la edición de la Asociación de Autores de Teatro, la pieza alcanzó 239 representaciones y recaudó en taquilla más de 55 millones y medio de pesetas. El espectáculo nos presenta a la reina Isabel II durante su exilio parisino en el Palacio de Castilla. Allí permanece, rodeada de los suyos, tal y como la recuerda la tradición popular –rijosa, vivaracha y profundamente humana–, hasta que recibe la visita de un escritor español; nada más y nada menos que Benito Pérez Galdós. La amistad entre ambos será el hilo conductor de la obra, que repasará, unas veces a través de los recuerdos –en el caso del primer acto– y otras mediante la acción en presente –en el caso del segundo– algunos hitos verídicos de sus últimos años –el matrimonio y la muerte de Alfonso XII, el nacimiento de su nieto Alfonso XIII,…– y otros ficcionales: su reencuentro con el General Serrano –una patética escena grotesca–, el “ajuste de cuentas” con Francisco de Asís y su amante, Ramos Meneses –sin duda, uno de los momentos álgidos del drama–, así como un idilio con “El Garbancero” en una ensoñación previa a su muerte. La visión de la monarca, lejos de ser crítica, resulta tierna y conciliadora. Desde el inicio, la autenticidad, la cercanía, la egregia campechanía borbónica y la persistente morriña –evocada escénicamente varias veces a lo largo de la obra a través del silbido del tren en que marchó al exilio– son las señas de identidad del personaje, tratado con benevolencia por López Aranda y alejándose así de la dramatización de la monarca por antonomasia; la valleinclanesca Farsa y licencia de la reina castiza. Como él mismo reconocía: “Yo he tratado a los personajes con mucho cariño y respeto; he intentado mostrar lo más humano que había en Isabel II y dejar a un lado otros problemas, como los innumerables amantes que tuvo a lo largo de su vida” [El País, 1983]. Tal y como señalaba, muy acertadamente, Lorenzo López Sancho [1983] se trata de una “ucronía fantástica”, puesto que es un texto fruto de la documentación pero, ante todo, del genio creador de López Aranda.

A pesar de esta visión dulcificada de “La Isabelona”, se levantó una polémica tras el estreno a raíz de unas declaraciones de Francisco Umbral en las que acusaba a la obra de ser “poco menos que un atentado contra la monarquía” [Cierva, 1983]. Al ser preguntada sobre esta controversia y la objetividad del tratamiento de la realidad histórica por parte del autor, Nati Mistral contestaba:

Ricardo López Aranda ha tratado esa realidad dignificándola y enalteciéndola en muchos momentos. En contra de otros autores, por ejemplo Valle-Inclán, que la denigra hasta el máximo, Ricardo López Aranda la enaltece y toma de la reina lo que debía tener la reina, que es lo que nunca toman los historiadores […] que olvidan mucho lo que [estos seres excepcionales] tienen de humano, lo que tienen de fallido en sus vidas. Y es lo que Ricardo López Aranda ha tomado de la reina. Y es lo que creo que tiene valor […] Ha sido un solo señor el que se manifestado en contra porque no ha habido ninguna otra crítica en ningún otro periódico. Creo que estas manifestaciones demuestran que ese señor no ha visto la comedia […] Es una loa a la monarquía esta obra que estamos haciendo. Además, una obra de teatro no es historia. [Piqueras, 1983].

Más que un “atentado” o una “loa” en contra o a favor de la monarquía, Isabel, reina de corazones es, como ya se ha mencionado sobradamente y como la propia Mistral apuntaba, un retrato del personaje más desde el punto de vista humano que desde el histórico –perspectiva sometida a la voluntad del autor­– y que, como sucedía en su predecesora, Isabelita, la miracielos, tenía mucho de melodrama. Sin embargo y, como suele suceder con la ficción basada en personajes reales –máxime si se trata de una reina, donde desligar personaje e Historia es prácticamente imposible–, algunos parecieron entrever cierta voluntad historiográfica por parte del dramaturgo cántabro –quizá olvidando que se encontraban ante una obra de teatro– y le recriminaron su falta de rigor [Figueroa, 1984; Balansó, 1983]. Otros, como José Monleón, no concibieron que se pudiera “disculpar” a una figura tan nefasta en la historia de España a través de un tratamiento tan condescendiente38 o bien leyeron el montaje en clave política:

Aranda quiere contentar a la derecha y a la izquierda […] Pienso que deja insatisfechas a ambas partes y que las escenas últimas constituyen una expresión de patriotismo fácilmente confundible con un viva Cartagena. Todo este contradictorio maremágnum termina situando Isabel, reina de corazones, objetivamente, en la más pura derecha, aunque el autor se negaría, con toda seguridad, a admitirlo así [Pueblo, 1983].

Por encima de todo esto y, aunque ninguno negó que Ricardo López Aranda manejaba a la perfección la carpintería teatral –sobre todo en su lado más cómico39–, podríamos concluir que la mayor parte de la prensa consideró el montaje un mero divertimento enaltecido por las creaciones de Nati Mistral40, Conchita Montes y Aurora Redondo, interpretando a esas “tres damas de antaño” [Haro Tecglen, 1983]. Asimismo en muchas críticas, se destacaba –y no de un modo excesivamente positivo– la labor de Mercero, tendente a lo melodramático, que acusaba su escaso bagaje como director teatral.

Como ya sucedió con Isabelita, la Miracielos, Isabel, reina de corazones se estrenó también en Nueva York, en diciembre de 1983, de nuevo bajo la dirección de Braulio Villar –que trabajó codo con codo con López Aranda y decidió enfocar el montaje desde un punto de vista “más internacional” [El País, 1983]– y en 1984 en México. En ese mismo año fue emitida por Televisión Española a través de Estudio 1 con el elenco de la versión escénica. A pesar del éxito de público, no hubo nuevos montajes de Isabel… hasta la temporada 2006-2007, cuando la compañía leganense Menecmos presentó una nueva puesta en escena dirigida por Tito Burguillo en diversos certámenes de la Comunidad de Madrid y Castilla y León –I Certamen de Teatro Aficionado “Ciudad de Ávila”, XIII Muestra de Teatro Aficionado de La Granja de San Ildefonso (Segovia), XVII Muestra Nacional de Teatro Aficionado “Ciudad de La Seca” o el XIX Certamen de Teatro Aficionado “Villa Real de Navalcarnero”–.

Tras la visión de esta nostálgica Isabel II en París, López Aranda no volvió a estrenar ningún otro texto hasta su muerte. Solo se llevaron a cabo dos lecturas dramatizadas de Yo, Martín Lutero (1963), quizá su pieza más emblemática, prohibida por la censura reiteradamente41. La primera de ellas tuvo lugar en la Casa de Cantabria en Madrid en 1983. El acto no solo significaba la ruptura del silencio impuesto a la obra durante años, sino también una suerte de reconciliación del autor con su patria chica, según podemos deducir a través de las declaraciones vertidas en una entrevista concedida a Cristina Gil [1983] en Ya con motivo del estreno de Isabel…:

Se muestra especialmente dolido con su tierra, Santander, “porque no me han reconocido nunca como autor teatral, hasta el punto de que nunca han representado una obra mía, ni tampoco me han ofrecido dar una conferencia en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo”. Esto fue causa de que hace unos meses declarara que no permitiría representar una obra suya en la ciudad cántabra hasta pasado un siglo de su muerte. Al parecer, solo fue una rabieta pasajera.

El 12 de marzo de 1999, en el Teatro Español de Madrid, se celebró la segunda lectura, organizada por la Asociación de Autores de Teatro. Fue dirigida por Ángel Facio y en ella participaron Pepe Martín, Manuel Galiana, Juan Gea y Paco Casares entre otros.

Las asperezas con Cantabria, a las que nos referíamos anteriormente, se limaron definitivamente el 4 de agosto de 1993, cuando Juan Carlos Pérez de la Fuente estrenó Fortunata y Jacinta [fig. 11]. El montaje se produjo por encargo del Festival Internacional de Santander para conmemorar el centenario de Galdós. La empresa era, de por sí, compleja. Por una parte, intentar contener una novela ingente en la duración de una obra teatral resultaba casi imposible –no en vano, a López Aranda le llevó cuatro años y seis versiones distintas alcanzar la definitiva–; por otra, el hecho de partir de un texto tan conocido como el de Galdós, con respecto del cual el lector-espectador tiene ya un horizonte de expectativas concreto, añadía dificultad al proyecto. Él mismo reconocía en 1969, con motivo del estreno absoluto de la versión: “Quisiera pasar inadvertido. La figura de Galdós es tan gigantesca que aplasta al que intente ponerse a su lado” [Laborda, 1969]. La interpretación de López Aranda de la novela como “ante todo y, sobre todo, un apasionante viaje por los caminos del amor” [Laborda, 1969] debió de guiar la insoslayable selección textual a que hubo de someterla, renunciando al componente coral y al retrato costumbrista lo que, quizá, redundó en su perjuicio. No obstante, fuera de toda comparación –en este caso, tremendamente injusta por principio–, podemos encontrar momentos de indudable fuerza teatral que dejaban entrever la calidad como dramaturgo de Ricardo López Aranda.

Un año más tarde –concretamente el 7 de septiembre de 1994– esta puesta en escena llegaría al Teatro Español, donde fue acogida con muchas reservas por parte de la crítica. Haro Tecglen [1994], a pesar de reconocer el talento de López Aranda como creador, arremetió duramente contra la versión:

Es una especie de antología de escenas metidas entre paredes y luces abstractas […]. Las escenas elegidas son significativas y duras, y resultan melodramáticas, aunque respeten mucho las palabras de Galdós. En el fondo, el melodrama es la anulación de las suavidades, justificaciones, matices […] lo que en buena literatura envuelve las situaciones límite, los extremos. Como melodrama, dirigidas […] así por Pérez de la Fuente, interpretadas directamente así por Nuria Gallardo, puede, seguramente, gustar mucho al público, que está acostumbrado a lo descarnado del culebrón que ofrecen las televisiones.

Por su parte, López Sancho, más benévolo [1994] concluía:

No se ha podido con la amplitud espacial, temporal, humana de la obra de Galdós. Este “digest” teatral es otra cosa. Una cosa que tiene mucha fuerza, que impone una silenciosa atención al espectador, al que se impone con la calidad literaria de un texto ceñido, tembloroso, en límpido castellano, que es el de López Aranda. En el fondo se trata de un montaje de Festival, no escapa a esos orígenes el resultado de este esfuerzo considerable del que habría que hablar más.

Pese a que durante la presentación de Isabel, reina de corazones en el Teatro de la Comedia sus planes para el futuro parecían inminentes –“Mis próximas obras van a ocurrir en la España de hoy. Estoy escribiendo ya la primera, de la que solo puedo decir que se estrenará en el teatro Bellas Artes, dirigida por José María Morera y protagonizada por Amparo Baró” [El Alcázar, 1983]–, estos jamás vieron la luz y López Aranda no volvió a dar cuerpo a ninguno de sus textos. Ya en 1978, había manifestado su intención de estrenar Las herederas del Sol –escrita en 1973 y revisada en 1977– e Historia de una perversión [El País, 1978], proyectos que tampoco se llevaron a término. De este ostracismo se dolía ya incluso durante la promoción de su gran éxito Isabel, reina de corazones: ”Aquí [en España], después del gran éxito de la serie Fortunata y Jacinta, de la que escribí seis de los once guiones, se olvidaron totalmente de mí” [Gil, 1983].



25 Protagonizada por Carmen Amaya y Antonio Gades, fue nominada a los premios Oscar en la categoría de Mejor Película de Habla No Inglesa.

26 Mañas seleccionó fragmentos de la novela, eliminó algunos personajes accesorios, modificó diálogos e intentó interpelar al público sobre el individualismo y la falta de solidaridad y la crítica al sistema. La anécdota galdosiana tendía puentes hacia la actualidad gracias al personaje del escritor contemporáneo que se interrogaba sobre las concomitancias entre el ayer y el hoy. Frente al éxito de público, los críticos [Haro Tecglen, Diario 16] expresaron sus reservas.

27 La adaptación recibió críticas negativas por parte de los especialistas: “Lo que logran Mañas y Luisillo es hacer confuso lo claro […] El espectáculo tiene ciertas calidades musicales gestuales, de danza, pero su insuficiencia, su inferior desproporción con el drama de Benavente es angustiosa” [López Sancho, 1996].

28 La viuda valenciana, fue el segundo capítulo de la serie Las pícaras, emitida en 1982.

29 Hay referencias del estreno el 22 de mayo de 1986 de Danzando bajo la horca, a cargo del Taller Municipal de Teatro de Parla, bajo la dirección de Hillyer Schürjin. Este “aguafuerte solanesco” –tal y como lo definió César Oliva [1989: 283]–, fue escrito en 1975 y su estreno fue prohibido por el ministro Pío Cabanillas al coincidir con la fecha prevista con la agonía del dictador. Danzando la horca tiene como anécdota la historia de unos cómicos de la legua aragoneses que llegan a Madrid para hacer teatro. Uno de ellos comete pecado nefando y es condenado a la hoguera. A la ejecución acudirá el mismísimo Felipe IV como si de un espectáculo se tratase. El texto permanece aún inédito.

30 “Mañas comentaba ayer que para el título se inspiró en la historia de los inmigrantes mineros a las minas de la Unión, procedentes de Almería: “Leí que aquí les llamaban a los de Almería los del taranto (por el palo flamenco) y pensé que era un nombre adecuado” [Parra, 1999].

31 Monleón afirmaba “Creo que Mañas está cerca, estilísticamente hablando, de un García Lorca teatralmente primerizo” [1962: 42].

32 La introducción de una tercera historia de amor y el final más abierto y esperanzado suponen, desde el punto de vista meramente argumental, la principal diferencia con la historia de Alfredo Mañas.

33 Entre ellas, Las aventuras de Tom Sawyer (1966), El malvado Carabel (1967) o Tartarín de Tarascón (1966).

34 Este guión para televisión a partir de su obra de teatro le valió el premio Quijote de Oro.

35 La obra había tenido diversos problemas con la censura. Se depositó el libreto el 2 de octubre de 1973 bajo el título Conchita la Miracielos. Pretendía estrenarse el 15 de noviembre en el Teatro Benavente de Madrid por la Compañía Manuel Collado, bajo la batuta de José Luis Alonso –con Lola Herrera, Manuel Tejada, Milagros Leal, Encarna Paso, Eulalia Soldevilla, Carmen de la Maza en el reparto–. Se autorizó para mayores de dieciocho años pero, finalmente, el proyecto no vio la luz. En 1975, se autorizó para la gira de la compañía Teatro 75 bajo el título Los salvajes del extraño paraíso, pero el éxito no fue el esperado.

36 “Amparo Baró ha hallado un personaje que le permite una creación fenomenal, definitiva, de actriz. El mejor trabajo de su vida artística. En su línea característica se había manifestado alguna vez, pero ahora llega a la sublimación y literalmente vuela sobre la obra y sobre la sensibilidad del público” [Valencia, 1978].

37 López Aranda la conocía a la perfección, puesto que ya en 1969 había estrenado su libre adaptación teatral en el Teatro Lara –protagonizada por Nati Mistral, Lola Herrera, Sancho Gracia y Francisco Merino– y, en 1970, firmó el guión de la coproducción italo-española Fortunata y Jacinta: historia de dos casadas –con Emma Penella, Liana Orfei, Máximo Valverde y Bruno Corazzari en los principales papeles– en colaboración con el director, Angelino Fons y Alfredo Mañas.

38 “No sé, a lo mejor resulta que Isabel II era una mujer maravillosa […] y España un coro de zarrapastrosos que no sabía entenderla. También podría suceder que, sin saberlo, López Aranda acabara de escribir el más cruel de los esperpentos de la monarquía borbónica del XIX. Aunque, a juzgar por el entusiasmo de los espectadores, la mayor parte de los que van a la comedia está por la primera de las interpretaciones…” [Monleón, 1983].

39 “El autor, López Aranda, parece más dotado para lo cómico y lo irónico que para lo lírico, donde su prosa se le va hacia el oportunismo […]. Todo el arranque de la obra parece que va a llevarnos por el camino del desparpajo; pero de pronto hay un forillo, un humo denso y una escena epicolírica que ya empiezan a destrozarlo todo. Con estas tres damas y el casi monólogo gay de Parra se mantiene la obra” [Haro Tecglen, 1983]

40 Recibió clamorosos elogios “por unanimidad” y fue distinguida, junto con López Aranda en la categoría de mejor autor, con el premio María Rolland de 1984 a la mejor actriz.

41 Alberto González Vergel intentó estrenar la obra en 1967 bajo el título El impostor, pero su estreno fue prohibido por la censura. Lo mismo sucedió en 1968, cuando Marsillach empezó a ensayar el espectáculo Yo, Martín Lutero.

 

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