Ahora bien, desde el principio hasta el fin, Antonio Buero
Vallejo se propuso que esos experimentos teatrales, por arriesgados que
pudieran llegar a ser, no arrancaran de planteamientos inaccesibles a su
auditorio. Convencido de que en momentos oscuros, en los que el simple diálogo
parecía haberse convertido en una difícil conquista cívica, se imponía hablar y
no callarse, él tuvo la pretensión de hacerse entender. Sin renunciar al
componente de investigación estética que el arte siempre supone, no quiso
perderse en el territorio del puro divertimento formalista, pues los tiempos no
estaban para juegos ni frivolidades, ni construyó un mensaje hermético o
abstruso, sólo al alcance de unos cuantos iniciados. Por ello, buscó el
entronque con la tradición. Y el realismo simbólico de matriz ibseniana que tan
sugestivo le resultaba le descubría que, para justificar su misión como autor,
era preciso mostrar en la escena los aspectos de la vida real, por duros o
desagradables que resultaren. De ahí que toda su obra esté íntimamente
vinculada a la vida, española en primer término, pero universal en definitiva,
porque es del hombre en general de quien se habla en escena, aunque para
expresarse eligiera a menudo las circunstancias específicas de la concreta
realidad española.
(Luis Iglesias Feijoo, "Antonio Buero Vallejo: teatro y
vida", en VV.AA., Buero después de Buero, [Toledo], Junta de
Comunidades de Castilla-La Mancha, 2003, pp. 23-24).