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Viaje (de regreso) a ninguna parte

Ignacio del Moral

Página 2

Como casi todo el mundo, tuve conocimiento de El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán-Gómez, a través del cine y gracias a la adaptación estrenada en 1986 Fig. 1.

En aquella época yo todavía era actor, y trabajaba en un grupo de teatro, por lo que no me era difícil identificarme con algunos aspectos de la vida y las circunstancias de aquellos personajes, a pesar de que, en realidad, poco o casi nada tenían que ver con las nuestras. Pero sí, había ecos reconocibles: los viajes, las comidas en los bares y las ventas de carretera, las llegadas a los pueblos, una cierta actitud, mezcla de fascinación y desconfianza por parte de sus habitantes, las actuaciones en lugares inverosímiles, las pensiones u hostales en los que nos alojábamos, la incertidumbre con respecto al cobro, las cuentas y los repartos de beneficios… Una vida que padecí, pero que sobre todo disfruté intensamente durante algunos años decisivos de mi existencia, en la década de los ochenta. Fig. 2

Supe más tarde que la obra había sido emitida a modo de radionovela, aunque nunca tuve ocasión de escucharla, y que originalmente había sido una novela propiamente dicha. Y durante mucho tiempo me pregunté por qué, tras ese paso por todos los medios posibles, no había sido (luego supe que no era así) contada desde un escenario. Leí la novela con placer e interés, reparé en su riqueza, en la maravillosa construcción de los personajes, el ritmo de sus diálogos, su humor, su afectuosa ironía… Fig. 3 Es la obra de un artista que habla de un mundo que conoce y que, cuando se escribió la novela, ya estaba acabando, contado sin nostalgia, pero con afecto.

Era (es) una historia tragicómica, entrañable y divertida, obra de uno de los pocos personajes del show business español sobre el que el consenso es casi total (es admirado y querido por prácticamente todo el mundo), y el formato de la novela, abundante en pasajes espléndidamente dialogados, se prestaba, o eso pensé, a una adaptación relativamente sencilla. Me pareció que presentarla en el teatro (repito, ignoraba que se había hecho ya, tan ingenuo o petulante fui) era cerrar un círculo. Además, estaba convencido de que iba a ser muy bien recibido, tanto por quienes hubieran visto la película o leído la novela como por los que no.

Con la elocuencia que otorga el entusiasmo, planteé el proyecto al director del Centro Dramático Nacional, Ernesto Caballero, que lo consideró idóneo para ser producido y programado en una de sus sedes Fig. 4.

Desde el principio tuve claro que debía trabajar sobre la novela, obviando la película, que me abstuve de ver para no “heredar” imágenes.

El trabajo me permitió abordar de manera práctica, además, un tema que me apasiona especialmente: el de la relación entre la narrativa y el drama, dos maneras a mi entender completamente distintas de contar una historia, aunque, por supuesto, puedan convivir en momentos concretos, y a pesar, sobre todo, de que el teatro en la actualidad está invadido por la narrativa (se habla de narraturgia): buena parte de los textos más recientes de nuestra dramaturgia incluyen largos monólogos dirigidos al espectador, contando cosas que ocurren o han ocurrido fuera del escenario.

No es este el lugar para desarrollar mis teorías al respecto pero, de manera general, considero que en la narración el testigo directo o indirecto de los hechos es el narrador, que después se lo transmite al lector (o al espectador), siendo ya poseedor de toda la información y teniendo su propia opinión acerca de lo sucedido, mientras en el drama el testigo es el espectador, que asiste de manera en cierto modo subrepticia al desarrollo de la acción y saca sus consecuencias acerca de todo lo que ha visto y emite sus hipótesis acerca de lo que no.

Por lo tanto, me proponía hacer de un artefacto narrativo un artefacto dramático. Una tarea que el propio Fernando Fernán-Gómez había llevado a cabo cuando convirtió su novela en guión cinematográfico, pero que en esta ocasión debía ceñirse a las reglas, condicionamientos y lenguaje del teatro.

Había, para empezar, que tomar decisiones.

Desde que vi la película, y también cuando leí la novela, me pareció que había en ella un cierto desequilibrio entre la unidad que muestra en toda la parte relativa a la vida de la compañía y la que narra después de la disolución de esta, con las poco afortunadas incursiones de Carlos Galván en el mundo de cine y su demencia posterior Fig. 5. Novela y película se alargan de manera que a mí me parecía excesiva y todo ese tramo final quedaba desgajado, a modo de largo epílogo tras el clímax de la historia. El cambio de entorno, además, pasando del paisaje rural de la árida Castilla al paisaje urbano, suponía una quiebra estética que preferí evitar.

Decidí, por tanto, prescindir de toda esa última parte, buscando además que la obra resultante hablara sobre todo del teatro, sus gentes y su afán por la supervivencia; de su desempeño, a caballo entre el arte y la picaresca, entre el sueño y la resignación.

Esta fue la primera decisión. La segunda, evitar una cierta sensación de episodios encadenados, otorgando una mayor unidad dramática al conjunto, estableciendo una línea de causalidad más directa entre unos lances y otros, para lo cual suprimí algún episodio intermedio, como el del encargo que recibe la compañía por parte de un rico local de poner en escena un texto imposible. (Este episodio, no obstante, lo reincorporé a petición de Ramón Barea, que me lo pidió para la última puesta en escena de la obra en Bilbao, este mismo año).

De igual forma, comprimí en el tiempo los episodios que suceden entre la llegada de Carlitos, el hijo natural de Carlos, y la disolución de la compañía, haciendo que, de alguna manera, sea el inocente Carlitos el causante del fin de la misma: su escepticismo y su mirada “desde fuera” de ese mundo introducen poco a poco, sin pretenderlo, una cuña envenenada en el corazón de la troupe, propiciando inseguridades y desequilibrios (“¿qué te ha parecido?”, le preguntan tras la primera representación a la que el chico acude. “Ridículo”, responde él) Fig. 6. Además, su error al pretender establecer relaciones con una joven de uno de los pueblos tiene también consecuencias desastrosas. De esta forma, y sin pretenderlo, Carlitos ejerce de catalizador de una reacción en cadena que acelera un proceso que ya se venía incubando con los cambios que la sociedad iba experimentando.

Me fue imposible, por supuesto, dejar de lado la escena más famosa y recordada de la película: la incursión en el cine de don Arturo: “¡Señoritoooo!”. Desde el punto de vista de la adaptación fue lo más difícil: el cine dentro del teatro siempre resulta pobre e irreal: es difícil poner en escena la complicación que rodea cualquier rodaje por modesto que sea. Pero lo consideré ineludible. Es el segmento del texto del que menos satisfecho estoy, pero era obligatorio incluirlo Fig. 7.

Todos los que escribimos teatro, y más si es con vistas a una producción concreta, tenemos un vigilante interno que nos alerta acera del número de actores y actrices que nos vamos a poder permitir. En una historia como la de El viaje a ninguna parte, con un gran número de personajes episódicos, es obligado que los actores hagan dobletes.

Me ayudó a justificar estos (por otra parte, nada infrecuentes) dobletes y cargarlos de una cierta razón poética trabajar en la hipótesis (que en cierta forma va implícita en la novela) de que toda la acción tiene lugar en la mente de un Carlos Galván anciano, que confunde las caras y mezcla los recuerdos reales con unos ciertos delirios que le hacen creer que en el último tramo de su vida recibió el reconocimiento que, a su entender, merecía.

En el texto escrito, se menciona este “espacio humo”, como ese lugar en el que las acciones se desarrollan, concretándose poco a poco los personajes y los espacios, según son recordados. De esta manera, hay siempre un punto de ambigüedad, y las caras se repiten porque así lo recuerda el anciano Carlos, que no distingue entra la enfermera que lo cuida –a quien a su vez confunde con una entrevistadora de prensa– y su sobrina Rosita.

Fueron muy pocas las interpolaciones de creación propia que introduje en el texto. Apenas las necesarias para ayudar en las transiciones, para limar las aristas en los necesarios recortes, los textos de las comedias que representan… Más del ochenta por ciento de lo que se escucha en boca de los personajes procede directamente de la novela, que ofrece unos diálogos espléndidos, con un registro verbal único y singular para cada personaje, escritos –por la cadencia, el ritmo y la distribución de sus oraciones– para ser dichos Fig. 8, Fig. 9,Fig. 10.

Debo mencionar, por último, el trabajo que, en compañía de Carol López, que llevó a cabo una excelente y conmovedora puesta en escena, hice de revisión del texto, para adecuarlo a las circunstancias concretas del montaje que nos traíamos entre manos. De esta revisión se derivaron cambios de los cuales algunos no pasaron a la versión escrita, porque, como he dicho, estaban encaminados a facilitar y dar cuerpo a esa puesta en escena concreta, y otros sí, porque consideré que enriquecían el texto.

Fue un placer llevar a cabo un trabajo así. Mientras lo hacía, me fui enterando de que otros lo habían hecho antes: supe de un montaje en Argentina, con solo un actor y una actriz, de otro en Galicia… Todavía me sonrojo cuando pienso que creí que yo era el primero en hacerlo.

Toda la experiencia estuvo cargada de satisfacciones. El reparto era espléndido y llevó a cabo un magnífico trabajo, y la concepción del espectáculo por parte de la directora resultó brillante. Y ver a los miembros de la compañía Iniesta-Galván caminar por aquel escenario convertido en un áspero campo de abrojos al son de Caminemos Fig. 11 me hizo pensar que el gran Fernando se habría sentido satisfecho.