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Federico García Lorca: 100 años en Madrid (1919-2019)
PERAL VEGA, Emilio (dir.)
Madrid, Consejería de Cultura, Turismo y Deportes de la Comunidad de Madrid, 2019, 416 pp.

Federico García Lorca: 100 años en Madrid (1919-2019)

Rendir un homenaje a Lorca y a Madrid que acuda a las tres generaciones –la de las voces indiscutibles, la de las líneas de investigación nuevas y la de los jóvenes creadores que en él se referencian: Ángela Segovia, Cristian Piné y Ruth Llana– ha sido la propuesta celebrada para el cumplimiento del primer centenario desde que el poeta llegara a la ciudad en 1919 y dirigida por Emilio Peral Vega con la colaboración de la Consejería de Cultura, Turismo y Deportes de la Comunidad de Madrid, de la mano de D. Jaime de los Santos. Se han programado las actividades en seis jornadas desde el 18 al 23 de febrero de 2019, acogidas por distintas sedes: el Museo Reina Sofía, el Paraninfo Histórico de la UCM, el Salón de Actos de la Residencia de Estudiantes, el Auditorio de la Real Casa de Correos y el Teatro Español.

Desde estas sedes, semánticas ya de por sí, se han reiterado las figuras de Lorca en la capital: la que hoy le une, en otro recuerdo, con el Reina Sofía es el diorama del homenaje republicano que se le hizo en 1937, en el Pabellón España. En “El recuerdo de Lorca en el Museo Reina Sofía: memoria y cultura en el Pabellón de España de 1937”, Melissa Dinverno, partiendo de aquí como el primer gran recuerdo de su figura, encamina el resto de ponencias: desde los recuerdos proselitistas hasta la memoria de lo más íntimo y luego estético.

Nos vamos al primer recuerdo y a uno de los últimos grandes esfuerzos de la República, que lleva la memoria de un cadáver reciente a exponerse en París como relicario de toda una intelectualidad condensada en su figura y, a un tiempo, memorial del duelo íntimo, del proceso del luto más familiar; de aquí la extrañeza del visitante que acudía al Pabellón como el que acude al túmulo a despedirse, o a enterarse de la muerte, en este ritual personal y de Estado. Así, la “gran víctima” liberal, la menos intimidante que se podía llevar; la que prestaba su relato póstumo al martirio, al socorro –como evocación de lo ya caído, el uno, y amenaza próxima de lo que caería, la masa–, se llevó para ganar la confianza y ayuda de una Europa distante, que fiaba sus ojos a la colosalidad vertical de Speer y a la “arquitectura de avance” comunista. También hallamos en los siguientes años una batalla, a veces espuria, por ganar el reclamo de su nombre y las culpas de su asesinato. Y un legado poético trabado por Franco, que haría deshojar su figura por otros países y estudios que recogen sus testigos, universalizándolo en cierta medida; desde Gingsberg hasta O’Hara, como apunta J. Mayhew en “Los estudios lorquianos en los Estados Unidos”.

Pero antes de todo esto estaba Madrid. Fanny Rubio, en “El ambiente cultural del Madrid de los años 20”, delinea a una ciudad proteica, permeable al prodigio de las velocidades de los Giménez Caballero y compañía, del frenetismo cinematográfico de Garbo y Chaplin, de tan solo tres horas en un Museo por D’Ors –el Prado–, de la brevedad maravillada de Benavente y Falla. Pero también es el Madrid aún mentidero de la Villa, el más madrileño, es decir, provinciano, el de los boletos premiados cantados por Piquer y los caracoles. Podríamos hablar de años de velocidad y madrileñismo, de la proclamada risa futurista; de una ciudad absurdamente enorme y alegre, como diría el mismo Lorca. Son los años de estancia en la Residencia; los años que articulan el Madrid de Galdós, la capital neorromántica y la nueva estética, conque la pregunta era clara: ¿qué se posee y, entonces, qué se abandona de todo esto?

En “Federico García Lorca, poeta: de Granada a Madrid”, Rafael Alarcón Sierra centra la mirada en las anticipaciones poéticas del granadino desde los Juvenilia: en un regusto simbolista, es decir, colmado de fiestas galantes, de jardines, de miniaturas y sutilezas, de melancolías, de una poética en ciernes de donnas angelicatas, erotismo sacroprofano, exotismo oriental y paletas prerrafaélicas. De posturas que practican las laxitudes modernistas, del extatismo y de la abulia –en gestos de écfrasis–, de la música interna y los accesos del misterio, de las vaguedades que impelen al presentimiento como guía en un mapa poético que densifica mucho el alma y, por tanto, sirve para las encarnaciones de sus tragedias: se asoma el gran vapuleado, el antiguo Pierrot, ahora recatado; se asoma el lastre burgués y su contrapartida: el gusto por el primitivismo medieval –o finisecularidad aniñada– y por una cierta aristocratización del alma. Buena prueba de ello se expone en sus dibujos, que analiza José Luis Plaza Chillón en “La dimensión simbólica de los dibujos lorquianos”: el obsesivo clown y las profusiones de máscaras, que son adorno y encierro de las lloreras ante la punición social, el viraje de la bufonada al drama, como pudiera serlo también su Perlimplín; en fin, farsas y aleluyas de un sino trágico y el encuentro de que no hay alegrías infantiles solas, sino asfixias como gorgueras, ahogos como peceras y vasijas, lejanías de marineros y futuros errabundos; y por otro lado, unas abstracciones líricas donde dice abandonar la mano, pero también el Lorca de los martirios y padecimientos, esto es, el de los santorales y los pasos de la Semana Santa, el que engarza con esa fina y española tradición de los renunciamientos y privaciones; es el dibujo del ofrecido, del símbolo eucarístico, del dispuesto a recibir –San Sebastián– y a compartir –los peces y su carne lavada–.

Vuelve Amelina Correa Ramón, en su artículo “Geografías urbanas para un poeta surrealista”, a la geografía urbana para un poeta, luego, surrealista: desde la “pérdida” de una Granada demasiado fisiológica, achicadora; y aunque nos encontremos ante la dinámica lorquista de la realidad verbal tan separada de la realidad vivida, Madrid no sería tanto su primera gran ciudad; pues sus primeros cicerones del “Rinconcillo de Granada”, sintetizada toda en la Calle Alcalá, harían de Nueva York la ciudad de las angustias geométricas, de la ciudad sin sueño y cerebral, de la sequedad protestante, frente a un Madrid, luego celebrado como de arquitectura de una unión, mediterránea y aún cercana al ruralismo consolador. Lejos de ser ciudad de ningún récord, era España la católica y teatral tierra del culto, de adoración y exorno entusiasmado; tan poético, pero menos terrible que Nueva York, en donde se agolpaba tanto lo insospechado como la desesperanza, resultando de ella una definición cruel de “libertad”. Eran espacios sufridos, del olor cercano a matadero, de la asepsia de la muerte en masa frente a la ritualización católica de la muerte; del juego sin arte al fin y al cabo. Estamos observando a la figura de un gran miedoso como Lorca, del poeta que sueña y vigila lo soñado, en mitad de una ciudad surtidora de muerte e insomnes. La poesía que queda es acaso la de la vigilia de esos insomnes.

Desde lo insospechado de la gran ciudad neoyorquina se vuelve a la certeza que va a atracar en el Madrid del “nací poeta como el que nace cojo”. Es Federico –descrito por Andrés Soria Olmedo en “Federico en la Residencia”– en su Residencia de Estudiantes por donde, habitación por habitación, asiste a varios partos: cubismo, surrealismo; y a varias congregaciones: dadaístas, ultraístas, etc. Son los años de la habitación propia y los baños de amistad, de salidas a disfraces y juegos, cantes y recitales improvisados, y también del arte; sobre todo para sus padres, esto último en forma de tiernas peticiones de dinero para poder seguir trabajando y trabajando, y es que su Epistolario nos deja también el curioso y humildemente provinciano “Lorca para sus padres” o “Lorca a través de las cartas”, con su encono por volver a una Granada que prometía señoritos de casino. Es el tiempo del achique gozoso, de la propuesta de vivir dentro de la peladura de una naranja, de recogimientos y esparcimientos. Del guitarreo acompañado, las canciones de memoria, el piano Bechstein y los tés.

Asistimos, pues, a la génesis, que apunta Emilio Peral Vega en “Madrid en las cartas de Federico”, de una personalidad que recorre todo el espectro estético y político de la intelectualidad allí citada: de Borrás a Marquina y de Martínez Sierra a Grau. Es a partir de 1929 cuando el poeta deja la Residencia y Madrid comienza a cobrar otro sentido tras haber vivido en el hoy barrio de Chueca y, finalmente, en la Calle de Alcalá, 102; es un tiempo en que la ciudad se emparenta grandemente con sus placeres abandonados: el desencuentro amoroso con E. Aladrén lo aleja y las escapadas a su tierra natal, a su “Oriente sin veneno”, se hacen más frecuentes. Madrid acuña cierta capitalidad también de un dolor. Más adelante veremos cómo vuelve por otro amor, el de E. Rodríguez Valdivieso, haciendo de Madrid, más allá de todo, una excusa literaria por que venir una vez más.

Antes de tal “quiebro” con Madrid, María Palacios (“Espacios musicales en el Madrid de principios del siglo XX: la música sinfónica y de cámara en contexto”) y Elena Torres Clemente (“La música que Lorca escuchó en Madrid”) nos hablan de los espacios musicales y del Federico espectador. Madrid es el sabor a época de cuplé, Pastora Imperio, las bandas de jazz venideras, zarzuelas, de cámara y de la olvidada sinfónica. Es decir, se encuentra la música en tan distintos enclaves: desde lo decimonónico y aristocratizante del Ritz, adonde acude el prestigio de clase, hasta el influjo parisino y londinense de clubs que harían de Madrid la ciudad plagiaria del foxtrot, de los nuevos cabarets y ambientes de variedades, a los que también acudía el abanico de la intelectualidad española, la monarquía en mitad de un ambiente popular, pero no del popular-chulesco. Era el enclave preferido para legitimarse en una sociedad de élite: veladas en camerinos, codeos con grandes personalidades…

Es la época del Lorca espectador de conciertos más que de teatros y cines; del ciclo wagneriano del Real, de los Ballets rusos y de una pila de amistades que conformarían su estética musical y poética: R. Sáinz de la Maza, A. Salazar o M. de Falla. Prueba de ello son las piececillas de música íntima que interpretó a sus compañeros residentes: por Albéniz, Debussy, Ravel. Bajo un influjo que empieza a tender al impresionismo francés, al apostolado musical mallarmeano, a Beethoven, Chopin y Stravinsky, frente al wagnerianismo imperante. Las amistades ya nombradas irían a dar con las lecturas “lavadas” del cantejondismo, al léxico del arrojo, valentías y quereres sin juerga de las siguiriyas, soleás, peteneras o saetas, heredadas de una búsqueda en la poesía árabe y persa transmitida, al tiempo que, de otra parte, se estaban viniendo las bandas de Nueva York, Londres o Biarritz a los cafés madrileños: el Gijón, Lion, Rector’s Club, donde comparecían el saxofón y Federico; mientras seguían los cafés cantantes andaluces, como apuntala Mario Hernández en “Luces de un tiempo (Lorca, Ramón, Neville…)”, y las leyendas flamencas de Franconetti y los concursos alhambrescos, en dos noches, del cante jondo por la festividad del Corpus Christi en 1922. Pero, sobre todo, la música como el arte por naturaleza, con el que se dicen cosas más allá de las humanas; con el lenguaje que más iba a interesarle, según Marco de la Ossa Martínez (“Geografía musical de Federico: ilustración en palabras para el concierto de piano de Eduardo Fernández en la Residencia de Estudiantes, 20-II-2019”), y que supondría el acto final del evento para ya no recordar a Lorca sino para revisitarlo: Eduardo Fernández al mismo piano que Lorca tocó en la Residencia, con las composiciones de sus preferidos y amigos: desde la Almería de Albéniz a las sonatas de Beethoven, entre otras.

No puede uno conformarse con este gran espectador y con tanto buen elegir de amistades sin reparar en lo teatral durante los años de Madrid. Granada sintetiza dolores de familia en dolores de una tierra, y Madrid hará lo respectivo con la universalidad buscada de sus piezas imposibles, que son su verdadero propósito: así, Madrid borra su nombre para asentar la semilla de las comedias imposibles, del compromiso de estas con el drama de su actualidad. Y se larva este periodo en una fragua de amistades que ya van indicando las líneas del teatro venidero como nos dice Julio E. Checa Puerta (“Federico García Lorca en el Teatro del Arte”): Rivas Cherif, Marínez Sierra, Grau, Borrás, Membrives, la Xirgu, Dalí, Bertolozzi, Barradas, Ontañón, etc., es decir, portadores de una semilla que firmará el adiós al naturalismo, al realismo, al actor decimonónico por una vanguardia que bien pudiera volverse hacia formas antiguas y primitivas (la denominada “reteatralización”), hacia el planismo, la depuración de la corporeidad, a los prólogos de autor, a la vuelta del coro y del baile, al progresivo aniñamiento del público y a la llamada del teatro a los poetas de J. Benavente. De la mano de la verdadera fundación de la figura del “Director de escena”.

Esta carta de naturaleza no vendría sino a través de nobles equivocaciones, también señaladas por Ma Francisca Vilches de Frutos (“Los estrenos teatrales madrileños de García Lorca”), como el desastre del estreno de El maleficio de la mariposa (1921), pero también de su insistencia desconsolada en explorar aún más esta veta aún semiguiñolesca, que respondía en parte a su ideario estético anterior. Esta insistencia, de la mano del tándem Lejárraga-Martínez Sierra, le lleva a conocer los teatros que supondrán el asentamiento de sus ideales de las comedias imposibles: el Théatre d´Art (Paul Fort, 1896), deL´Oeuvre (Lugné Poë, 1893), Des Arts, los Ballets Rusos de Diaguilev, etc.; y, sobre todo, la puesta en marcha del Teatro Eslava: la sala de experimentos del nuevo espectador, del nuevo poeta dramático, del aligerarse de lo romántico, donde las estrecheces espaciales impulsaban la invalidez realista; de los cuadros estáticos como decorado y de las deformaciones expresionistas de la perspectiva y la sensorialidad simbolista: se recuerda a Lorca siguiendo sus ensayos mientras toca el piano, y hablando de su teatro como un canto sin quejío, fundando en el nuevo actor el ritmo de la música: funda la obra sobre la música, para abandonar las arritmias en soliloquios de moribundos, los quebrantos ridículos. Y como experimento también nacen los miedos y las prohibiciones: el miedo de Martínez Sierra por la carga política de Mariana Pineda y su consiguiente ruptura amistosa, las mutilaciones del texto. Nos dice Paola Ambrossi (“Las farsas lorquianas en el Español”) que es el momento de los deseos de sintetizar sus dos proyectos: el de rebeldías y tragedias y un andalucismo abstracto, sin extravagancias, con el que buscaba otro mundo y otras relaciones; cuando pretende estrenar de una vez en El Español La zapatera prodigiosa y el Amor de Don Perlimplín…