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5. EL ESPECTÁCULO Y LA CRÍTICA

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Grabación ANÁLISIS CRÍTICO  
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5.1 · TÓRTOLAS, CREPÚSCULO Y…TELÓN, DE FRANCISCO NIEVA: DEL TEATRO Y DEL PODER, DE LA MUERTE Y DEL OLVIDO.

Por Jesús Barrajón Muñoz.
 

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6. La representación

Para el montaje de esta obra, Nieva ha contado con todos los medios materiales y personales de los que dispone un organismo oficial como el Cendro Dramático Nacional. El resultado cumplió con sus objetivos de llevarla al espectador con altura tanto en el nivel actoral como en su presentación escénica. La escenografía del pintor José Hernández permitía al espectador adentrarse en la atmósfera de ese teatro destartalado –con sus palcos proscenios, el ventanal del fondo que comunica con el exterior, el telón de hierro que a modo de péndulo y enorme hacha doble afilada cierra la primera parte, así como el que, ya en la segunda, aparece al comienzo y fin de la misma– en el que los actores son “secuestrados”. El vestuario ideado por Rosa García, que, como Hernández, ha colaborado en otros montajes de obras de Nieva, resultaba adecuadísimo y contribuía a precisar la naturaleza simbólica de cada uno de los personajes. También resultó especialmente destacable el espacio sonoro creado por Miguel Tubía, encargado de sobresaltar al espectador con el sonido angustioso de esa “impresionante maquinaria” con la que concluía la primera parte, o de hacerle llegar ese sonido sugerente –y tan alejado de lo que sucede en el escenario– de las tórtolas. Un aspecto sobresaliente fue el de la disposición de los actores en escena; la estructura de la obra marca frecuentes cambios de ritmo y posición que fueron resueltos con sencillez y coherencia.

Es probable, sin embargo, que este despliegue de creatividad no haya cumplido con su función de hacer llegar el sentido de la obra al espectador. En mi opinión, el diseño del espacio debiera haber sido más recogido, menos abierto en los laterales del escenario, donde se encontraban los palcos proscenios, demasiado alejados de los espectadores como para hacerles sentir que formaban parte del espacio reservado a un público que, como ellos, presenciaba las desventuras de los actores. Una mayor cercanía de esos palcos hubiera contribuido a esa sensación, ausente en la representación. La iluminación de Nicolás Fischtel, por otra parte, no ayudaba a crear ambientes, salvo en los momentos más dramáticos de la obra: la llegada de los actores al teatro, la caída de esa maquinaria que cae lentamente al finalizar la segunda parte, la caída final del telón. En los demás momentos, la luz era demasiado directa y potente, incapaz de crear la sugerencia que las distintas escenas de la obra requería, sobre todo porque no trasladaba lo que en una acotación de la misma se pedía, esto es, que el teatro mostrara su “extrema degradación” (Nieva, 2010, 61) y que apareciera iluminado por unos simples candiles. La música, a su vez, brillante en los momentos señalados, tendría que haber contribuido en mayor medida en otros pasajes a la atmósfera de misterio y sorpresa a la que la obra nos invita.

La interpretación de actores y actrices merece un capítulo aparte. Nieva y su ayudante, José Pedreira, los dirigen diestramente, pero no se termina de conseguir que unos y otras transmitan al espectador los diversos planos de significación de la obra. El hecho de que Nieva opte en muchas de sus obras extensa por “aligerar” el peso del conflicto con el humor, no puede implicar que se conciba su teatro como una sucesión de situaciones disparatadas y de palabras ingeniosamente ilógicas, más propias de una comedia cómica. La interpretación y el ritmo que se le imprima a este teatro –y de modo muy particular a Tórtolas– deben mantener al espectador en un filo en el que nunca se está del todo ni en el lado de la risa ni en el de la catástrofe, porque, como ya se ha señalado, la obra explicita un conflicto, pero no puede dejar de sugerir al espectador que oculta otro, más grave, desde el que ese otro que se manifiesta adquiere su significado pleno. Es lo que el propio autor y director de la obra expresaba con estas palabras en una entrevista concedida con motivo del estreno de la obra: “No cabe ningún naturalismo en los actores, sino una forma de expresionismo, que nos hagan reír y pensar al mismo tiempo. Queremos que el público asista a un cuento mágico o surrealista” (Iglesias, 2010). Si en la primera parte de la obra, ese objetivo fue alcanzado, no se puede decir de lo mismo de la segunda, donde vemos a unos actores volcados más en hacer llegar la innegable gracia del humor nieviano que en transmitirlo de manera simultánea al conflicto al que debiera haber permanecido unido.

Lo dicho hasta ahora no puede hacernos pensar que el trabajo de los actores no se mantuviera en un nivel suficiente, pero quizá sí que algunos de ellos no alcanzaron ese nivel extraordinario que un teatro como el de Nieva requiere para trasladar su grandeza. Unas palabras del dramaturgo, en uno de sus artículos periodísticos, quizá expliquen algo de cuanto aquí se señala: “El buen director de hoy solo triunfa cuando los actores están admirables” (Nieva, 1996, 51). Pudo estarlo, y a ratos lo logró, Esperanza Roy, pero acentuaba la parte cómica para ganarse el favor del espectador; lo estuvieron Jeannine Mestre, perfecta en su retrato de la innovadora Zemira, José Lifante, adecuadísimo en su papel de galán mayor del personaje de Cayo Marzio, y Ángeles Martín, capaz de comunicar la ingenuidad infantil de Camila; pudo estarlo igualmente Manuel de Blas, brillante sin duda, pero su acentuada sobreactuación en el personaje de Senedian desdibujó al personaje. Los restantes actores y actrices cumplieron adecuadamente con su papel y alguno de ellos, a pesar de la brevedad de su papel, como Trinidad Iglesias en el papel de Ramadea, supo trasladar con gracia lo que su personaje exigía. Lo cierto, sin embargo, es que el conjunto actoral no fue capaz de dar ese gran salto. Hay obras en las que el brillo de algunos oculta los fallos de otros, pero las de Nieva reclaman que ese estar admirable sea una exigencia para todos ellos y en cada uno de los momentos de la comedia.

Bien pudiera ser, sin embargo, que las anteriores objeciones obedezcan a un gusto particular de quien esto escribe. Pudiera ser que la lectura de un texto se traduzca en una representación mental de carácter ideal que se frustra en cuanto la representación real la niega. No pueden olvidarse, además, las dificultades con las que director, escenógrafo y actores han tenido que verse para lograr ponerla en pie. Nieva, autor y director, reconocía que había tenido que bregar “con un joven autor lleno de caprichos, a veces imposibles de realizar al pie de la letra. La literatura sueña un edificio teatral, pero el director calcula materialmente, como un arquitecto, la posibilidad de su existencia real” (Perales, 2010). Uno de los principales estudiosos de la obra, Komla Aggor, resaltaba esta dificultad en su estudio sobre el teatro de Nieva:

La obra se basa en una estructura muy compleja. Es tanta la complejidad de la configuración del espacio y de los papeles en Tórtolas que probablemente esta sea la razón por la cual la pieza no se ha estrenado nunca desde que fue creada hace más de cincuenta años. Además del gran coste económico que supondría la escenografía, también está la dificultad a la que se enfrentaría el director o la directora para no confundir a los espectadores sobre el rumbo del argumento principal (Aggor, 2009, 80).

Salvo excepciones, la obra gozó de buenas críticas, fue bien recibida por el público y, meses después de finalizar sus representaciones, mereció que se le concediera en 2011 uno de los premios mejor dotados económicamente del teatro español, el Premio Valle-Inclán, organizado por el diario El mundo. El jurado premiaba el modo en el que esa obra, difícil de montar como todas la de Nieva, había aparecido ante el público, quizá no como algunos pudiéramos soñar, pero sí con la dignidad y alturas suficientes para transmitir la complejidad, el humor y la belleza que este teatro ha regalado al público desde una obra tan temprana como la de Tórtolas, en la que alienta el Nieva mejor.

 

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