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1. MONOGRÁFICO

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1.2 · EL PÚBLICO DE TEATRO EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XXI

Por Alberto Fernández Torres.
 

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3.2. Un rodeo por los no-públicos

Hay, sin duda, una tercera distinción posible: los no-públicos. Ese amplio porcentaje de la población –entre un 50% y un 75%, dependiendo de qué encuestas utilicemos– que declara que no va nunca o casi nunca al teatro. Los motivos de esa no-asistencia pueden ser diversos, pero parece razonable contemplar fundamentalmente cuatro:

  • “Esto no es para mí”. Falta de formación para decodificar eficazmente el espectáculo teatral o, más plausiblemente, convicción intuitiva o probada –en este caso, fruto de una mala experiencia– de que no se dispone de tal habilidad. Vinculada lo anterior, la barrera psicológica que supone, para ciudadanos de determinado nivel social o educativo, el miedo a irrumpir ilegítimamente en recintos culturales “sacralizados”.

  • “No podría, aunque quisiera”. Imposibilidad de acceso físico a la oferta por no existir espacios escénicos de proximidad.

  • “No me interesa”. Rechazo activo de la oferta teatral, como fruto asimismo de experiencias insatisfactorias, de percepciones desfavorables sobre el tipo de placer que ofrece el teatro o de la existencia de opciones alternativas siempre más atractivas.

  • “No tengo dinero para eso”. Nivel de renta insuficiente –o percibido como insuficiente– para incluir la asistencia a la oferta escénica como una posibilidad de ocio y diversión.

Si eliminamos de estos factores los dos que tienen una naturaleza más fuertemente “objetiva” –la barrera económica y la barrera física, esta última muy difícilmente reducible a partir de ahora, porque las restricciones presupuestarias de las administraciones públicas impedirán con toda seguridad la extensión geográfica de la infraestructura teatral durante un largo período de tiempo–, nos quedan otras dos barreras.

Una de ellas es también acentuadamente “objetiva”: la no-posesión del capital cultural/teatral necesario –o percibido como necesario– para decodificar el espectáculo teatral hasta el nivel suficiente como para que produzca un placer estético y/o una diversión eficaz. La acentuada “objetividad” de esta barrera procede del hecho de que la generación o suministro de ese capital cultural/teatral solo parece tener una vía para canalizarse eficientemente: la incorporación del teatro a los programas de nuestro sistema de enseñanza como materia normal de formación, un déficit permanente que sufre la ciudadanía española y que debiera avergonzar a cualquier Gobierno democrático que lo tolere, especialmente si se autodefine como progresista.

La cuarta barrera –“no me interesa”– es menos “objetiva”, aunque no por ello menos importante. Aunque una superación eventual de las otras barreras –mayor nivel de renta, mayor posibilidad de acceso físico, incremento del capital cultural/teatral– puede contribuir a superarla, el factor endógeno que podría ser más eficaz para conseguir tal efecto sería probablemente la generación de una experiencia o experiencias favorables que compensaran o corrigieran la idea de que “esto no me interesa”.

Lo que ocurre es que se antoja complicado que se pueda producir esa experiencia favorable sin que se generen las condiciones necesarias para que tal oportunidad sea posible, las cuales parecen ser básicamente dos: la percepción de que “es necesario” ir al teatro, porque allí es “donde pasan (las) cosas”, lo que nos conduce de nuevo al problema del valor contextual y de la influencia o relevancia social, otro déficit importante del teatro español que antes hemos subrayado; y/o la existencia factores favorables a la asistencia al teatro en el conjunto de las tendencias socioculturales que previsiblemente determinarán el comportamiento de los consumidores de ahora en adelante. Este último será el tema del siguiente apartado.

3.3. Retomando el hilo

Con toda seguridad, al amable lector no se le habrá escapado que los argumentos urdidos en el apartado anterior tienen un propósito más retórico que operativo. Por eso se ha dicho de él que es un “rodeo”. No se quiere sugerir con esto que no debamos preocuparnos por el caso de los no-públicos, pero sí que el futuro del teatro español y sus perspectivas de desarrollo en el siglo XXI no se juega tanto en la conversión de esos no-públicos en públicos, sino en actuar eficazmente sobre las relaciones que los públicos “nucleares” o “periféricos” mantienen con el sistema teatral.

No obstante, la disertación sobre los no-públicos no tenía únicamente un propósito retórico. Su rápida consideración parece habernos conducido, casi por reducción al absurdo, a dos factores estrechamente relacionados entre sí y que bien pueden ser considerados como críticos para una gestión productiva de las relaciones con los “sí-públicos”: las tendencias socioculturales de los consumidores y la influencia o relevancia social del teatro.

Llegados a este punto, conviene señalar cuanto antes algo que parece entrar en flagrante contradicción con el hecho, ya destacado, de que los dos segmentos de “sí-públicos” mencionados tienen diferencias esenciales entre sí, las cuales se manifiestan en el dato de la frecuencia de su asistencia al teatro –aficionados/no aficionados, capital específico teatral/capital genérico cultural, núcleo/periferia, etc.–. Y ese “algo” es que el comportamiento de unos y otros como consumidores culturales tiene un rasgo fundamental en común: no está determinado por su relación con el teatro.

Esto, hay que insistir en ello, parece en violenta contradicción con el hecho de que, en el primer caso, estamos ante personas que acuden al teatro con una “elevada” asiduidad, lo que debería hacernos suponer que tal frecuencia tiene forzosamente que influir de manera asimismo “elevada” en su comportamiento como consumidor (cultural). Sin embargo, no es así; o, al menos, no es necesariamente así.

Obviamente, es cierto –o debiera serlo– que los consumidores que disponen de un importante capital teatral mantienen actitudes y comportamientos distintivos respecto de quienes no lo tienen. Pero, una vez establecida esta base de partida, ya no es tan cierto que tales actitudes y comportamiento se vean determinados fundamentalmente por su asistencia al teatro.

El motivo –y el erróneo sesgo de razonamiento en el que frecuentemente caemos al respecto en el ámbito de la gestión teatral– es que su frecuencia de contacto con el teatro es “elevada” en términos relativos si se compara con la que mantienen los demás públicos teatrales; pero ya no resulta tan “elevada” en términos relativos si la comparamos con la frecuencia de exposición que esos mismos ciudadanos, “aficionados al teatro”, mantienen respecto de otras ofertas culturales, sean “restringidas” o sean “de gran producción”, o respecto de las tendencias socioculturales de consumo de carácter general.

Es cierto que los consumidores con mayor capital cultural tienden a manifestar “comportamientos modulares” en función de la oferta desde la que son apelados –un mismo ciudadano levantará la voz durante un partido de fútbol, hablará en voz muy baja en una galería de arte y permanecerá en silencio durante un espectáculo de ópera; y ese mismo ciudadano probablemente interrumpirá la lectura de una mala novela, tolerará una mala película y se irritará en silencio ante una pésima representación teatral, incluso hasta jurar a sus allegados que “no pienso volver al teatro”–; pero también lo es que estas variaciones se formulan a partir de unos cimientos comunes que vienen establecidos esencialmente por tendencias socioculturales de consumo.

El aficionado al teatro que acude seis, doce, veinte veces al año a un espacio escénico se halla sin duda expuesto con mucha mayor frecuencia al contacto con otras opciones de consumo cultural, en particular, y con las tendencias socioculturales del consumo, en general, las cuales determinan su comportamiento con mucha mayor intensidad que la contemplación de espectáculos teatrales9. Es este un factor que iguala poderosamente las actitudes y comportamientos a largo plazo de los públicos “nucleares” y “periféricos” del sistema teatral.

En definitiva, conviene evitar el “sesgo de percepción” antes citado en el que caemos muy habitualmente desde la gestión teatral. La intensidad de la relación de fidelidad del teatro con sus públicos más asiduos no es exactamente recíproca: desde la gestión teatral, se tiende a considerar que ese público asiduo “es fiel”; sin embargo, ese público, aun siendo más “fiel” al teatro que otros públicos, no es más “fiel” al teatro que a otras ofertas escénicas10.

Dicho en forma de “boutade”: siempre habrá un público teatral, pero el público jamás volverá a ser teatral (en el sentido de que el teatro jamás volverá a ser la oferta cultural que más determine su comportamiento).



9 Una amplia encuesta de opinión realizada en los años 90 por iniciativa del Ministerio de Cultura reflejaba que los aficionados al teatro eran más proclives a exponerse a otras ofertas culturales que los aficionados a otras ofertas culturales lo eran a asistir al teatro. Por desgracia, el estudio, hasta dónde sé, jamás fue publicado.

10 Se trata de un “sesgo de percepción” de parecida naturaleza al que suele producirse al analizar el asunto del capital cultural/teatral. El hecho de que la posesión de tal capital resulte condición necesaria para generar una actitud positiva respecto de la asistencia al teatro, no quiere decir que sea condición suficiente, es decir, no quiere decir que todos los ciudadanos que estén en posesión de ese capital terminarán tarde o temprano –o podrían terminar tarde o temprano– por acudir al teatro. Los condicionantes que hacen posible que esa posesión se traduzca en un comportamiento activo dependen de otros factores cuya identidad parece posible determinar, pero no tanto su intensidad o la naturaleza de sus relaciones mutuas. Los errores de gestión a los que conduce este “sesgo” son conocidos: considerar que basta con dar con extender la oferta y/o con dar con un reclamo ingenioso para que esos ciudadanos acudan al teatro, como quien pesca lucios en una charca; o preocuparse mucho más por los no-públicos –nuevamente con estrategias de oferta–, porque los otros son ya “nuestros públicos naturales y/o potencialmente cautivos”.

 

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