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2.4 · Los muertos vivientes de la Guerra Civil en cinco obras de Laila Ripoll: La frontera, Que nos quiten lo bailao, Convoy de los 927, Los niños perdidos, y Santa Perpetua

Por Alison Guzmán.
 

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El apego de Zoilo al cacharro desusado –el mismo que hacía falta en la acción dramática de otra obra exitosa sobre el conflicto civil, Las bicicletas son para el verano (1977) sugiere su simbolismo sentimental con respecto a la memoria colectiva e individual. Y es que, al igual que una cantidad numerosa de piezas españolas cuyo tema central es la guerra de 1936, nos enteramos al final de Santa Perpetua deque la protagonista se había aprovechado de la lucha cainita para vengarse de una afrenta personal: su obsesión juvenil con el padre de Zoilo, la cual no fue correspondida, puesto que este optó por casarse con la que se convertiría en la madre de Zoilo. De joven, Perpetua andaba tan encaprichada del padre de Zoilo que hasta tejía ropita para la criatura que pensaba tener con él. Después del estallido de la contienda civil, Perpetua recurrió a un militar, quien se apodaba “número 460” en función de su falta de humanidad, para denunciar a la madre de Zoilo con la esperanza de que se le quitara de en medio, allanando de este modo el camino para su conquista del progenitor de Zoilo. Su plan se torció, sin embargo, cuando una persona piadosa le avisó a su esposa de los propósitos de Perpetua, provocando que se fugara, por lo que el número 460 fusiló a su hermano menor –el tío de Zoilo– en lugar suyo.

Más aún, Perpetua se las ingenió para adueñarse de la vivienda y de las propiedades del fusilado. Descaradamente, Perpetua llega incluso a amenazar al dueño legítimo de las tierras y la casa, Zoilo, cuya presencia “recuerda a la figura clásica de don Antonio Machado” (Ripoll 2010, 19), con motivo de rendir homenaje, sin duda, a este poeta consagrado, otra víctima de la Guerra Civil. Al considerar todo lo que la protagonista taimada se le ha arrebatado, resulta curioso que a Zoilo únicamente le importe recuperar la bicicleta herrumbrosa. Puede que represente el hecho de que Zoilo, a diferencia de Perpetua, valore lo humano y lo sentimental sobre lo material. O quizá sea un gesto simbólico de la importancia de desenterrar las fosas comunes para conocer y acariciar la memoria albergada en sus restos vetustos, ya sean una bicicleta oxidada o una bolsa de huesos.

Independiente de los esfuerzos de Perpetua para restar importancia a su colaboración en el fusilamiento de un inocente, así como a las secuelas de su crimen –la fosa común en la dehesa sobre la que ha sembrado un huerto de tomates con miras de tapar el asesinato–, su “don” de divisar la historia, y sobre todo su fijación en los “desaparecidos” en ella, se relaciona, de seguro, con su conciencia. Como advierte Zoilo:

Pacífico.— ¿El santo de los tomates? ¿El que está enterrado en la dehesa?

Plácido.—: Patrañas.

Pacífico.— Desde luego, hijo, a veces parece que tengas una mata de pelo negro en el corazón. […] Esto es un misterio muy grande. ¿Cómo la Santa, que lo ve todo, en lo tocante a este hombre no ve más allá de sus narices?

Plácido.— Tú lo has dicho, un misterio muy grande.

Zoilo.— La conciencia es como la propia muerte, no se la ve venir…

Plácido.— Y dale con la conciencia, si mi hermana la tiene como una patena.

Zoilo.— …aparece prontamente, de improviso. No se escapan a la sorpresa de su encuentro ni las santas ni las visionarias. (Ripoll, 2010, 36-37).

Al igual que los protagonistas de Los niños perdidos, Perpetua seguramente se ha quedado traumatizada por haber sido una cómplice en el asesinato de un inocente, con lo cual su inconsciente vuelve una y otra vez a lo sucedido, en pleno paroxismo clarividente y de manera inconexa. A pesar suya, esta destreza paranormal obliga a la protagonista a desempeñar, de modo metateatral –“hablando por otra persona, como una médium” (Ripoll, 2010, 34)– el papel de Zoilo-tío, en pleno estado agónico:

(Con gran esfuerzo y una voz distinta, más propia de un chaval de pocos años que de una anciana decrépita.) Hay encinas viajas, tan viejas que dicen algunos que vieron pasar a Wellington […] Qué triste es morirse en el borde del camino, qué triste es morirse solo, qué triste es morirse con dieciséis años […] Malos quereres. Una denuncia anónima y moriré porque decían que mi hermana leía de lo prohibido. Y leer es malo. Me suben al camión. La galga corre detrás. Al llegar a la linde de la dehesa nos bajan a culatazos. Una ceja rota y un reguero de sangre. Me tapo la cara con los brazos y el 460 me golpea con saña. Se ve que me tiene ganas y no sé por qué. Nunca le vi en mi vida. Es de otro lugar. Dicen que miró a mi hermana con ansia en los ojos. Dicen que bajo la pretina se le encendieron fuegos de artificio cuando la vio pasar. Dicen que mi hermana se rió de él una vez. Suena a hueso roto y yo, que no comprendo nada, me duelo del brazo derecho con lágrimas en los ojos. […] Una descarga. Silencio. Luego algún quejido y el sonido machacón y sordo del tiro de gracia: uno, dos, tres… así hasta nueve. Después se marchan a la taberna, los bajos del pantalón manchados de sangre, a celebrar. Se llevan en el camión una bicicleta en la que pone ‘Zoilo’ escrito con pintura verde, como trofeo. (Ripoll, 2010, 33-35).

Mediante la magia teatral y los poderes parapsicológicos, adquiridos quizá a raíz de su conciencia, Perpetua presta su cuerpo, como lo hace todo actor o actriz al subir al escenario, a otro personaje, al tío Zoilo moribundo. De modo metateatral, desempeña un papel dentro de otro papel. Es decir, por medio de la usurpación del cuerpo de la protagonista –una técnica utilizada también por los redivivos de otra obra española sobre la memoria histórica, Père Lachaise (2003) de Itziar Pascual–, se resucita sobre el escenario la memoria de Zoilo-tío, transformado en una aparición que anda en cuerpo ajeno.

De forma que tío Zoilo adquiere la posibilidad, vedada con anterioridad, de dar testimonio a su muerte nefasta, posibilitando así la revisión del pasado soterrado en la memoria social. Su testimonio se ensancha para incluir al de todos los fusilados, cuyos espíritus desatendidos aún vagan por las fosas comunes, sitios en los que reposan las memorias arrebatadas de los allegados. Como manifiesta Zoilo: “Durante años hemos visto cómo la bicicleta se llenaba de polvo y orín. Durante años hemos sentido el cadáver de mi tío descomponiéndose abandonado en mitad de la nada” (Ripoll, 2010, 38). Habría que apostillar que su elección de la palabra “sentir” en lugar de “imaginar” se debe a que la memoria prohibida e ignota de su tío, a fuerza de escucharla repetitivamente, fue revivificada por parte del sobrino como una suerte de memoria heredada, o posmemoria si utilizamos el susodicho término de Hirsch.

Así y todo, estas víctimas arrinconadas en vida adquieren, visto está, poderes sobrenaturales sobre el escenario, los cuales impulsan la confluencia del ayer y del hoy, y alientan una suerte de justicia poética. En efecto, la atmósfera delirante y escalofriante con la cual Ripoll da comienzo a la pieza, además de por el decorado desvencijado, la luminotecnia tenebrosa y los efectos sonoros siniestros, radica en la presencia escénica de espíritus latentes y hagiográficos, en particular los de los catorce santos auxiliadores –especialmente eficaces a la hora de responder a las invocaciones–. A través de los gestos y el diálogo de los personajes vivos, los santos andantes transmiten su presencia. De acuerdo con Pacífico: “Los truenos, los relámpagos, los malos espíritus que soplan, los catorce santos auxiliadores que pasan como una exhalación para darnos pellizcos y hacen corriente, qué se yo…” (Ripoll, 2010, 4).

Análogo al personaje de Tuso en Los niños perdidos, Pacífico también padece retraso mental, a pesar del cual, como Tuso, con frecuencia resulta ser bastante espabilado, incluso más que sus hermanos, Plácido –quien, como sugiere su nombre, favorece la tranquilidad y la “paz” sobre la indagación en cualquier verdad auténtica que no le convenga–, y Perpetua, a quien le interesa olvidarse del pasado para medrar. A título de ejemplo, he aquí un diálogo:

Pacífico.— ¿Sabe? Hemos plantado un huerto en las tierras de la dehesa.

Perpetua.— Cállate.

Pacífico.— Salen unos tomates sabrosísimos. Es una tierra tan buena que parece que haya un santo enterrado en ella.

Perpetua.— ¿Te quieres callar?

Zoilo.—: Y lo hay.

Pacífico.— ¿Hay un santo enterrado?

Perpetua.— No callarás, cacareador.

Pacífico.— No te enfades, anda, no te enfades y bendíceme estos anisitos.

Perpetua.— Ay, Creador, ay, qué sola me tienes, rodeada de tanto idiota. (Ripoll, 2010, 26).

Irónicamente, el tío Zoilo, víctima del amor enfermizo y la codicia de Perpetua, se aproxima más a un santo que la protagonista que se hace la “Santa” para lucrarse con el dinero de los demás.

Con todo y eso, al igual que las estatuas religiosas que cobraron vida para salvar a los presos republicanos inocentes a punto de ser fusilados en Los santos (1954) de Pedro Salinas, los santos auxiliadores y aparecidos de las fosas comunes auxilian a Zoilo, quien había sido engañado por Perpetua. Por haber sufrido tal amor malsano, Perpetua todavía resulta proclive a excéntricos impulsos sentimentales, por lo que se ha empeñado en captar una imagen grotesca, una que remite, hasta cierto punto, al teatro pánico de Arrabal, y en la cual esta anciana encamada, vestida de novia, se posa junta a Zoilo –el “vivo retrato” de su padre de joven–. Habido cuenta la ceguera de Perpetua, es irónico que haya exigido sacar esta foto patética. O puede que su ceguera le haya impulsado a hacer caso omiso a los aspectos anacrónicos, decadentes y kitsch de la foto, y en su lugar, imaginarla tan bonita y juvenil como desearía que fuera. De este modo, la anciana canjea el pasado auténtico, encarnado en la bicicleta herrumbrosa, por el recuerdo artificial e ilusorio que representa la fotografía forzada.

 No obstante, a pesar de haber accedido Zoilo a posar para esta foto tan estrafalaria y degradante, amén de haber consentido a entregar el título de la propiedad de su familia a la anciana embaucadora, los tres hermanos no cumplen con el trato convenido. En el momento en que Zoilo se acerca a la bicicleta, Plácido le encañona con una pistola y Perpetua se niega a entregarle el permiso prometido que legalizaría el desentierro de su tío. Zoilo, por su parte, “se abalanza como un poseso sobre la bicicleta y la protege con su cuerpo”, ya que considera este recuerdo de su tío, este almacén de su pasado particular y colectivo, más precioso que su propia vida. Pero insistimos, los redivivos invisibles, en realidad santos y “desaparecidos” latentes, le desagraviarán de algún modo:

Suena una vez más, distorsionada, la antigua canción del altavoz. Los catorce santos auxiliadores recorren la estancia y los espíritus de los asesinados que yacen en las cunetas acuden al rescate de Zoilo. Plácido y Pacífico corren enloquecidamente espantándose los santos. Perpetua convulsiona, arroja espuma por la boca, se desdobla en dos mientras caen al suelo los azahares de su regazo y el ajado velo de novia se rasga en pedazos.

Perpetua.— Guatemala… Escuadrones de la muerte… cuarenta y cinco mil cuerpos… Monte de la Orbada… Santiago Bermejo Sánchez, carpintero…. Veinte mil en Bosnia Herzegovina… Perú… Uruguay… Armuña… Santiago de Chile… Oviedo… Quezaltenango… Camboya… tres millones de cadáveres en cunetas… Pol Pot…

Pacífico.— ¡Los Santos! ¡Los catorce santos que no soportan esta injusticia!

 […]

Perpetua.— Eleuterio Cabrera García, secretario del ayuntamiento… Fosa común del cementerio de Valencia… 3000 desaparecidas… Evelia Girón Ruano, ama de casa… las muertas de Ciudad Juárez… Cientos de estudiantes desaparecidos en Indonesia… trescientos mil desaparecidos… Joaquín Rodríguez Rodríguez, pastor… cuneta… fosa… zanja…

Plácido.— San Pantaleón, San Vito, San Jorge… Perpetua, no dejes que se nos lleven, que nos arrastran a la fosa…

Pacífico.— ¡La pistola, Plácido, apártala!

Perpetua.— Ambrosio Pacheco García, agricultor… sima… Gabriel Pérez Carra, agricultor… huesos… Fujimori… Rusia… cientos de desaparecidos en México… España… trescientos mil… Zoilo Torres Cifuentes… Zoilo Torres… Zoilo…

Suena una detonación. Plácido, con los ojos desencajados, sujeta la pistola con ambas manos. Perpetua deja de convulsionar. Un reguero de sangre corre por debajo del terciopelo negro y tiñe de rojo los azahares. Zoilo, sin soltar la bicicleta, se acerca al altavoz y detiene la música. Pausa larga. Pacífico se acerca a Perpetua.

Pacífico.— Está muerta. La has matado. Plácido, has matado a la Santa.

Plácido.— Yo… los santos… me arrastraban… se querían llevar la bicicleta…

Pacífico.— ¡Has matado a la santa…!

Plácido.— Yo no he sido… los santos, han sido los santos… (Ripoll, 2010, 46-48).

Mediante el frenesí desbocado de este desenlace, propulsado por las convulsiones parapsicológicas de Perpetua, se advierte la fijación de esta, a pesar suya, en las cunetas, las fosas comunes, y el tío Zoilo cuyo cadáver yace en la dehesa por culpa de su denuncia. Es por ello que los espíritus invisibles, surgidos de las fosas comunes, y los santos latentes y omnipresentes a la vez, se ocupan grotescamente, en el momento más paroxístico de la pieza, del cuerpo ajado de Perpetua, llevándola así a su destino merecido: un fusilamiento impetuoso por parte de su propio hermano. Estos aparecidos salvaguardan y reivindican, en definitiva, el cacharro roñoso que alberga la memoria colectiva de todos los desaparecidos, cuyos cuerpos, y recuerdos depositados en ellos, continúan tapados. Reclaman, al fin y al cabo, la justicia –o, cuando menos, la devolución de los cadáveres encubiertos– para las víctimas de la violencia gratuita, y los allegados de asesinados que yacen ignominiosamente en cunetas, zanjas y fosas comunes.

En conclusión, está claro que Laila Ripoll experimenta con e innova el recurso de personajes paranormales o redivivos. Con técnicas variadas –el muerto viviente simbólico de La frontera, la aparición del homólogo joven en El convoy de los 927, los aparecidos que confluyen en el tiempo y el espacio de Que nos quiten lo bailao, los fantasmas vivientes derivados de la nostalgia de un amigo en Los niños perdidos y los espíritus vivientes que fastidian y poseen cuerpos ajenos en Santa Perpetua, Laila Ripoll pone de relieve la vigencia de la memoria histórica, cuya presencia, ya sea en el teatro o en la vida real, no se desliga cómodamente de nuestra realidad contemporánea.

 

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