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2.4 · Los muertos vivientes de la Guerra Civil en cinco obras de Laila Ripoll: La frontera, Que nos quiten lo bailao, Convoy de los 927, Los niños perdidos, y Santa Perpetua

Por Alison Guzmán.
 

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Ilustración


Los muertos vivientes de la Guerra Civil en cinco obras de Laila Ripoll: La frontera, Que nos quiten lo bailao, Convoy de los 927, Los niños perdidos, y Santa Perpetua

Alison Guzmán
Providence College (EE.UU.)
alyvons@stanfordalumni.org

 

Resumen: Al centrarse en el tema palpitante de la memoria de la Guerra Civil, Laila Ripoll se ha servido habitualmente de los muertos vivientes –espectros “resucitados” que encarnan la memoria de los personajes vivos– para escenificar el proceso activo, en continua reconstrucción, de la memoria particular y social del conflicto de 1936. Desde los personajes escindidos, hasta los cuerpos inhabitados, y los aparecidos emanados de recuerdos nostálgicos, no cabe duda que esta autora se ha experimentado con una amplia gama de redivivos para poner de relieve lo ineludible de la memoria histórica.

Palabras clave: Laila Ripoll, Guerra Civil, memoria, redivivos

Abstract: In keeping with her focus on the memory of the Spanish Civil War, Laila Ripoll draws upon Living Dead –revived ghosts that embody the memory of live characters– in order to stage the perpetual transformation of cultural and individual memory. By experimenting with a variety of specters, including split characters, haunted bodies, and spirits that emanate from nostalgic memories, the author underscores the unavoidable presence of historical memory.

Key words: Laila Ripoll, Spanish Civil War, memory, ghosts

 

La cohabitación forzosa del presente y el pasado en la memoria histórica –el recuerdo que tiene un grupo social sobre un pasado particular, así como el aprendizaje, valores y sentido de identidad basados en esa evocación (Ver Halbwachs, Ricoeur, y Winter y Sivan)– se plasma, de acuerdo a varios teóricos, en “lugares” u objetos simbólicos (Ver Nora, Stewart, Hirsch, y Middleton y Edwards) que, a modo de palimpsesto, “dejan rastros de” rememoraciones familiares o colectivas con el fin de impulsar la comunicación que contrarresta la desmemoria, coadyuvando así la continuación de lo que Richard Terdiman denomina el enigma del pasado presente (358). Dar vida a la memoria histórica dentro de los tiempos dramáticos principales es precisamente lo que consiguen una cantidad considerable de dramaturgos españoles en los albores del siglo XXI mediante el uso de los muertos vivientes. Estos fantasmas andantes, o bien difuntos o bien homólogos jóvenes de los protagonistas, regresan resucitados sobre el escenario por la memoria de los protagonistas vivos, o por el arte teatral, para relacionarse nuevamente con ellos dentro del primer tiempo dramático. Tales redivivos, en realidad almacenes de la memoria, el olvido, la imaginación, y la perspectiva de los personajes vivos, ilustran la teoría del estudioso Tony Bennett, quien sostiene que el cuerpo humano constituye una reserva de memoria cultural (40-54). Lo que es más, brindan al espectador una imagen bastante teatral del proceso fluido por el que la memoria de un trauma colectivo, olvidado o tergiversado –por lo general, la Guerra Civil Española–, se cuela y participa en el tiempo presente, incitándonos así a revaluar perennemente nuestra perspectiva del ayer y de hoy.

Bajo este aspecto, habría que acentuar el renovado interés que está suscitando, a principios de este siglo, la memoria de la contienda de 1936 en España, no solo a nivel político –cabe citar el desentierro de las fosas comunes, la aprobación de la Ley de la Memoria Histórica, el enjuiciamiento del Juez Garzón, la polémica en torno al Valle de los Caídos y la concesión de la nacionalidad española a los descendientes de los exiliados, entre otros hitos recientes–, sino también a nivel cultural. En efecto, durante la primera década del siglo XXI hubo un incremento de más del cincuenta por ciento en los textos teatrales escritos sobre el conflicto de 1936 con respecto a los publicados sobre el mismo tema en las décadas anteriores1. Uno de los recursos dramáticos más extendidos entre estas últimas piezas ha sido, cómo no, el empleo de los fantasmas andantes. Entre los autores teatrales contemporáneos que han introducido espectros vivientes que representan la memoria histórica de la lucha de 1936 en un tiempo dramático posterior, cabe citar a José Sanchis Sinisterra, Jerónimo López Mozo, Itziar Pascual, Maite Agirre, Juan Copete, y Raúl Hernández Garrido, entre otros2. Pero la dramaturga española que más se ha centrado últimamente en el tema de la Guerra Civil ha sido Laila Ripoll, cuya obra última está entreverada de redivivos que sirven de depósitos de la memoria, semejantes a los objetos, fotos y lugares evocativos, mencionados con anterioridad; estos aparecidos, a modo de recuerdos orgánicos, además de influir en la remembranza histórica de sus homólogos o allegados, también son influenciados por las vivencias, el olvido, y la imaginación de los personajes vivos.

A través de estos resucitados, la memoria histórica escenificada interviene en y forja, en cierto sentido, el tiempo presente de la acción dramática; es más, disfruta de una relación recíproca con el mismo. Si bien las perspectivas de los muertos andantes suelen ejercer más influencia sobre los personajes vivos que lo contrario, también es verdad que su existencia se debe, en muchas instancias, a lo que Sanchis Sinisterra denominó “la magia teatral” en su obra ¡Ay, Carmela!, cuyo éxito impulsó, hasta cierto punto, el interés que generaron los muertos vivientes entre los dramaturgos españoles durante los últimos veinticinco años, y sobre todo a partir del cambio del siglo. La mayoría de las veces, dichos redivivos se asoman para conversar con los personajes vivos de manera completamente natural, pues el autor teatral los ha inyectado de forma corporal y con presencia escénica. Al mismo tiempo que teatralizan, de alguna forma, el realismo mágico, estos aparecidos ostentan una función simbólica con respecto a la memoria colectiva de los otros protagonistas.

Esto es el caso del espectro anciano que protagoniza la obra breve de Laila Ripoll titulada La frontera (2003)3. En efecto, el muerto viviente de esta pieza se sitúa a caballo entre las apariciones reminiscentes del realismo mágico en la línea de ¡Ay, Carmela!, y el bulto de objetos representativos del pasado familiar que cargan la pareja de jóvenes en Bagaje de Jerónimo López Mozo. Aunque goza de un cuerpo humano, el aparecido de La frontera se trata del muerto viviente más alegórico de los que intervienen en las cuatro obras de Ripoll sobre la Guerra Civil. Y es que, al otro personaje de la pieza, al Joven, le toca llevar a cuestas, a regañadientes, al redivivo de su abuelo difunto, cuya corpulencia física representa lo pesado que le resulta al nieto el sentirse obligado a cargar con la memoria de un trauma familiar y colectivo –la de los exiliados españoles que residieron en México como consecuencia de la lucha de 1936– que le parece fatigosa, remota, desconocida, y al fin y al cabo, un impedimento a su proyecto de autoexiliarse a los Estados Unidos por razones económicas. Con motivo de escenificar el conflicto inter-generacional perenne entre el ansia del progreso y el valor del pasado, El Viejo inclusive “se aferra con brazos y piernas al cuerpo de su nieto” (Ripoll, 2003, 116), a la vez que procura, por todos los medios, convencer al Joven que no deje atrás sus “muertos”, su herencia histórica y personal, en México, el lugar adoptivo en el que su familia y muchos otros vencidos encomendaron sus rememoraciones culturales.

Ante la indiferencia y el rechazo del Joven obstinado, el redivivo veterano insiste en lo imprescindible de la memoria para aprender del pasado y echar bases firmes sobre las que se pueda marchar hacia un futuro mejor. A su modo de ver, su nieto preserva dentro de su cuerpo la memoria patrimonial de sus antecedentes, por lo que le asegura al Joven dubitativo que, a pesar de que jamás había viajado a Europa, conoce, de alguna manera, “la luz del Mediterráneo”:

La has visto en mis palabras, en los ojos de tu madre. Has buscado las llaves en el fondo del mar Mediterráneo desde que eras muy chiquitito. […] Has hecho pozos profundísimos en la orilla y con el barro has edificado catedrales góticas. ¡Y pretendes hacerme creer que no has visto el Mediterráneo! (Ripoll, 2003, 117).

Tal aseveración corrobora la teoría de la posmemoria de Marianne Hirsch, la cual aduce que las generaciones que siguen a la que atestigua un trauma lo “recuerda” a través de reminiscencias transmitidas, tan profunda y afectivamente, por medio de historias, imágenes y comportamientos, que parecen constituir memorias por derecho propio (111).

Con todo y eso, el Joven logra desprenderse de la imagen simbólica de su posmemoria, es decir, el cuerpo de su Abuelo, con la que carga literalmente. Pero a pesar suyo, se queda con la sempiterna sinécdoque de los desterrados, la llave de la casa que el Viejo fue obligado a abandonar en 1939, ya que no es posible renunciar por completo a la memoria social, por más enrevesada que sea. Resulta mejor el procurar conocerla y comprenderla. Es por eso, a buen seguro, que Laila Ripoll, nieta de exiliados, ha buceado tanto en su memoria comunicativa-familiar, como en la cultural-documental, a la hora de escribir textos teatrales que versan sobre la Guerra Civil y sus secuelas, especialmente desde la perspectiva de los nietos de los que la vivieron. Se deja entrever la “posmemoria” de la propia autora al nivel paratextual, en la elección de Ripoll del tema del conflicto de 1936 para su dramaturgia. En el legado del trauma colectivo vivido por sus abuelos estriba, asimismo, la tendencia de la dramaturga a “rememorar” la contienda civil desde un prisma infantil4.

Al igual que La frontera (2003), la segunda obra de Ripoll sobre la Guerra Civil, Que nos quiten lo bailao (2004)5 [fig. 1], entreteje la perspectiva de los niños de la tercera generación de republicanos exiliados, esta vez en Marruecos, con varias escenas cortas en las que estelas de exilios distintos dejan rastros, a modo de palimpsesto, en un batiburrillo de sonidos, frases, objetos e imágenes que se alternan y se funden en el tiempo y el espacio para producir una representación visual de la memoria histórica mundial del exilio. Conviene agregar que, a la amalgama de apariciones intrahistóricas que participan en estos retazos de la memoria cultural universal –la que conjuga las secuelas parecidas de numerosos exiliados experimentados a lo largo del tiempo y el espacio–, como ecos del pasado, les asombra contemplar las imágenes colectivas de la memoria de las que forman parte, como sugiere la siguiente acotación: “Todos los personajes con bultos y maletas se despiden. Visten distintas ropas, distintas épocas, distintas latitudes…Miran, alucinados, los nombres de las estaciones que pasan ante sus ojos sin transición…” (Ripoll, 2005b, 75). La dramaturga les ha brindado, en definitiva, una perspectiva distanciada y teatral de la memoria colectiva en la que participan.

Pero aparte de estas sombras movedizas, procedentes de múltiples épocas y lugares de la historia, el único muerto viviente que protagoniza una de las escenas cortas sería el marido difunto de la abuela Amparo, con el cual esta viuda moribunda entabla conversación. A pesar de que no se oye la voz del personaje latente del abuelo Miguel, se sabe, por el monólogo coloquial que pronuncia la abuela encamada, que se trata de un espectro contestón, preguntón y celoso: “Sí, sí, tú cascaste unos días después. Qué vas a acordarte tú, si ya no estabas…” (Ripoll, 2005b, 75). Nada más terminar su conversación-monólogo con el redivivo de su marido, Amparo se muere y “sobre la anciana se proyectan imágenes de personas que se despiden en las estaciones, emigrantes, exiliados, pateros que parten, barcos que zarpan y la gente agita pañuelos blancos…” (Ripoll, 2005b, 76). Tales representaciones reproducen simbólicamente la susodicha teoría de Bennett sobre la función de albergue de la memoria colectiva heredada de la que disfruta el cuerpo humano (40-54).



1 El dato está basado en mis investigaciones para la tesis doctoral en la Universidad de Salamanca: La memoria colectiva de la Guerra Civil en el teatro español contemporáneo.

2 Sanchis Sinisterra (1991), ¡Ay, Carmela!; Ñaque, Madrid, Cátedra; López Mozo, Jerónimo (2005), Las raíces cortadas, Madrid, AAT; Pascual, Itziar (2003), Père Lachaise, Madrid, AAT; Agirre, Maite (2008), “BILBAO: Lauaxeta, tiros y besos” En: Teatro español del siglo XXI: actos de memoria, Winston-Salem, North Carolina: Wake Forest UP; Copete, Juan (2003), Soliloquio de grillos, Mérida, De la Luna Libros; Hernández Garrido, Raúl (2008), Todos los que quedan. Manuscrito.

3 La frontera se estrenó en el Teatro del Pueblo de Buenos Aires en el 2004, un año después de que fueron declaradas nulas las leyes del Punto Final y de la Obediencia Debida, las cuales eximieron a los mandos intermedios de actos terroristas en los que habían participado durante la dictadura cívico-militar argentina (1976-1983). Naturalmente, ha habido puntos de contacto –y diferencias– en la recuperación de la memoria de las víctimas de la dictadura argentina y la española, por los que interesaba estrenar esta obra en Buenos Aires por esas fechas.

4 Aparte de la dramaturgia mencionada, tampoco se debe perder de vista la tendencia del cine español sobre la Guerra Civil a la perspectiva infantil. Cabe subrayar una obra que ha gozado de mucho éxito tanto sobre el escenario como en la pantalla: Las bicicletas son para el verano. El viaje de Carol, La lengua de las mariposas, El laberinto del fauno, y El espinazo del diablo son otras películas cuyos protagonistas son niños. Las últimas dos se aprovechan incluso de los aparecidos y otros fenómenos fantásticos.

 

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