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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · NOTAS SOBRE LA DRAMATURGIA EMERGENTE EN ESPAÑA

Por Eduardo Pérez-Rasilla.
 

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La palabra sencillamente renuncia a la ficción y se niega a ponerse al servicio de un personaje ajeno e imaginario. El actor –el creador– reivindica la titularidad de su propia palabra mediante la que compone un teatro de confesión o de testimonio, no exento de reflexión filosófica y frecuentemente traspasado por la ironía. La metateatralidad alcanza su punto culminante en esta presentación del proceso concebido ya no como medio o etapa previa sino como única posibilidad escénica, que no exige unos resultados y requiere unos niveles de perfección, porque conoce su inviabilidad. En el teatro español emergente las creaciones de Ana Vallés al frente de la compañía Matarile proporcionan ejemplos elocuentes de esta concepción del teatro como proceso, como sucede también con algunas creaciones de Sara Molina. Más tarde, podemos advertir las huellas de estos procedimientos en algún trabajo de Sonia Gómez. En la promoción más reciente, algunos creadores, como La tristura (Actos de juventud, propuesta de reflexión generacional, que combina el compromiso histórico con un bellísimo lirismo intimista [fig. 3]) o Lola Blasco (Los hijos de las nubes, interesante tentativa de recuperación del teatro documento, combinado con una forma de teatro confesional [fig. 4]), por ejemplo, han recurrido en algunas ocasiones a la confidencia, a la confesión o al testimonio, aunque las diferencias en su uso –entre sí y respecto a los creadores de las promociones anteriores– sean evidentes.

Desde el propio CNNTE, y después desde otros espacios, se descubría al público, se impulsaba y se mostraba la danza contemporánea, una manifestación escénica pujante que ofrecía posibilidades de convergencia con el teatro mismo y que contagiaba y era contagiada por la escritura dramática. Aquellas experiencias proporcionaron un punto de partida para la colaboración entre dramaturgos y coreógrafos, posibilidad fecunda y aún abierta y pendiente de proyectos y tentativas más audaces, a pesar de que haya proporcionado interesantes logros a lo largo de estos decenios. En cualquier caso, la convergencia entre la danza contemporánea y el teatro se constituyó en uno de los focos que desde entonces han alumbrado la emergencia escénica. La relación de coreógrafos y compañías que desde entonces hasta ahora han configurado esa emergencia es muy extensa, y acaso resultaría fatigosa su mera enumeración, pero convendría recordar su papel dinamizador en este proceso, su extraordinaria versatilidad y su audacia a la hora de abordar experimentos escénicos. Aunque el impulso de acercamiento entre los géneros se ha verificado tanto desde el teatro como desde la danza, ha sido esta manifestación escénica la que ha contribuido más decidida e imaginativamente a hacer permeables las viejas fronteras. La colaboración de algunos bailarines y coreógrafos con dramaturgos o con compañías teatrales –e incluso con científicos o con pensadores– ha sido frecuente –Elena Córdoba, Carmen Werner, Daniel Abreu, Teresa Nieto, Sonia Gómez, Ricardo Santana, Juan Domínguez, María Muñoz, etc.– y no simplemente para ocuparse de la coreografía de un espectáculo, sino para plantear un diálogo con artistas que cultivan otras especialidades e investigar en nuevos espacios de creación que puedan abordarse desde una perspectiva diferente pero con un objetivo común. La incorporación de la palabra a los trabajos coreográficos se extiende rápidamente, lo que acabará por neutralizar la oposición entre los géneros.

Paralelamente, algunos grupos catalanes como La fura dels Baus o Els comediants, investigaban las posibilidades de un teatro sin palabras, sustituidas por la acción física, la manipulación y el descubrimiento de facetas insólitas de unos objetos que se sobredimensionan intencionadamente, y por la celebración de la fiesta y la práctica del juego. Por lo demás, sus espectáculos pretendían, y lograban, una relación diferente con un público –masivo en un teatro de naturaleza no convencional y en buena medida vanguardista, circunstancia que resulta relevante–, que perdía su lugar protegido y seguro y se veía obligado a abandonar la pasividad para participar gozosa e intensamente en un juego colectivo. Esta alteración radical de la recepción del espectáculo no es la menor de las aportaciones de grupos como La Fura dels Baus o Els comediants, aunque su propósito se extendiera a otras formaciones e iniciativas. Para ello era precisa la utilización de espacios diferentes, no específicamente teatrales, con los que a su vez se establecía una relación singular que subvertía, al menos durante el tiempo de la representación, la condición y las funciones de aquellos espacios. Un tiempo más tarde, otro grupo catalán, Sémola, que trabajaba también un teatro sin palabras, descubría insólitas posibilidades de solapamiento y asociación entre diversas acciones físicas y la manipulación de materiales y objetos, que generaban sugerentes y luminosas secuencias. En la promoción más joven la compañía Nut, formada por Arantza Villar, Iria Sobrado, Nerea Barros y Xiana Carracelas y, después la compañía Churras, constituida por estas tres últimas actrices y bailarinas, han propuesto espectáculos como Corpos disidentes y Wake up (Nut) o My own life (Churras), que combinan los lenguajes de la danza, el teatro o la performance, de fuerte tono intimista, acorde con su generación, y que se componen mediante el solapamiento de espacios sonoros e imágenes corporales, a las que se añade en ocasiones una palabra no dialogada, próxima a la salmodia [fig. 5]. La recurrencia y la interferencia provocan una cierta compulsión en los trabajos, compatible con una extraña armonía. Sus propuestas, que ofrecen una reflexión poética, delicada y levemente irónica sobre la identidad humana y sobre el cuerpo femenino, se cuentan entre las aportaciones más originales de la creación más joven.

Desde una estética muy diferente, un veterano grupo, que hundía sus raíces en la década anterior, La cuadra, de Salvador Távora, incrustaba la palabra en la celebración ritual y/o festiva. Y ya en la década de los ochenta irrumpió otra compañía, La zaranda, cuyo trabajo abundaba también en el uso de elementos rituales procedentes de la tradición trágico- festiva andaluza, pero en el que la palabra encontraba una resonancia singular mediante la exploración de sus posibilidades rítmicas y evocadoras. Son solo algunas de las referencias que podrían aducirse y recordarse, pero la proyección internacional que han conocido estos colectivos certifica su sintonía con los más exigentes movimientos de renovación y vanguardia europeos.

Por otro lado, el viejo artefacto construido por un texto que contaba una historia mediante las acciones y los diálogos de los personajes, sustentada por una estructura espacio-temporal bien definida, parecía obligado a dar respuestas a la crítica implícita y explícita que a lo largo del siglo XX había cuestionado su pertinencia y su viabilidad. Ciertas escrituras emergentes se propusieron trastornar aquel modelo sin renunciar a la posibilidad de narrar una historia, de inventar unos personajes o de elaborar unos diálogos, es decir, prefirieron el reto que suponía reformular el texto dramático clásico a la adopción de los criterios que configuraban un teatro de vanguardia. No obstante, para que ese texto resultara aceptable a un espectador que había perdido ya la ingenuidad acrítica, había que adoptar nuevas estrategias en la escritura. La investigación teórica y práctica abrió horizontes para una escritura dramática emergente que había tomado conciencia de que el texto era más un enigma que una solución, un ejercicio autorreflexivo y metateatral que una representación acabada e inequívoca de la realidad. Algunos dramaturgos, que en la década de los ochenta se encontraban en la madurez personal y artística, impulsaron algunas de estas investigaciones, ejercieron su magisterio sobre los más jóvenes o compartieron inquietudes renovadoras con ellos. Es indispensable la referencia a José Sanchis Sinisterra, Josep Maria Benet i Jornet, Rodolf Sirera o a algunas etapas de la trayectoria de Fermín Cabal, cuyas respectivas escrituras presentan, sin duda, diferencias notables, pero que coinciden en su inquietud por una renovación profunda de los lenguajes dramáticos sin romper con una determinada concepción de la textualidad que sigue mirando a la historia y al personaje.

La noción de enigma a que hacíamos referencia proporciona la posibilidad de intersección entre las dos líneas que inspiran esta escritura. El enigma permite la confección de una historia compleja y sugestiva, capaz de suscitar la tensión en el espectador, la suspensión de su ánimo y la formulación de hipótesis que posteriormente confirmará o desechará, y exige, en consecuencia, una elaboración cuidada de sus componentes. Pero el recurso al enigma supone también la renuncia a la explicación última de la historia. El dramaturgo pierde su posición de superioridad, su condición de dueño de la historia y comparte con los personajes y con el receptor la responsabilidad de desentrañarla o de declinar la invitación a esclarecer su sentido último. La acepta como limitación, lo que supone que su mirada sobre el mundo concluye con la constatación de su incertidumbre, de su incomprensibilidad última.

Los dramaturgos que eligieron y enseñaron esta manera de trabajar el texto dramático, miraron hacia Beckett –parece difícil soslayar a Beckett en el teatro contemporáneo– o hacia Pinter, aunque tampoco desdeñaron otras lecciones, procedentes de dramaturgos anteriores –Brecht, Schnitzler–, de la narrativa de Kafka, Cortázar, Melville o el grupo Oulipo, del cine, de la música o de disciplinas científicas o filosóficas. El teatro traspasaba sus fronteras –por utilizar un término grato a Sanchis Sinisterra– y transitaba por otros espacios para poder refundar una textualidad anquilosada. En estos viajes aprendió o perfeccionó recursos como la elipsis, la deliberada mutilación de partes innecesarias (o incluso de partes aparentemente imprescindibles) de la historia, la utilización del silencio, la fractura del diálogo y la respuesta diferida, la súbita dilatación del tiempo o del espacio o su contracción inopinada, la superposición de tiempos y espacios, la recurrencia, el paralelismo y las variaciones sobre el mismo tema, la inviabilidad de la progresión temporal, la conculcación del principio de causalidad, la omisión de informaciones o la admisión de la ambigüedad o del error, la renuncia a satisfacer explicaciones requeridas o, complementariamente, la explicación prolija no solicitada, la alternancia de balbuceos, monosílabos o gritos inarticulados con extensos monólogos o soliloquios, el trastorno del principio de cooperación u otras formas de dislocación del proceso comunicativo, etc. Estos procedimientos suelen acompañarse de complejas y bien trabadas estructuras que proporcionan al texto la condición de juego que requiere la participación del receptor. Es así como este se convierte en parte integrante de la creación de la historia.

La investigación de estos procedimientos dramatúrgicos alentó desde los años ochenta y los noventa (y también en la primera década del siglo XXI) una escritura emergente poderosa y atractiva. Con ella pueden relacionarse escritores como Sergi Belbel, Lluïsa Cunillé o Paco Zarzoso, quienes han trabajado o se han formado en algún momento junto a los maestros mencionados. Sin embargo, la estela dejada por esta emergencia se extiende, por influencia directa o indirecta, a muchos otros dramaturgos, que han seguido después trayectorias muy diferentes. La lista es muy larga y en ella podrían figurar, entre otros muchos, Jordi Galcerán, Xavi Puchades, Victoria Szpunberg, etc. Desde unos supuestos teatrales diferentes, ha ejercido un magisterio estimable el dramaturgo chileno Marco Antonio de la Parra, por cuyos talleres o seminarios han pasado creadores como Angélica Liddell, Juan Mayorga, José Ramón Fernández o Pedro Víllora, entre otros. Todos ellos han ejercido, a su vez, el magisterio y la influencia sobre las generaciones más jóvenes. No es necesario resaltar el impacto que sobre creadores y espectadores han ejercido los poderosos espectáculos de Angélica Liddell. O el peso que ha adquirido el teatro de Juan Mayorga, cuya influencia se ha extendido al ámbito académico y al territorio de la escritura dramática más joven. El teatro tan cuidadosamente elaborado que escribe José Ramón Fernández, con su riqueza léxica y su variedad de motivos temáticos, ha orientado a algunos de los dramaturgos más recientes, por ejemplo a Paco Bezerra. Algo semejante podría decirse de la labor docente de Pedro Víllora.

 

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