La literatura dramática del exilio republicano de 1939 (vol. I)
AZNAR SOLER, Manuel (ed.)
Sevilla, Renacimiento (Biblioteca del exilio: Anejos, 40), 2018, 590 pp.
Francisca Montiel Rayo
GEXEL-CEDID-Universitat Autònoma de Barcelona
Este volumen, consagrado al estudio de la literatura dramática creada por los republicanos que se vieron obligados a salir de España al término de la Guerra Civil, forma parte de la serie “Historia de la literatura del exilio republicano de 1939”, un proyecto de investigación en curso de publicación que dirigen José-Ramón López García y Manuel Aznar Soler. Editado por este último, reconocido especialista de la literatura española contemporánea y del teatro del último destierro, reúne los trabajos realizados por diecisiete autores, entre los que se cuenta también su coordinador, quien se ocupa de analizar la obra teatral de Ceferino R. Avecilla y de presentar al lector interesado el contenido y la significación de dos piezas inéditas de Luis Araquistáin. En ambos capítulos –y en el resto de las veintinueve secciones que contiene esta primera entrega de La literatura dramática del exilio republicano de 1939– sus autores ofrecen una lectura crítica de dicha producción, un extenso corpus –poco conocido hasta la fecha, en su mayoría– que comprende las obras publicadas, estrenadas e inéditas que fueron creadas fuera de España por aquellos dramaturgos que habían iniciado su trayectoria teatral antes de 1939.
Utilizando los criterios geográficos que a menudo impone el estudio del exilio republicano de 1939, los capítulos se agrupan en dos partes muy dispares en extensión. En la primera se incluyen los referidos a los autores que hallaron refugio en América, un nutrido grupo de dramaturgos que vivieron provisional o definitivamente en México, Argentina, Chile y Cuba. Los trabajos sobre estos creadores se disponen en orden alfabético en las secciones reservadas para cada uno de dichos países. A quienes permanecieron en Europa se les ha reservado un segundo apartado, en el que se insertan ensayos sobre cinco dramaturgos que se asentaron en Francia, Suiza y la URSS. Semejante agrupación revela muy a las claras la preponderancia numérica de los creadores exiliados que recalaron en México y en Argentina, donde –por razones diversas, a las que no fueron ajenas las posibilidades de llevar a escena las obras que imaginaron– permanecieron durante décadas algunos de nuestros mejores dramaturgos desterrados.
El estudio de su producción no ha sido, como advierte Aznar Soler en la presentación del volumen, su objetivo prioritario. De ella se ofrecen útiles síntesis que dan cuenta del conocimiento alcanzado hasta la fecha gracias a los estudios y a las ediciones publicadas en los últimos años, aunque no se aluda explícitamente a dicha bibliografía las más de las veces. Así sucede en el caso de Max Aub, cuyos cuarenta títulos clasifica, compendia y valora Esther Lázaro, especialista en la obra dramática de un autor que, como ella recuerda, no tuvo mayor ambición en su vida que ser, por encima de todo, un hombre de teatro. Lo fue en su práctica diaria Alejandro Casona, de cuya trayectoria teatral da fe el trabajo de Antonio Fernández Insuela, un pormenorizado recuento de sus creaciones, desde las más conocidas a aquellas que aún no han suscitado el suficiente interés de los investigadores, como sucede, a pesar de las posibilidades que ofrecen para ahondar en el conocimiento de la importante labor que llevó a cabo durante décadas, en el caso de las adaptaciones de obras de otros autores que escribió. Buena conocedora de la obra de José Bergamín, Teresa Santa María la analiza a conciencia en unas páginas sinópticas en las que no olvida aludir a algún texto inédito, cuyo contenido y cuya factura pone en relación con la producción conocida del autor de Medea, la encantadora. Objeto de la atención que sin duda merece en los últimos años, la trayectoria dramática de José Ricardo Morales es revisada, a la luz de esa creciente bibliografía, en un completo capítulo debido a Pol Madí Besalú.
Los consagrados a referir las características de la literatura dramática de autores bien conocidos –y justamente apreciados– por el cultivo de otros géneros reparan en la trayectoria teatral de los poetas Manuel Altolaguirre, que acabó proyectando su vocación teatral en el cine, como recuerda Verónica Azcue, y Rafael Alberti, de cuyos lenguajes teatrales en el exilio da cuenta Diego Santos Sánchez. La aportación de Benjamín Jarnés al teatro del exilio –muy parca y prácticamente desconocida hasta la fecha, según advierte Esther Lázaro– no resulta demasiado relevante en comparación con sus textos narrativos. Mayor interés encierra la de Rafael Dieste, en la que se detiene Raúl de la Rosa, en tanto que Pol Madí Besalú fija su mirada en las piezas que le dictó a Ramón J. Sender una tentación escénica que le llevó a construir un sistema de vasos comunicantes entre sus piezas teatrales y su extensa obra narrativa. El suyo es, comparado con el que escribieron otros compañeros de destierro, un teatro menor, propio de un autor de segunda fila. La contribución de Paulino Masip a la literatura dramática del exilio es breve, en términos cuantitativos, como se evidencia en las páginas en las que la analiza Míryam Vílchez Ruiz. Mario Martín Gijón, por su parte, observa la evolución ideológica y anímica de José Herrera Petere al enfrentarse al estudio de sus piezas dramáticas. César Arconada, en cambio, se sirvió de la creación teatral –y de las adaptaciones de obras de nuestros clásicos que realizó de continuo– para propagar, como afirma Natalia Kharitonova en su capítulo, el discurso comunista oficial sobre la Guerra Civil, conflicto que, según reiteró en sus creaciones, no había llegado a su término en 1939. Dicho ideario es, precisamente el que combate sin descanso en las suyas Julián Gorkín, una producción de la que se ha ocupado Diego Santos Sánchez.
Cumpliendo con la intención de acometer de forma crítica el análisis de la labor teatral llevada a cabo por autores desconocidos, olvidados, e incluso menores, del exilio republicano de 1939 que ha animado la preparación de este volumen, La literatura dramática del exilio republicano de 1939 incluye también un trabajo sobre la única obra compuesta en México por Santiago Arisnea Lecea a la que ha tenido acceso Esther Lázaro, a quien se debe asimismo el estudio sobre la pieza de Sindulfo de la Fuente que ha podido localizar. En Argentina Eduardo Borrás logró llevar a escena algunas de sus creaciones, montajes que fueron bien acogidos por el público, lo que facilitó su posterior publicación. El éxito cosechado pudo deberse, en buena medida, a la incorporación de elementos cinematográficos a las piezas que realizó Borrás, una característica de su teatro en la que se detiene Paula Simón. En el capítulo que le dedica esta investigadora a la producción de Francisco Madrid, cuyos textos escritos en el destierro no han visto la luz hasta ahora, informa de sus argumentos y de su dramaturgia a partir de las críticas de los estrenos publicadas en su día en la prensa. Isaac Pacheco sí llegó a ver negro sobre blanco sus piezas, entre las que se encuentran una farsa política, Ginebra S.A., y otras tres farsas no demasiado bien resultas al parecer de Esther Lázaro. Las obras de Álvaro de Orriols, ideadas para mantener viva la memoria de la Segunda República, carecen de la verosimilitud perseguida por haber sido compuestas en verso. Esa es una de las conclusiones que alcanza Diego Santos Sánchez, quien censura asimismo el melodramatismo y el maniqueísmo que se observa en ellas. El uso del verso impidió que las creaciones de Ángel Lázaro Machado entraran en los circuitos comerciales de Cuba, asegura Victoria María Sueiro tras informar del cambio ideológico que se había operado en el autor al iniciarse la década de los cincuenta.
Fallecida tempranamente en México, María Luisa Algarra no logró alcanzar la madurez creativa a la que sin duda habría llegado de haber podido continuar con una trayectoria teatral caracterizada por la composición de varias piezas en las que, de acuerdo con la lectura de su obra realizada por Yasmina Yousfi, se observan su compromiso como exiliada y como mujer y su deseo de contribuir a renovar el panorama teatral del país en el que había sido acogida. Allí vivió también Luisa Carnés, cuya producción dramática, de la que se ocupa Iliana Olmedo, no ha suscitado el interés que ha despertado en los últimos años su obra narrativa. Las piezas compuestas por Concha Méndez son analizadas con rigor por Berta Muñoz Cáliz, en tanto que Míryam Vílchez Ruiz se ocupa de ofrecer una síntesis de las que escribió en el destierro María Teresa León, la dramaturga exiliada que, junto con María Martínez Sierra –estudiada aquí por Juan Aguilera Sastre, especialista en su vida y en su obra–, mayor atención ha suscitado hasta ahora por parte de la crítica.
Los capítulos dedicados al estudio de la obra de estas cinco dramaturgas –como los consagrados a analizar la producción de los demás escritores examinados en este volumen– son ciertamente dispares. Lo fueron sus propuestas literarias y teatrales, en las que se dan cita el testimonio de la experiencia vivida, la reflexión política, la evocación de la patria y del pasado perdidos, la situación política internacional, y, también, temas universales como el amor, la fama o el poder, tramas policíacas, alegóricas o históricas. Para desarrollarlas, sus autores acudieron a facturas, estéticas, recursos y técnicas igualmente diversos: el drama, la farsa, el sainete, el melodrama, el lirismo, el humor, el realismo, la fantasía, la mitología o la intertextualidad. Manifiestamente heterogéneo resulta asimismo el grupo de estudiosos que ha reunido aquí sus trabajos, colectivo en el que se integran especialistas en los autores de los que se ocupan y jóvenes investigadores que han abordado la materia objeto de análisis con interés y dedicación. Los trabajos de todos ellos, leídos en su totalidad, no desmienten algunas de las certezas alcanzadas en los últimos años por quienes han trabajado con ahínco en el tema. Tampoco lo pretenden. Max Aub fue el mejor autor teatral del exilio republicano de 1939 –y acaso también de la segunda mitad del siglo XX en España–, tal como viene advirtiendo en los últimos años la academia. Pero, para confirmarlo, cumple valorar su producción al tiempo que se hace lo propio con la de sus coetáneos, como se han propuesto en el presente volumen. En él se visibilizan zonas que han permanecido durante años en sombra: autores, temas, géneros, técnicas que es de esperar que sirvan para acometer en el futuro nuevos trabajos sobre estos y otros aspectos, así como sobre el binomio teatro y exilio como categoría de análisis.
Por todo ello, esta primera entrega de La literatura del exilio republicano de 1939, extenso volumen que cuenta con una imprescindible bibliografía consignada al final de cada capítulo y con un útil índice onomástico final, es un libro necesario que alcanza los objetivos previstos, un propósito que quedará completado con la publicación, en los próximos meses, del segundo volumen de la obra.