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1. MONOGRÁFICO

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1.1 · BUERO VALLEJO Y ALFONSO SASTRE EN LA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA


Por Mariano de Paco
 

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Estrenada en momentos difíciles desde el punto de vista social y político, con una democracia aún muy insegura, Jueces en la noche poseía una insoslayable singularidad [fig. 2]. Miguel Medina Vicario (1979, 20) se refería a ello en su crítica:

Se trata del primer texto crítico y directo que sube a nuestros escenarios (desde una postura de izquierdas) después de finalizada la etapa franquista. Eso, se quiera o no, tiene que conllevar un forzoso desajuste no sólo entre sus protagonistas sino a los propios receptores. Buero Vallejo acomete un trabajo sumamente ambicioso y delicado; y si antes pudo y quiso pisar con singular maestría el límite de lo oficialmente consentido, ahora tampoco oculta su postura personal.

Poco después, el propio Buero (1994, II, 525) escribió para su primera escenificación alemana unas certeras palabras acerca del contexto en el que la obra se había gestado:

Mi país está viviendo una difícil transición política de signo democrático en la que no faltan avances extraordinariamente positivos, pero en la que las fuerzas reaccionarias siguen poniendo abundantes obstáculos al proceso en marcha y amenazándolo con sus repetidos intentos de involución. El teatro –mi teatro, al menos– no podía mostrarse indiferente a esos problemas y por ello quise, en Jueces en la noche, intentar una visión, serena pero veraz, de algunos aspectos significativos de nuestra situación.

Aborda precisamente Jueces en la noche el “desajuste” sufrido por los individuos y la sociedad en tan distintas condiciones, concediendo un lugar a los que estuvieron desterrados o condenados por disidentes y, a la vez, admitiendo la permanencia de quienes pertenecieron al régimen pasado y no se habían resignado a perder sus privilegios. Junto a estos, conviven seres aprovechados y despreciables, residuos de un mundo viciado que lucha con ahínco para volver a antiguas posiciones. Este elemento temático colectivo se sustenta en una trama fundamentada en la historia de una mentira y una traición personales (la de Juan Luis hacia Julia y la de Julia hacia sí misma) cuyas consecuencias en la relación del matrimonio formado por estos dos personajes están ya cobrando proporciones desmesuradas al comenzar la acción.

El escenario refleja tanto el alcance objetivo de su actuación, como el atormentado mundo espiritual de Juan Luis, en el que tienen su sitio los seres que juzgarán su comportamiento; se trata, por tanto, de una obra técnicamente muy compleja en la que se alternan las escenas que tienen lugar en la realidad exterior y las que corresponden a los sueños de la conciencia del protagonista. Las actitudes negativas se acentuaron en el estreno de este drama, que criticaba con valentía, como lo hiciera el autor en situaciones anteriores, los males de su sociedad, que se refería a los oportunistas del viejo régimen, supervivientes en el nuevo, e incluso advertía de la amenaza de un golpe de estado militar, que, por desgracia, no tardó en intentarse.

Por este enrarecido ambiente, sin duda, la empresa “se negó a hacer propaganda”, con la excusa del agotamiento de la subvención, y realizó “una ejecución sumaria” del montaje, según expresión que me confió el autor8. La acusación de un crítico que había ejercido de censor podría resumir el sentido general de la interesada repulsa: Buero posee una gran historia como autor pero “ha sido víctima de la propia actualidad. No ha logrado trascender el tema” (Prego, 1979, 48-49). No faltaron directos ataques (Fernández Torres-Pérez Coterillo, 1979, 29-30) pero tampoco quienes salieron en defensa del dramaturgo, “siempre ejemplo vivo de testimonio y de compromiso con unas ideas, con una conducta” (Martínez Ruiz, 1979, 31), y apuntaron de modo certero a la raíz de la cuestión (Montero, 1979, 27)9:

Antonio Buero estrena, a los treinta años de iniciar su carrera teatral. Y estrena una obra en la cual, con todos los fallos que se quiera, sigue machacando en el clavo de la denuncia de una sociedad que no puede erigirse en espejo para las generaciones venideras. Pues bien, una parte de la crítica –la de la derecha pero también otra progresista y joven– se está comportando como si Buero sobrase en nuestros escenarios. […] Que el teatro español necesita no renovarse, sino resucitar, es algo obvio. Pero que esta resurrección haya de pasar por el alejamiento de una figura como la de Buero constituye, a mi parecer, otro error igualmente obvio.

Las críticas de prensa mostraron una extraña coincidencia al manifestar su reserva o su abierto rechazo ante la entidad dramática de un texto cuya valentía se apresuraban, por otra parte, a ponderar. Algo raro estaba ocurriendo cuando (volviendo a costumbres del periodismo del primer tercio del siglo XX) se daba en la primera página de un diario, El País, esta noticia: “Aplausos y pateo en un estreno de Buero Vallejo”, aunque en la crítica aparecida en el mismo se matizaba lo realmente ocurrido; la respuesta de Buero, recordada en la breve reseña del diario, no podía ser más ilustradora: “España tiene que ser un país de aplausos y de pateos, pero no de crímenes”10 (de Paco, 2007, 34-36).

Caimán fue juzgado por algunos con especial dureza y un injusto reproche recurrente: su vuelta al pasado por el propio agotamiento (Gabriel y Galán, 1981, 66)11. En esta ocasión, sin embargo, no fueron pocos los que mostraron su satisfacción y aprecio por este texto, “sin duda, dentro de la mejor línea de su teatro” (Díez-Crespo, 1981, 33). La obra, junto a la exposición, en el plano interior y más trágico de dos actitudes vitales íntimas (realista e idealista), ofrece también “una lúcida reflexión sobre los tiempos que corren” (Corbalán, 1981, 30).

Cinco obras más estrenó Buero en la sociedad de la democracia, hasta su muerte en abril de 2000. Varias se centran, como algunas tragedias griegas, en la averiguación de una verdad personal, quizá para advertir que una sociedad únicamente será libre y justa, por encima de las palabras, si es recto y moral el comportamiento de sus miembros. Fabio lleva en Diálogo secreto una vida normal en apariencia, no es una persona malvada, pero hasta tal punto ha organizado su existencia sobre la ocultación, que se ha identificado con su propia mentira [fig. 3]. Lázaro, en Lázaro en el laberinto, es culpable de no conseguir el conocimiento de su pasado, a pesar del aparente interés por no eludirlo [fig. 4]; Alfredo, en Música cercana, lo es por no aceptar una verdad que sabe bien [fig. 5]. El caso de Gabriel en Las trampas del azar, es parangonable al de Fabio; hundido en su doblez, miente durante toda su vida y cierra en falso una herida impidiendo así para siempre su curación [fig. 6]. Basa su existencia en la simulación, como sucede a otros personajes en Historia de una escalera, Las cartas boca abajo o Jueces en la noche y este desajuste en su vida privada actúa de negativo modelo en su comportamiento público.

En Misión al pueblo desierto, recuperación de la memoria realizada con equilibrio y valentía, vuelve el compromiso político de los textos que cuentan cómo el pasado es motivador de nuestro presente, se plantean incógnitas y se ofrecen materiales al receptor para que organice y decida [fig. 7]. En más de una ocasión, el dramaturgo ha manifestado ideas como estas: “Las vivencias de la guerra y de la cárcel me acompañaban siempre. No me han abandonado, y pienso que por fortuna para mi teatro” (Buero, 1994, II, 570). En efecto, desde el terrible suceso que conmocionó el espacio exterior en el que se desarrollan las vidas de los transeúntes de su escalera hasta la explícita reflexión sobre la guerra y sus males, las impresiones de aquel tiempo y aquellos aconteceres han estado presentes en sus obras (de Paco, 2001, 152-158). Como tantas veces, Buero nos habla de lo universal a través de lo particular; ahora se trata de un imaginado suceso, uno más entre los muchos posibles dentro del entorno evocado, que lleva al espectador hasta las profundas raíces de la vileza y la grandeza humanas y hasta uno de los temas principales de la pieza: la redención por el arte (Serrano-de Paco, 2001, 50).

En cuanto a la recepción de estos últimos textos, Diálogo secreto, para algunos una de las mejores obras del autor, no fue bien acogida porque, además de otras razones, la ocultación hipócrita de la verdad se manifiesta a través de un crítico de arte daltónico. Basta ver los títulos de ciertas críticas para deducir el contenido de las mismas12. En Lázaro en el laberinto vuelve la división de opiniones, aunque con mayor peso de las positivas y numerosas muestras de reconocimiento de los valores del autor, entre ellas el Premio Cervantes, otorgado por vez primera a un dramaturgo13. Música cercana, a cuya presentación en Madrid asistieron las más altas autoridades, y Las trampas del azar, en cuyo estreno recibió el Buero un entusiasta homenaje14, merecieron igualmente un tratamiento dispar. Por último, se estrena en el Teatro Español de Madrid Misión al pueblo desierto; al final de su representación, unos cálidos aplausos de profundo reconocimiento invadieron la sala al aparecer Antonio Buero Vallejo. El primer dramaturgo español contemporáneo, ya enfermo, daba muestras de su satisfacción al ver, en el mismo escenario en el que cincuenta años antes se presentó con Historia de una escalera, que el público a quien había dedicado toda su obra respondía al unísono a su mensaje de artista y hombre comprometido. La críticas posteriores al estreno, aunque deslizaron en algún caso sobreentendidas insinuaciones en el sentido que hemos venido comentando, reconocían a un autor cuya producción y presencia han de enorgullecer a un país15. Las palabras que servían de título a una de ellas, “La gran aventura de la dignidad” (García Garzón, 1999, 44), reflejan cuál ha sido la verdadera actitud de Antonio Buero Vallejo en su vida y en su obra antes del franquismo, durante la dictadura, en la transición política y en la sociedad democrática (Halsey, 1994).

Dar testimonio de los problemas del hombre en el mundo que le ha tocado vivir, junto con la preocupación por realizarlo desde una investigación estética, fue deseo mantenido de Buero desde los años de En la ardiente oscuridad e Historia de una escalera. Las obras escritas con posterioridad a 1975 cumplieron esos propósitos en una sociedad abierta y sin censuras pero no falta de problemas ni libre de aspectos criticables; por ello, constituyen una excelente muestra del teatro consciente y comprometido, fiel a sus principios y en permanente evolución, de Antonio Buero Vallejo.



8 Añadía, en carta particular fechada el 10 de diciembre de 1979, que “salvo el público, nadie tenía interés en que siguiera”.

9 Otras voces de apoyo surgieron desde medios de muy distinta condición ideológica, por ejemplo las Lázaro (1979, 9); y Catalá (1979, 14).

10 Estas palabras se recogían en distintas críticas al igual que se situaban en su justo lugar los incidentes: “muy pocas y aisladas protestas”; “entre aplausos casi unánimes hubo un pequeño pateo que fue ahogado por aquellos”.

11 Sin embargo, su estreno reunió también a numerosos nombres de la vida pública; en El Alcázar del 12 de septiembre de 1981 se leía: “El presidente del Gobierno y su esposa, y otras personalidades políticas, entre las que se encontraban el ministro de Justicia, señor Cavero; el diputado Manuel Fraga Iribarne y el secretario general del PCE, Santiago Carrillo, asistieron al estreno de la obra de Antonio Buero Vallejo, Caimán”. “El estreno fue un acontecimiento. La sala estaba llena de ministros, ex ministros, políticos, intelectuales, escritores, artistas…” (López Sancho, 1981, 43). En sus palabras finales desde el escenario el dramaturgo afirmó que “aquello parecía el Congreso de los Diputados”.

12 “La ceguera del autor”, El País, 26 de agosto de 1984, p. 30; “Ya visto, ya oído”, Reseña, 153, noviembre- diciembre de 1984, p. 16.

13 En abril de ese año, 1986, tuvo lugar en el Teatro Español la puesta en escena de El concierto de San Ovidio, dirigido por Miguel Narros; la crítica la recibió muy bien pero siguieron descalificaciones habituales, como las de Haro Tecglen (1986, 27), que iniciaba su texto con esta falaz afirmación: “El concierto de San Ovidio y su autor, Antonio Buero Vallejo, pertenecen a la cultura franquista”.

14 La inclusión en el programa de mano para el Centro Cultural de la Villa de Madrid de un texto de José María Aznar, sin conocimiento del autor, mereció la desaprobación de este porque no le gustaba “ver en su programa comentaristas que sean figuras políticas”.

15 Javier Villán (1999, 70) subrayaba: “El teatro de Buero Vallejo ha tenido siempre un impulso y unas raíces éticas, una posición inequívoca a favor de víctimas y perdedores; y una preocupación por la búsqueda de fórmulas expresivas que filtraran el mensaje sin debilitarlo”.

 

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