El buen humor está demodé
Ernesto CaballeroPágina 2
Don Galán me pide la opinión sobre las posibles huellas de la otra generación del 27 en el teatro actual y yo me quedo más en blanco que un finado noruego. ¿Qué puede decir este humilde teatrero habiendo como ha habido tantas preclaras mentes que han desbrozado la cuestión con encomiable rigor y perspicacia analítica? Lo único que así, a bote pronto, se me ocurre decir es que hoy en día la escritura en clave de humor poco tiene que ver con aquellos ingenios, que los dramaturgos de ahora practican una comicidad anglosajona postelevisiva y que, sí, que tal vez algún rasgo aislado pueda detectarse en algunos de ellos o de ellas, pero que tampoco uno es un experto estudioso de las obras de sus colegas sino un entusiasta lector o espectador y poco más. Entonces, Don Galán me anima a que aborde el asunto a partir de mi propia obra, lo cual se me antoja un más difícil todavía en la pista de la teoría teatral, pues practicar la autoexégesis es como tratar de mirarse a uno mismo mirándose en el espejo, un imposible de tomo y lomo, vamos.
Pero al fin decido esbozar algunas dispersas cavilaciones acerca de estos autores injustamente demediados en el canon de la literatura dramática. Una minusvaloración debida a mi entender, a dos motivos fundamentales: el desigual prestigio cultural del género cómico con respecto a otros supuestamente más elevados, y el hecho de que estos escritores fueron tolerados y estrenados durante el franquismo. (A pesar de que muchas de sus obras también sufrieron los zarpazos de la censura).
Pero antes de seguir adelante conviene recordar que la comedia en sus distintas modalidades, la farsa, la sátira, la parodia… no es, en principio, literatura humorística. El humorismo es una flor escasa que viene a darse muy de higos a brevas por nuestros pagos, pues desde Cervantes (y no precisamente en su teatro) hemos adolecido de una escritura genuinamente humorística hasta el advenimiento de este ilustre grupo de marras, al que es de justicia incluir a un patriarca eminente: Carlos Arniches (Fig. 1).
Y aunque según reza el célebre aforismo jardielesco, “definir el humor es como pretender clavar por el ala una mariposa utilizando de aguijón un poste de telégrafo”. Tenemos agudos intentos por parte de cofrades genuinamente humoristas como Ramón Gómez de la Serna, Wenceslao Fernández Flórez o Luis Pirandello. Este último, por ejemplo, nos ha dejado un sesudo ensayo sobre la cuestión en el que expone las que considera las dos principales características del fenómeno del humor: el sentimiento de lo contrario, es decir, el desacuerdo entre nuestros anhelos (el mundo ideal) y nuestras limitaciones (la vida real) y, por otra parte, la dignificación de la figura cómica que, además de a la risa, nos mueve a la compasión, pues nos es dado advertir la herida sublimada del autor. El paradigma sería El Caballero de la Triste Figura, trasunto de las penalidades y desilusiones sufridas por el manco genial en la dura patria (Fig. 2).
Con todo, el humorismo es un concepto ciertamente inabarcable al que se le puede hincar el diente desde numerosos enfoques, pero que siempre nos dejará con más hambre que a aquel perro del afilador que se comía las chispas por echarse algo caliente a la boca. Así, por ejemplo –y es algo que Jardiel también señalaría en diversas ocasiones–, el humorismo, con su inadecuación a las correspondencias convencionales, es un fenómeno que pasa en primer lugar por el pensamiento; una refinada elaboración que, de forma feliz e inesperadamente paradójica (el humorismo es un hecho humorístico en sí), deviene en efecto estrictamente intelectual. A esta peculiaridad también podríamos añadir que el espíritu del humorismo (“zotal de la existencia vulgar”) siempre surge de una singular experiencia vital que contempla y hace frente a la realidad según el lema de parda gramática senequista que reza “Nada es para tanto”. Una suerte de estoicismo castizo inaceptable para la crítica más crítica con el teatro carente de crítica. ¿Cómo pudieron hacer gala de tal desentendimiento burgués unos escritores dotados de tanto talento dramático?, se preguntan los comisarios del compromiso de papel.
A este respecto me viene a la memoria una experiencia teatral ciertamente mihuresca a la asistí en su día y que me parece enormemente ilustrativa de lo expuesto.
Con motivo de alguna efeméride del autor de Tres sombreros de copa… el Teatro Español organizó un encuentro entre un Mihura ficticio interpretado por el actor Manuel Galiana y el prestigioso crítico teatral José Monleón. Poco a poco, ambos personajes se fueron involucrando de tal modo en sus personajes que llegaron a transmutarse el uno en un caustico comediógrafo bon vivant… y el otro en un joven y exaltado crítico concienzudamente concienciado que ahora tenía la oportunidad de cantarle las cuarenta a don Miguel por su imperdonable falta de compromiso social.
Fue ciertamente una entrañable e instructiva experiencia pirandelliana. La discusión se alargaba, los técnicos apagaban las luces, echaron el telón, pero el bueno de Pepe seguía ahí, tenaz en su insistente interrogatorio, tratando de entender tan irresponsable remisión por parte de don Miguel: “¿Por qué, Miguel –le reprendía con pesar partisano–, ¿por qué abandonaste el camino que apuntabas en Tres sombreros de copa y te diste a un complaciente teatro de entretenimiento para la pacata burguesía del régimen?”. El buen crítico (y lo fue), empleándose a fondo en su retrospectivo apostolado para convencer al dramaturgo de que aún podía salvar su alma burguesa si orientaba su obra hacia el género de la denuncia y el agit-prop; el vehemente entrevistador devenido en un personaje genuinamente humorístico, tal que Quijano emprendiéndola a mamporros dialécticos con las figuras del retablo de Maese Pérez, o como aquel torero intelectual empeñado en dictar doctas conferencias vestido de luces que imaginó don Miguel en una de sus mejores comedias (Fig. 3).
En esta anécdota se me revelaron los motivos por los cuales en la mayoría de los manuales de literatura dramática apenas se les perdonaba la vida (y la obra) a todos estos autores de la Edad de Plata; si al menos hubiesen desplegado un humor crítico, vitriólico, fustigador de usos y costumbres, una comicidad cínica, maliciosa, de colmillo retorcido, tal que la de su contemporáneo de las barbas de chivo, en esa línea tan quevedescamente hispana de no dejar títere con cabeza, excepto, claro está, la de uno mismo… Pero no, el humor de los humoristas (v.l.r.) era de otra índole, más esencialista, un humor autorreferencial, primario, blanco en máxima su expresión, el grado cero del humor, como si dijéramos. Un humor que se erige en objetivo y no en vehículo o pretexto para hablar de otra cosa, por más que a veces sea mil veces más elocuente que muchos sesudos empeños. Y es que, proclamémoslo con la voz solemne y grave de un actor proclive a hablar para la posteridad: el humor es el mensaje.
Un humor, dicho sea de paso, absolutamente indetectable para los incapaces de relativizar los grandes enunciados, para quienes viven inmersos en una inmensa burbuja de ideologización político-partidista generadora de dramas de una nueva liturgia progresista, algo así como el teatro sacro medieval en versión neocontestataria. Y en este canon, la mera risa sin bando –risa en desbandada– resulta altamente inquietante y perturbadora porque no se puede controlar ni práctica ni discursivamente.
Tal vez el mayor pecado cometido por los jardieles haya sido evitar todo asomo de didactismo doctrinal en su literatura dramática al recelar de la superioridad moral de eso que por entonces se conocía como “palabra de autor” o “teatro con mensaje”, en haber optado antes por el buen humor (precisamente el nombre de la primera revista que fundó Jardiel) frente a ese humor del mal humor (que no es siempre humor malo) que, como señala acertadamente Ignacio del Moral, es el que impera hoy en día tanto en el teatro como en el medio audiovisual (Fig. 4).
Considero, pues, que el humor en sí se basta y se sobra para expresar una determinada actitud crítica al fustigar el sentido común que perfilan todo tipo de convenciones, entre las que se encuentran en primera línea las lingüísticas. Esta esmerada atención por el lenguaje como elemento esencialmente teatral, susceptible de una constante metamorfosis y metaforización de sentidos y significados, es uno de los rasgos comunes de esta modalidad humorística, prácticamente extinta en el teatro de nuestros días, donde el lenguaje solo es una mera herramienta para reflejar situaciones o personajes verosímiles tratados en clave de comedia.
Con todo, la erupción de aquel volcán de ingenio, absurdo y suprarrealidad pudo dejar algún rescoldo en algunos escritores de nuestro teatro de hoy como el mencionado Del Moral, Íñigo Guardamino, Sergi Belbel, Alfredo Sanzol, Andrea Jiménez y Noemí Rodríguez (Teatro en Vilo), “Las Chirigóticas”, Alonso de Santos, Juan Mayorga, Ramón Paso, Carlos Contreras, Yayo Cáceres y Álvaro Tato (Ron Lalá), Alberto Ballesteros (Colectivo Mujer en Obras), Pablo Remón… y este caballerete que ahora les habla y que ha dotado a muchos de sus personajes de esa contrariedad pendular de identificación-distancia en una irónica revisación del cliché verbal y la frase hecha; recursos similares detecto igualmente en la mayoría de mis colegas, aun cuando, repito, todos nos hemos contaminado de esa cáustica comicidad doméstica casi incompatible con el candor aparentemente infantil de la hilarante inverosimilitud de los grandes maestros del teatro de humor del siglo pasado.
Contaba Alfonso Sastre que, en cierta ocasión, alguien le preguntó a Jardiel sobre el secreto del humor. El comediógrafo madrileño respondió sin dudar que éste residía en la verdad. ¿La verdad? Volvió a preguntar su interlocutor. “Sí, la verdad pura y dura –replicó el autor de Eloisa…–, porque si yo a usted le digo que el editor de la revista Vogue de París es un señor de Valladolid, usted se ríe. (El interrogador, efectivamente, había sonreído). Pues es la pura verdad”, concluyó don Enrique.
Y sí que lo era: el pucelano Eduardo García Benito trabajaba por aquel entonces como editor en la prestigiosa revista francesa. En esta anécdota ben trovata por el dramaturgo vallecano de Ondarribia encontramos la clave de bóveda de la comicidad de aquellos humoristas, paladines de esa gran verdad existencial que grabaron con tinta alegre y pinturera en las lápidas de nuestro cachazudo teatro: Reímos, luego existimos.
Y resistimos.