4. EFEMÉRIDE
4.1 · ANTE LA DESACRALIZACIÓN DEL TEATRO: LA SIMULTANEIDAD DE UNA TEATRALIDAD POÉTICA EN VOCES DE GESTA DE VALLE-INCLÁN.
CIEN AÑOS DE SU ESTRENO Y EDICIÓN (1912)
Por Antonio Gago Rodó.
Solo la actriz, sin darle paso, sostenía la tragedia, frente a una interpretación criticable por la monotonía, que entumecía la atención, y por la absoluta falta de oportunidad en el modo de enlazar o separar los diálogos y las situaciones, con censura a la fatiga de la ampulosa lamentación y el gesto dolorido de El rey Arquino de Díaz de Mendoza, y a su dirección escénica, involucrando al autor presente en ensayos (Plana, 1911; Anónimo, 1911d)33. La interpretación devenía capital para establecer una relación instrumental (en sus papeles en la escena de la vida y del teatro, un rey padecía representando a la humanidad, y el actor sufría representándole, símbolo de la relación entre monarquía y teatro, intensificado por la latencia del pretendiente tradicionalista): actriz y actor acompasaban grito, gesto, decadencia de la tradición y de la tragedia que desenlazaban el rey Arquino y Ginebra, cierre del caminar de las tres jornadas.
Pese a inoportuna proxémica, se imponía el relieve escénico y discurso plástico, identificando voces con figuras que a los ojos del espectador se movían, y cuya lentitud entroncaba con la devoción estética por las glorias vencidas, con dos referentes: planto y éxodo, en evocación del movimiento, cuyos ademanes eran como metáforas plásticas34. Sin otra matización, Marquina (1911) presentó el aspecto estatuario del texto, al hablar del cuerpo virgen de su fábula “agreste y estatuaria a un tiempo, en un milagro de líquida harmonía”, y le asignaba, desde una visión palingenésica, un paradigma bíblico de “Nacimiento” o re-nacimiento para el que pedía el mismo Hosanna de pastores y cabreros, con imágenes escultóricas (el david erguido, gritando y volteando la honda frente a la lanza, desesperaciones de Sinaí): sin buscar tanto describir al modelo (de guerrero) como a la figura mítica que evocaba; asimismo, la caracterización de un viejo de barbas blancas, y ojos color esmeralda conectaba con la referencia icónica del pastor belenita (Plana, 1911)35. Su concepción plástica, de evocadoras escenas y figuras de cuadro, cuya generalidad mostraba su simbolismo y origen imaginero, remitía a referentes literarios y pictóricos. Eran arquetipos genéricos, y de dolores universales, atenuados por comentaristas sin bizarría (guerreros semidesnudos, pechos ensangrentados), que evidenciaba la búsqueda del contraste; esa concepción reforzaba la ascendencia de personajes, como la simbólica representación del rey fugitivo (según Lucas, 1912), errante, sin descanso, cruzaba (la escena) y sepultaba el odio sosteniendo una calavera blanca como final (presente, y sarcasmo del presente) que abarcaba el símbolo de la tragedia36; el signo de monarca imaginario se acentuaba por el ensueño del gesto de Díaz de Mendoza (como abatir silenciosamente la cabeza), estilo que reaparecía como parámetro estético de concepción de la tragedia (Cruz Ferrer, 1911)37. A partir de la ley de totalidad simbólica y de persistencia plástica de las imágenes, Ginebra se convertía en una Judith trágica que ejecutaba a Holofernes, exhumando el gesto, la ofrenda de la cabeza y la venganza colectiva ante un pueblo testigo, aunque distanciándose su teatralidad diferida de la evidencia plástica (Plana, 1911)38.
La escenificación recabó más aspectos plásticos, bien la aparición de lanzas, bien la posibilidad estilizada en la agrupación alrededor del roble foral, para cuya esperanza un abuelo octogenario cavaba su fosa, sepultura de la calavera y la tragedia (Plana, 1911; Rodríguez Codolá, 1911)39. Si el elogio tópico del decorado parecía reforzar su carácter genérico y neutro, el interés del autor en el espacio y aspecto escénico demostraba ser clave para la concreción simbólica del discurso poético (Anónimo, 1911b). Valle-Inclán (1911c) reiteraba la cuestión al examinar las decoraciones de su tragedia, como la de una cocina agreste triangular llamada en Navarra borda (de la segunda jornada, la más elogiada), debido a posibles deficiencias por desconocer el ambiente los pintores, lo que denotaba que la escenografía podía ignorar la autorizada orientación de tosquedad, destacando de las decoraciones de la escenografía castellana, la del primer y tercer acto: el roble (Anónimo, 1911c)40.
Pese a la identificación, las imágenes traslucen un fondo de mancha neutra e indefinida (espacio sin marca de suelo) sobre el que los actores parecen estar suspensos, en una velazqueña sensación de alejamiento (como en el cuadro “Pablo de Valladolid”). Parecía evidenciarse la línea pretendida de tosquedad, entendida como sencillez, austeridad, sobriedad, estilización, acorde a la expresión de un teatro poético, más que como lenguaje de teatro popular; pero la crítica incidió en el cuidado de una puesta en escena no exenta de cierta suntuosidad y arqueología, que recurría al convencionalismo realista del aspecto para significar un mundo más coordenado que instrumental, en inadecuada concreción de ese teatro poético41. La indumentaria se caracterizó por su cuidado histórico en la tentativa de usar accesorios auténticos o reproducciones exactas, de modo que la presentación plástica (y deambular erguido) del rey Arquino de Díaz de Mendoza era con espada corta, de la Edad de Hierro, primera fase de la espada, visible signo de espada primitiva (Anónimo, 1911d)42. La limitación se evidenció en el aviso de aconsejar que la Ginebra de Guerrero escondiera su pañuelo, históricamente anacrónico, y se limpiara las lágrimas con el halda o el revés de la mano. La orientación seudohistórica limitó la transmisión del mundo mítico y tiempo sagrado, y retrasó la presentación del potencial teatro ritual. El uso historicista de los montajes marquinianos cortocircuitó el discurso del teatro poético impulsado por la actuación43. Como entendía Pérez de Ayala (1916; 1923), la obra de Valle-Inclán había sido representada, pero no escenificada, mirada sobre la escena del Teatro de la Princesa sin que se acertara a ver.
La línea de tosquedad había de servir para transmitir el simbolismo de la gesta, valorando la tragedia como expolio, del púrpura vestido digno de rey al capusay de mendigo, en contraposición sugerente de colores: si el peinado de Ginebra (del pelo largo y suelto, al tocado y el recogido) trazaban su penar [fig. 4], la inadecuación de vestuario y gesto revelaba la identidad, la condición de divina esencialidad de rey44. En este sentido, la tragedia del montaje podía resumirse por la tosquedad evolutiva del vestuario y por la complementariedad de los colores pardos (púrpura/gris-verde)45. El montaje sugería una entonación plástica con paleta de dos colores, y derivación de tono, color y voz, amalgama de gestos y gritos, y tonos ocres, pardos y verdes (en la gama Zuloaga con que Valle-Inclán entonaría el montaje de El embrujado en 1931). La focalización del vestuario, cuyas diferencias se alineaban en su proyección de lo trágico, no sería ajena al criterio estético del autor sobre aciertos de plástica e indumentaria.
Otro elemento portador del significado trágico fueron los posibles efectos de luz. De este modo, el rey resurgía como sombra a la luz, bien solar, bien de pálido plenilunio (de disco plata) sobre una quietud de noche estelar, en un efecto de claridad y balada puesto en relación con la revelación de entonar con voz ungida (Campos, 1912)46. Se trataba, posiblemente, de trazar un viaje de sombra y luz, paralelo e inverso a la aparente (consciente) derrota de la causa tradicionalista, que evidenciaba la relación y búsqueda entre claroscuro –muy propio del grabado– e iluminación difusa y atmósfera trágica. La tonalidad del montaje dialogaba con el criterio escénico del autor, más poético y derivado del texto y el objetivo gráfico de su edición bajo el modelo, y no sólo respecto de sus grabados (también en “La ofrenda”), de La Figlia di Iorio de D’Annunzio, dentro del pastiche de referencias culturales intuido por la crítica, y que Valle-Inclán (1911b) citó al expresar a Darío que la edición sería con “ilustraciones imitando viejos grabados en madera, algo como la Flglia [sic] de Jorio. Pero a dos tintas”, roja y negra [fig. 7]47. Y de esta estética se podía proyectar cierta concepción escénica: la expresión de los signos (para)lingüísticos y cinéticos del discurso escénico (proyectada en la variación de texto e iconografía de la edición)48. Este sistema global de resonancias hizo que la crítica describiera el montaje como cuadro plástico a trascender poéticamente, y su ambiente como pintura. Se trataba, quizá, de dar un total sentido teatral, arquitectónico y pictórico, al que, por otro lado, se sumaba la temporalidad simbólica de la triple jornada: se trataba de conseguir el discurso trágico por el aspecto, espacio y música del verso49.
Con todo, la crítica también consignó la exigencia para montajes de textos como Voces de gesta, y la existencia de textos que, si eran teatrales, encuadraban mejor en un arte teatral de minorías, en otro tipo de producciones, de modo que sería representada ya difícilmente por otra compañía, ya más dignamente ante un auditorio aficionado a la literatura (un Ateneo),sugiriendo quizás la idea de una lectura dramatizada50. A este respecto, fueron escasas las denominaciones que trataron de describir este lenguaje teatral, y solamente algunos críticos lo incluyeron (más allá de la aparición del verso) dentro del Teatro poético –en el montaje madrileño– que denotaba el deseo de concretar una fórmula práctica de ese discurso teatral que todavía no había cristalizado, y la dificultad de encontrar una descripción de su estilo escénico51.
La sacralización de Voces de gesta vino a remover las bases del teatro poético, abierto a una impronta cultual y su dinamización colectiva, eco de las nuevas voces de reteatralización (en la línea de Fuchs, 1909): una resacralización de la experiencia teatral (e instrumentalización del tradicionalismo a que se entregaba al público, más potencial que efectiva). Era una manifestación redentora, ceñida al contexto del teatro español, y limitada y autolimitada por expresar ese concepto teatral a través de las posibilidades de una compañía profesionalmente prestigiosa, que se valía de la emocional actuación de María Guerrero pero también de los designios estéticos de dirección de la misma, amoldando los hábitos de escenificación del teatro poético historicista (marquiniano) al arte de la teatralidad del texto valleinclaniano, en concesión admirable a la escena por su intransigencia y autonomía artística (Alsina, 1911): “El arte es sacrosanto”, diría Valle-Inclán poco después (Salaverri, 1913). En sentido global, Voces de gesta se mostraba como cuestión, más que respuesta, y sometía a experimentación y desfase al teatro poético que, con el teatro moderno, representaron modelos de teatro simbolista52.
33 En los montajes vallisoletano y granadino se elogió a Díaz de Mendoza, actor de El rey Arquino, como director (artístico) de conjunto, o a Martínez Tovar en su odioso papel de Un capitán (Ansúrez, 1911; A., 1911). En el montaje madrileño, en “papel reposado y pasivo que se prestaba a pocos recursos de actor” (Lucas, 1912), se observó al actor algo desencajado (Ferraz, 1912).
34 Las jornadas i-ii tienen escenas estáticas, basadas en el esquema quietud-alteración y marcadas por más acción; la jornada iii, una serie de plantos, marcada por más narración; en el montaje granadino, decaía el aliciente y movimiento escénico, tras la escena culminante: el capitán estrangulaba a Garín y la pobre madre lloraba desolada sobre el cadáver de su hijo (A., 1911).
35 En la edición, los grabados de la acotación inicial de las jornadas segunda y tercera representan una escena belenita, con el rebaño convocado, y una escena de éxodo, respectivamente, y codificadas literariamente en las acotaciones con sugerencia de escenas bíblicas.
36 En el montaje vallisoletano (llamando al autor a escena), se vio una tragedia (sin personajes del teatro histórico) de acabamiento o anonadamiento (penetrado el público de intensidad trágica, hasta el último acto, en que se mostraba frío), donde la sepultura estaba abierta, y la venganza era ya monda calavera, asolada, gráfica expresión de monotonía (Ansúrez, 1911; Allué, 1911; X., 1912); en el montaje madrileño, Morsamor (1912) sublimaba la idealidad en “la vengadora, que ciega, ultrajada y exhausta, arrastra rebeldemente por los caminos la cabeza cortada […], ofrenda expiatoria […] al rey infortunado”.
37 En los montajes gijonés y granadino, vivencia de una edad fantástica, extraña y abnegada, aparecían personajes crueles, víctimas cándidas (Anónimo, 1911g; A., 1911). El montaje sevillano se vio como cinta cinematográfica, por su teatralidad extravagante, salvo en momentos de horror (Rubio, 1911).
38 En el montaje madrileño, Ferraz (1912) la llamó “Judit castellana”, elogiando la actuación de Guerrero en la secuencia del rapto, así como Brun (1912) el “momento en que se mueve en escena, a ciegas, sin saber dónde ha caído muerto su hijo”, o Gordón Ordás (1912) el de la muerte del hijo, realista como incorporación de los “movimientos reflejos”, y de lo sublime (o temblor satisfactorio). El modelo remitía la plástica (italiana) de la decapitación o la pietá (cuadros de Caravaggio, Tintoretto o Goya, en el Museo del Prado). Pérez de Ayala (1923:19), que quizá viera el montaje madrileño, anotaría el aspecto escultórico de Ginebra: “A Ginebra la vemos de bulto; […] con la calavera en la mano, algo como la Magdalena, de Pedro de Mena” (cuerpo oculto, por tosco sayal, a la sugerencia de sensualidad).
39 En el montaje madrileño, se aludía a dosel de robles como seres arraigados (Campos, 1912); (López, 1912). Con el roble, arquetipo de lo real y sagrado, el hombre premoderno vivía lo universal (Eliade, 1957). Recuérdese “A un olmo viejo” de Machado, publicado, por cierto, el 4 de mayo de 1912.
40 Si la edición, ya aparecida, indicaba un espacio genérico (“En tierras de Castilla hace muchos años”), en el montaje madrileño, Caramanchel (1912b; 1912d) advirtió un lugar diluido a través del “fondo de rudeza y brujería de las tradiciones castellanas y navarras”, así como la propuesta clave del efecto, donde “Trajes y decoraciones” contribuían “con su tosquedad a la intensa fuerza trágica de Voces de gesta”. Se ignora la autoría, aunque un escenógrafo de la compañía teatral era Juan Francés.
41 En el montaje vallisoletano se advertían las decoraciones y el detalle en trajes, armas y accesorios (Ansúrez, 1911). En el montaje madrileño, Morsamor (1912) contrastaba la estilización poética, la “eficaz, aunque vaga, sugestión del ambiente. El accesorio histórico y realista […] se esfuma entre el esplendor de su poesía”, y Miquis (1912b) señalaba que la obra montada tenía un “aspecto arqueológico” de arte. Los gastos de la temporada de la Compañía en decorados, muebles, trajes, armas y atrezo, y en derechos de autor, fueron de 61.600 y 55.969,42 pesetas, respectivamente (Anónimo, 1912b).
42 En el pie de fotografía, y como ilustró Hoyo (1926) en “espada y cinto de la Edad de Hierro”. El vestuario histórico funcionaba como signo de época-clase del personaje, en el teatro realista-naturalista (Fischer-Lichte, 1983). El vestuario teatral inusual (y zapatería) se hacía en el taller de la Princesa dirigido por Díaz de Mendoza, o en la casa Peris (que vestía las óperas del Teatro Real), más préstamos.
43 A pesar de que, fuera de los referentes artísticos y dentro de los históricos, Marquina (1910) advertía que la exigencia histórica, en objetos y vestuario, hacía el teatro histórico realista y antipoético.
44 Como en la vestimenta de “Las tentaciones de San Antonio” de El Bosco. Artaud (1938) incidía en ropas rituales y ropaje antiguo, por su ligazón antropológica con la tradición ritual.
45 Zeda (1912) describía a Ginebra, en el montaje madrileño, con un “traje todo verde, como el de las serranas del valle de Ansó”. El traje femenino medieval de Ansó (Huesca) pesa más de treinta kilos, lleva sobriamente escarapela en el pecho con imagen del Sagrado Corazón, o escapulario y relicarios con imagen de Santa Orosia (mártir en época árabe por negarse a educar a sus hijos en religión no cristiana), y es visible en la fiesta anual del traje. Se trata de una basquiña de talle alto de paño verde plisada y tirantes, de mangas cortadas en hombro y codo, con pliegues de camisa y atavío en el pelo, que encaja con la caracterización visible en las fotografías [fig. 5 y fig. 6]. La simbolización del color sería empleada por Craig (1911a) en su dirección (con Stanislavski) de Hamlet, en el Teatro de Arte de Moscú.
46 En el montaje madrileño, Perera (1912) consignó que “la tragedia” no surgía pese a “lo bien ensayada que está la obra y del decorado y de los efectos de luz y de sombra que oportunamente juegan”, antes de que el teatro se iluminara: “Y cae la cortina lentamente, […] llega a nuestros oídos como el eco que se va apagando de una divina melodía” (Anónimo, 1912a).
47 Se anunció su “Edición artística con grabados en madera” [fig. 8], simultáneamente al montaje madrileño, en que Lucas (1912) describió a Ginebra dibujada frente al resto de personajes pincelados, “semifundidos en un tétrico tinte”. Craig (1911a:10; Urban, 1911) se inspiró en grabados antiguos, del siglo xv al xx, para una visión de conjunto: reducía todo objeto, volumen o espacio a “líneas generales”, en predilección por líneas rectas que se cortaban en ángulos, y creaban una impresión de serenidad, belleza y equilibrio, un mundo donde lo accidental desaparecía. Sugerencia ideal, simulacro sucedáneo (y dimensión diversa) del montaje teatral, las ilustraciones en revistas y ediciones eran “escenarios en que se pusieron en escena los dramas”, alternativa a las carencias del sistema teatral (Rubio Jiménez, 1991, 103).
48 Los textos coetáneos del estreno y montaje publicados (carencia de didascalias, variantes no solo ortográficas), en comparación con la primera edición, Valle-Inclán los ampliaría (posible efecto de los montajes) en diálogo y acotación literaria, más ilustraciones y grabados que hacen gráfica una alusión verbal (de modo variante, alusivo), ofrecen una escena que consagra la acotación (una escena de éxodo) e inciden en las posturas y poses como proyección de las actitudes portadoras de la tragedia (hombres de pie, mujeres arrodilladas frente a frente; personajes sentados; mujer encorvada) y cuyos fondos diversifican la unidad de lugar (Rubio Jiménez, 1991); la edición parisina en Mundial traía elogiados dibujos de Manuel Orazi (Valle-Inclán, 1911h; 1912b). La primera edición fue ornada por Ricardo Baroja, Ángel Vivanco, Rafael de Penagos, José Moya del Pino, Anselmo Miguel Nieto, Aurelio Arteta y Julio Romero de Torres [fig. 9], y el montaje madrileño coincidió con la Exposición de Bellas Artes, de cuyo jurado uno de sus miembros, Sebastián Gessa, motivó el juego Gessa/Gesta. Doménech (1923, 5) evocó, de un diálogo con el refinado Valle-Inclán, que “si el gran literato hubiese tenido un espléndido editor como es George Bell, o Martín Gerlach, Heinemann, o Hodder y Stoughton, bajo su impulso se hubiera realizado la hermosa y fecunda empresa de crear en España una rica biblioteca ilustrada con todas las magnificencias que tiene el arte moderno del libro decorado”; (Veiga Grandal, 2002).
49 En el montaje madrileño, Cabello (1912) describía que cada escena componía un “lienzo”. Con la medida de los diez años entre cada jornada se podía evocar la división en tres tablas de un retablo.
50 Como la del autor en el Teatro Gayarre de Pamplona el 28 de julio de 1912, en desagravio ante la imposible representación y ruptura con la compañía teatral (Gago Rodó, 1999): Caballero (1912b) citó una respuesta de Díaz de Mendoza al autor: “no me dé usted más voces; ni siquiera las de gesta le aguanto a usted”. En el montaje gijonés de 1911, se vio que la obra estaba hecha más para ser leída que representada, al poner en verso “acotaciones, que siempre se escriben en prosa aunque la obra esté en verso” y “el público solo oye lo que los personajes hablan y no lo que el autor dice” (Anónimo, 1911g).
51 Este teatro, sublimación de un teatro frío, apatético, como criticaba Unamuno (1911), se contextualizó en la tendencia a volver al arte primitivo: Valle-Inclán buscaba quizá la pasión escénica en un lenguaje poético ante la frialdad del libro; pero, como el montaje sevillano (Anónimo, 1911i), el montaje madrileño fue acogido con fría recepción (Caramanchel, 1912c) hasta el punto de cuestionar Caballero (1912a) el supuesto desinterés (pues entonces “¿qué quiere decir entregar una obra para su representación? ¿Qué se busca con eso?”) con el correspondiente déficit “monetario” (Colirón, 1912), y Miquis (1912a) afirmó que “el Teatro poético” (apelado por López Moya, 1911) se materializaría menos en la forma (y era modelo de arte como “forma ante todo y sobre todo”, según Flores García, 1912) que en la sublimación de “sentimientos y de esta exaltación sea consecuencia la necesidad de cantar en verso lo que por sublime no pueda decirse en prosa”, y en la emoción hacia un “isocronismo de vibración”.
52 En el montaje madrileño, Candamo (1912) elogió la alternancia del duro poema tras una farsa (La marquesa Rosalinda) sobre un jardín de André Le Nôtre.
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