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1. MONOGRÁFICO

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1.2 · EL PÚBLICO DE TEATRO EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XXI

Por Alberto Fernández Torres.
 

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Ilustración


EL PÚBLICO DE TEATRO EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XXI

Alberto Fernández Torres
Universidad Carlos III
alberto.fernandez@endesa.es

 

Resumen: El futuro del sector teatral español y, en especial, la posibilidad de que este adquiera auténtica relevancia social en el siglo XXI dependerán de su capacidad para incrementar su público y establecer con él relaciones diferentes a las que ha mantenido hasta ahora. Para ello, deberá gestionar los efectos que las tendencias de consumo están teniendo sobre el comportamiento del público y considerar a este como un elemento central en el diseño de sus propuestas creativas y de gestión cultural.

Palabras clave: artes escénicas, consumo cultural, teatro, público.

Summary: The future of Spanish theatre, and especially the possibility for it to acquire sound social relevance will largely depend on its ability to increase its audience and to establish new relationships with the public. For that purpose, an efficient management of the effects of present consumer trends and the consideration of the public as the nuclear and critical element in the design of its activities are strongly required.

Key words: audiences, cultural consumption, performing arts, theatre.

 

1. LO QUE ESTÁ EN JUEGO

1.1. El público, la pata coja de la “Tríada Perfecta”

El público ha concentrado la preocupación de un número significativo de los encuentros, dossieres y debates que se han desarrollado en el sector teatral español a lo largo de los últimos años. Se trata de un fenómeno ambivalente, pues anima a hacer una reflexión que tiene, de manera simultánea, una vertiente positiva y otra negativa.

La positiva, obvio es decirlo, es que tal coincidencia parece reflejar que los profesionales del sector son cada vez más conscientes de que este se juega una parte muy importante de su presente y de su futuro –si es que no la más importante– en la gestión del público; es decir, en su capacidad para conectar con un número masivo y creciente de ciudadanos, mantener con ellos una relación de cierta intensidad, proponerles y proporcionales un placer estético específico, cumplir un papel relevante en su manera de entender el mundo y de actuar en él, e incrementar la frecuencia de su asistencia a los espectáculos teatrales.

La negativa, quizá un poco menos obvia, es que el hecho de considerar destacable que el sector teatral español conceda últimamente una atención al público mucho mayor que antaño pone de manifiesto que este elemento –el público, los espectadores–, que es simplemente esencial en la representación teatral, no estaba recibiendo el cuidado que merece en términos cuantitativos y cualitativos.

En realidad, creo que puede sostenerse que este problema –la concesión al público de una atención mucho menor que la que exige su importancia en la representación teatral– ni es un fenómeno reciente, ni es un fenómeno español, por más que haya adquirido en nuestro entorno una importancia especial. Hace ya casi cincuenta años, Maurice Descotes, en uno de los relativamente poco numerosos estudios producidos hasta el presente sobre la historia del público teatral, señalaba categóricamente que “para la historia del teatro, parece que, poco menos, el espectador no existe” (Descotes, 1964, 2).

Comparto ampliamente su juicio. Como he tratado de argumentar brevemente en otras ocasiones (Fernández Torres, 2009 y 2011), sorprende la manifiesta desproporción que existe entre la importancia estética, social y económica que se reconoce universalmente al espectador y al público, como parte esencial de esa “trinidad perfecta” –autor, intérpretes, público– de la que hablaba Louis Jouvet, y el volumen de la reflexión que ha generado realmente este elemento fundamental del hecho escénico.

Sí, es cierto: el lector aficionado podrá recordar de inmediato y quizá sin excesivo esfuerzo contribuciones a esta reflexión tan profundas y relevantes como las de Aristóteles, Horacio, Castelvetro, Lope de Vega, Jovellanos, Larra, Rivas Cherif, Brecht, Grotowski, Brook, Campeanu, Pavis, Ubersfeld, Urrutia, etc. Pero convendrá en que resulta como mínimo llamativo que un elemento de la representación teatral de importancia tan capital haya recibido casi siempre una atención incomparablemente menor que otros elementos de la misma, a pesar de que de él se dicen cosas tales como que “teatro es lo que ocurre entre actor y espectador. Lo demás es suplemento” (Grotowski, 1992); “un hombre camina por este espacio vacío mientras otro lo observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral” (Brook, 1987, 5); “el teatro [...] no implica al espectador en tanto que variante, sino en tanto que constante. Esta presencia no es alternativa, sino imperativa“ (Campeanu, 1978, 107); “la representación solo existe en el presente común del actor, el lugar escénico y el espectador” (Pavis, 1990, 423); “la representación teatral pone de manifiesto un proceso de comunicación en el que concurren una serie compleja de emisores, una serie de mensajes y un receptor múltiple presente en un mismo lugar” (Ubersfeld, 1989); “el hecho teatral viene definido por el espectador” (Urrutia, 2007), por mencionar solo unas cuantas. O, citando de nuevo a Jouvet, que “es el espectador, y no el tema o la forma de la pieza, lo que hace la tragedia” (Descotes, 1964, 2).

En todo caso, lo que nos interesa a los efectos del presente artículo no es dilucidar la mayor o menor pertinencia de estas tesis, sino argumentar que la creciente preocupación del sector teatral español por el público es oportuna y urgente, lo que exige profundizar mucho más en el conocimiento de las expectativas y comportamientos de este; y, en especial, tratar de averiguar cómo y en qué medida los muy diversos procesos sociales, económicos y culturales que se desarrollan en la actualidad están dando lugar a una transformación radical del público teatral, sea este real o potencial. Sin duda, este análisis es condición indispensable para conseguir que el teatro pueda dar respuesta convincente a una parte sustancial de las necesidades de ese público.

Y digo que la cuestión es oportuna y urgente porque lo que se juega en estos momentos el teatro español en relación con el público es simplemente decisivo. La formulación de profecías más o menos apocalípticas es un hábito retórico bastante extendido cuando se habla del futuro del teatro español. Sin embargo, en esta ocasión, la primera frase de este párrafo no pretende ser la antesala de ningún género de mensaje catastrofista sobre la muerte del teatro por su incapacidad para gestionar adecuadamente su relación con el público y con la sociedad española.

En realidad, la cosa es aún peor. Si fracasa a la hora de abordar el reto del público del siglo XXI, lo que aguardará probablemente al teatro español no será un apocalipsis, lo cual, bien mirado, tiene su épica y su grandeza, sino algo bastante más ridículo y deprimente: una acentuada y progresiva pérdida de relevancia social que le convierta en una opción de ocio absolutamente banal, en su vertiente más popular; y prácticamente museística, en su vertiente más “legítima”1. Es eso, ni más ni menos, lo que está en juego.

1.2. Un espectáculo (que debe ser) masivo e influyente

El teatro solo tiene sentido como espectáculo masivo e influyente. Tal es su naturaleza histórica. Y todo lo que no sea tal constituirá siempre un remedo, un sucedáneo anacrónico, un como si: “todo lo que afecta a la escena tiene un carácter tan artístico como social” (Gaiffe, 1931).

Por supuesto, decir “masivo” no es decir “dominante”, ni “prioritario”, ni se pretende con el uso de ese término sugerir que el teatro pueda volver a ser, como fue en determinados períodos históricos, el espectáculo que congregue o sea recibido por el mayor número de ciudadanos. De la misma forma, “influyente” tampoco quiere decir “el más influyente”, aunque asimismo el espectáculo teatral lo fuera en algunos momentos de su historia.

Con el recurso a estos dos adjetivos –masivo e influyente–, lo que se pretende simplemente es subrayar que:

  • Por un lado, la representación teatral no solo es un hecho colectivo, que lo es, sino que exige la presencia física y simultánea, en un espacio y en un momento determinado, de un número relativamente elevado de ciudadanos. Por supuesto, se puede hacer una representación teatral para una docena de personas; pero resultaría del todo punto desnaturalizador que todas las representaciones teatrales se hicieran para apenas un puñado de espectadores.

  • Y, por otro, que la representación teatral tiene sentido cuando consigue de manera eficaz que “pasen cosas” –en la mente de los espectadores; y, en segunda derivada, en la propia sociedad–, pues lo propio del teatro es convocar a los ciudadanos asistentes al “impasse de un pensamiento” a “una inauguración del sentido” (Badiou, 1993, 35 y 81). Nuevamente, demos por supuesto que una parte no precisamente menor de la oferta teatral –más bien la mayor o la más masiva– tiene como objetivo precisamente la disimulación o moderación de la potencialidad del teatro como generador del “impasse de un pensamiento”, o la gestión de esta capacidad para derivarla de manera económicamente rentable hacia la mera distracción entretenida; pero, también de nuevo, la conversión de todo el teatro en tal ejercicio de disimulación daría lugar simple y llanamente a su desnaturalización.

En definitiva, el propósito de este artículo es arrojar una limitadas reflexiones sobre la posibilidad de que el teatro español pueda incrementar su carácter masivo y su capacidad de influencia social en el marco de las transformaciones que cabe pronosticar sobre la evolución de los gustos y comportamientos de su público real o potencial a lo largo del siglo XXI.

O, si el lector prefiere formularlo de manera más sombría, sobre el riesgo de que las transformaciones que se están registrando o que previsiblemente se puedan registrar en los gustos y comportamiento de ese público en lo que queda de siglo conduzcan a que el teatro español quede postrado en una situación de acentuada irrelevancia social.



1 Empleo aquí el término “legítimo” en el sentido que Pierre Bourdieu le da sistemáticamente en sus estudios (Bourdieu, 2010).

 

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